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Las series literarias de RTVE

Las series literarias de RTVE

Hoy leo esta noticia en EL PAÍS: "El archivo histórico de RTVE se abre para los internautas con todo un icono de las series españolas, Los gozos y las sombras.
Por medio de una encuesta en la Red, RTVE ha propuesto a la audiencia escoger entre varias de sus producciones clásicas, y la serie dirigida por Rafael Moreno Alba, que lanzó a la popularidad a Charo López y Eusebio Poncela, venció con un 32% de los votos. De este modo, y desde hoy, rtve.es colgará los 13 capítulos de la serie, a razón de una entrega diaria, de lunes a viernes, en la sección ’TVE a la carta’, donde quedarán permanentemente a disposición de los internautas".

Si RTVE fuera o fuese como la BBC, no colgaría esta serie, basada en la famosa trilogía de Gonzalo Torrente Ballester: se gastaría cuatro millones de euros en hacer una nueva adaptación, como hizo la BBC con su más reciente Jane Eyre. Pero no, RTVE sigue en sus trece: no versiona literatura ¡Con lo que se podría conseguir con las Leyendas de Bécquer, o con las Novelas Ejemplares, si hubiese una voluntad educadora! Pero tenemos una televisión Española que no tiene ninguna vocación por la cultura. Si Jane Austen o las hermanas Brontë, Shakespeare, Elizabeth Gaskell, Wilkie Collins, Thomas Hardy, Conan Doyle o Evelyn Waugh son tan familiares para los ingleses es gracias a la BBC, que ofrece nuevas versiones de sus obras periódicamente: ahí tenemos el ejemplo de Jane Eyre, versionada excelentemente en 1973, 1983 y 2006. La literatura española no tiene nada que envidiar a la inglesa, pero la televisión, sí.
No contamos con grandes guionistas-adaptadores como Andrew Davies o Sandy Welch, no porque no pudieran existir en España, sino porque no se les ofrecen estos trabajos. Guionistas, haylos. Y actores, y grandes fotógrafos. Escenarios: haylos. Falta voluntad.



Infancia e infierno

Infancia e infierno

Para escribir un comentario como éste debería inaugurar un nuevo tema en este blog con el nombre de ’Citas de libros’, pero no voy a hacerlo. De hecho, ya alguna que otra vez he puesto citas de libros (recuerdo una sobre la casa, de Pascal Quignard), y seguramente esta cita de hoy tampoco será la última.

¿Y por qué Bernhard, hoy? ¿Cuando es primavera, el curso se acaba, yo estoy razonablemente feliz, mis orquídeas florecen lujuriosamente, acabo de leer el magnífico libro de Robertson Davies, Ángeles Rebeldes, y tengo un fin de semana perfecto en perspectiva? Pues porque el alma humana está llena de misterios.

Bernhard es el oscuro. El hijo de Kafka (aunque bien podría ser su padre); en su literatura, la soledad y de la obsesión circulan por el laberinto; es un pesimista sarcástico y se burla cruelmente de todo lo respetado y respetable. En Maestros antiguos , que es también el único sitio de su literatura donde nos habla de ese ser que él amó y que perdió ( y lo hace maravillosamente, sin desvelarnos nada, sólo diciendo lo que dice... que es lo que hay que decir cuando se vive o se muere esa experiencia aterradora), nos cuenta la historia de un hombre que a días alternos se sienta en una sala del Museo de Arte de Viena para contemplar un cuadro de Tintoretto. Reger es observado y reseñado por un narrador (Atzbacher), que testifica no sólo lo que ve, sino lo que piensa Reger, y no sólo lo que piensa sino lo que cree que dice o dice al vigilante de la sala Bordone, Irrsingler. Reger escribe para The Times, pero en realidad y fundamentalmente, observa el cuadro de Tintoretto, El hombre de la barba blanca. Delante de ese cuadro es donde encuentra la temperatura ideal para pensar y escribir, e incluso para beber un vaso de agua.

La prosa de Bernhard me envuelve:

" Mi padre era un hombre sin sentido musical, dijo, mi madre tenía sentido musical, según creo, incluso mucho sentido musical, pero con el tiempo su marido le había quitado la musicalidad. Mis padres eran un matrimonio espantoso, dijo, se aborrecían en secreto, pero no podían separarse. La propiedad y el dinero los mantenían unidos, ésa es la verdad. Teníamos muchos cuadros, bellos y costosos, colgados de nuestras paredes, dijo, pero durante decenios no los miraron una sola vez, teníamos muchos miles de libros en las estanterías, pero durante decenios no leyeron ni uno solo de esos libros, teníamos un piano Bösendorfer, pero durante decenios nadie lo tocó. Si la tapa de ese piano hubiera estado soldada, no se hubieran dado cuenta en decenios, dijo. Mis padres tenían oídos, pero no oían nada, tenían ojos, pero no veían nada, sin duda tenían un corazón, pero no sentían nada. En medio de esa frialdad me críe yo, dijo. Toda mi infancia no fue otra cosa que una época de desesperación. Mis padres no me querían y yo tampoco los quería. No me perdonaban el haberme hecho, en toda su vida no me perdonaron el haberme hecho. Si existiese el infierno, y naturalmente que existe el infierno, dijo, entonces mi infancia fue el infierno. Probablemente la infancia es siempre un infierno, la infancia es el infierno, da igual qué infancia sea, es el infierno. La gente dice que ha tenido una hermosa infancia, pero sin embargo fue el infierno".


Cadencia. A veces la literatura es eso; ritmo respiratorio de las palabras. Verdad airosa.


Thomas Bernhard, Maestros antiguos, Alianza editorial, Madrid, 1999. (Versión española de Miguel Sáenz).

La elegancia del erizo, de Muriel Barbery

La elegancia del erizo, de Muriel Barbery

Mi compañero de Departamento, Gonzalo, me ha regalado esta deliciosa novela francesa. No se trata de nada especialmente profundo o logrado desde el punto de vista narrativo, pero sí es una historia peculiar, la del encuentro de tres personas ’diferentes’: la portera del edificio sito en el 7 de la calle Grenelle, Renée Michel, lectora insaciable y erudita oculta; Paloma, la niña superdotada de los Josse, y el japonés Kakuro Ozu.
Lo de menos son las disquisiciones de la portera sobre temas filosóficos (la autora es filósofa). Lo más interesante resulta el entramado que se forma entre esos ’exiliados’, entre los que podemos incluir a Manuela, la criada portuguesa, única amiga de la señora Michel.
La historia de esta amistad, basada en la exclusión del mundo burgués, no pasa de la superficialidad. La niña quiere suicidarse y quemar el inmueble, la señora Michel quiere esconderse de los otros tras la apariencia anodina de una portera ’normal’, porque no quiere ser molestada en sus estudios; Kakuro, a través de su amor por Tolstoi, reconoce a Renée como una igual (en su diferencia), y es la única habitante del inmueble que le interesa, aparte de la estudiosa de japonés y niña superdotada, Paloma, con quien establece una alianza.
Desde el punto de vista puramente narrativo, la obra no ofrece sorpresas más allá de una variación del punto de vista bastante predecible.
Es una novela que ganó el premio de los libreros franceses en 2007 y vale la pena leerla. Es entretenida, tierna e irónica.

Muriel Barbery, La elegancia del erizo, ed. Seix Barral, Barcelona, 2008. (Traducción de Isabel González- Gallarza).

La Jardinera, de Violeta Parra




Aquí os dejo esta canción de la inmortal Violeta Parra, cantora y artista de los pies a la cabeza, chilena y de todo el mundo:

Para olvidarme de ti
voy a cultivar la tierra,
en ella espero encontrar
remedio para mis penas.

Aquí plantaré el rosal
de las espinas más gruesas,
tendré lista la corona
para cuando en mi te mueras.

Para mi tristeza violeta azul,
clavelina roja pa mi pasión
y para saber si me correspondes
deshojo un blanco manzanillón.
Si me quierés mucho, poquito, nada,
tranquilo queda mi corazón.

Creciendo irán poco a poco
los alegres pensamientos
cuando ya estén florecidos
irá lejos tu recuerdo.

De la flor de la amapola
seré su mejor amiga,
la pondré bajo la almohada
para dormirme tranquila.

Cogollo de toronjil,
cuando me aumentan las penas
las flores de mi jardín
han de ser mis enfermeras.

Y si acaso yo me ausento
antes que tú te arrepientas
heredarás estas flores,
ven a curarte con ellas.



Fuente: musica.com

Violeta Parra






La música del azar, de Paul Auster

La música del azar, de Paul Auster

A pesar de que Auster es uno de mis narradores preferidos, este libro concreto se me había venido resistiendo. Más de una vez lo comencé y todas las veces interrumpí la lectura. La historia no conseguía atraparme. Tras varios meses, quizá hasta dos años...he subido la cuesta o más bien, he ido completando el muro.

Jim Nashe es uno de esos personajes austerianos que lo pierden todo, menos la generosidad. Y otro más que recibe una inesperada herencia que le permite moverse con libertad por toda la unión americana. Jim Nashe, a punto de gastar el total de la herencia y tras un larguísimo periodo de soledad absoluta, encuentra a Jack Pozzi. La historia en realidad comienza ahí, cuando son dos. Cuando Nashe, inesperadamente, ’adopta’ a Jack, a ese turbulento, joven, apaleado, jodido bajito. De repente, sus esperanzas renacen y su capacidad de estar con otro se renueva con total frescura. Ya no está solo, ya no piensa como un solitario. Ah, pero ahora el destino, un destino digno de un buen discípulo de Kafka, lo espera. En ese momento, cuando la narración se hace irrealista y el mundo en el que penetra Nashe es otro mundo, la narración toma vuelo. Nashe se convierte en un símbolo, y su trabajo en una ordalía mitologizada. Ahora Nashe es un titán, un hombre que construye montañas con guijarros. Qué hermoso es este punto del texto.

Inevitablemente, sabemos que volverá la soledad. Que Pozzi desaparecerá. Queda la duda de si era o no era cómplice de este secuestro. Víctima o verdugo. Muerto o vivo. La historia de Pozzi queda en blanco, pero la de Nashe remonta más allá, al llegar el momento clave en el que por fin vuelve a ser dueño de su Saab rojo, pone las manos en el volante y, escuchando un cuarteto de cuerda del siglo XVIII encuentra la más hermosa manera de salir de esta vida: por una curva interminable.

Una muerte feroz y rápida. Quién la tuviera.


Paul Auster, La música del azar, Barcelona, Anagrama, 2001.





Un vacío

Un vacío

De ningún modo quise que supieras quién soy. Destruir la identidad ha sido siempre propio de mi sexo y entenderlo como sacrificio amoroso, propio del tuyo. Para escapar del lugar común, preferí no ser. A ese no ser que fui creíste amar.

Antonio López: En torno a mi trabajo como pintor

Antonio López: En torno a mi trabajo como pintor


Éste es un libro "hablado". En él se recoge el curso que impartió Antonio López en Valladolid. Trata de la relación de Antonio con la pintura, no sólo con la suya, sino también de sus diálogos con la otra pintura, la de los otros, la no figurativa, la internacional...

Se trata de un libro en el que lo que intuía sobre él queda aclarado. López es un pintor que sabe quién es, y que por eso mismo admite una relación misteriosa con la obra. Yo también pienso que la obra es inextricable. Es fruto de no se sabe qué misterio, de no se sabe qué secreto. Surge como milagro. A pesar de sus defectos, hay obras grandes. Algunas, firmadas por Antonio López.

Hablar de sí mismo, pintando. Buscarse, buscar el sitio (diría un taurino) y encontrarlo. Es una lucha, una lucha larga: a veces, muchas veces, dolorosa. Otras gozosa, como admite López con relación a su pintura de los años cincuenta y sesenta. Admite que ahí pintó con fuerza, con entusiasmo y con verdad.

La verdad, la verdad de la obra está, sí, muy por encima de cualquier otra consideración, aunque no alcanza, tampoco, a explicar la grandeza. Hay que equilibrar destreza con misterio, con búsqueda de la verdad, con diálogo interior para conseguir algo que trascienda la propia vida, la propia época. Algo que es más grande que el artista mismo y que sale de él, quién sabe por qué o de qué modo.

López cuenta la fe que inicialmente tuvo su tío Antonio López Torres en su capacidad y su llegada a Madrid a los 13 años. Y cómo encontró enseguida su sitio en ese sitio, y cómo pintó, con otros amigos y compañeros, (Lucio Muñoz, Enrique Gran, Feito), incesantemente desde entonces, buscando, equivocándose, sufriendo (como cuando pintó aquel óleo maravilloso y lleno de silencio, lleno de misterio de la Calle de Alcalá al amanecer).

La primera exposición...la relación con las galerías, el conocimiento de otros pintores a través de las revistas que llegaban a sus manos... muchos recuerdos llenan las páginas de este libro hermoso.

Y también la escultura, las maderas policromadas, el dibujo... la lucha con los materiales. La impotencia con el vacío del cielo en contraste con la habilidad de su esposa Mari.

La gestación de algunos de sus cuadros (Carmencita de comunión, 1960), y cómo los pintaría ahora.

Lo que importa a López es la luz y el aire. Es eso lo que hace el cuadro. Y la distancia, la perfección de las relaciones en los objetos que compone dentro del cuadro. Esa inmutabilidad que se respira en la atmósfera de sus obras y que no es más que un deseo de eternidad. Y un momento de intensa soledad. Todos los cuadros de López están habitados por un ser solitario: yo, que contemplo en silencio ese silencio.

Un libro hermoso. Sencillo y puro como López, como toda su pintura. Sincero.

Cito:

LA PERFECCIÓN EN EL ARTE

Yo sé que cosas mías - y me lo han dicho a mí- han pasado por etapas más afortunadas. De repente ha habido un verano que he estado dorando la luz de un paisaje todo el tiempo. Lo veía dorado todo. Y después, cuando se acababa la temporada, lo llevaba a casa y me han dicho " ¡pero si está demasiado amarillo! ". Bueno, pues a lo mejor, efectivamente, está demasiado amarillo, o no lo está, ¡qué se yo! No lo sé de cierto, pero no importa: es que no importa absolutamente nada. Eso que se llama la perfección no creo que exista ni en Velázquez, ni en ninguna obra humana: ¡No existe! Existe como sueño de nuestra mente. Entonces lo que sí existe es el deseo de hacer las cosas, y un impulso mayor: una especie de pulmones mayores o más pequeños, que tienen las personas que están trabajando ahí. (pp. 24-25).

Antonio López, En torno a mi trabajo como pintor, Ed. Fundación Jorge Guillén, Valladolid, 2008.


El dibujo que ilustra este post es Casa del pintor Antonio López Torres (1972-1975), de Antonio López.

El mono de Lord Rochester, de Graham Greene

El mono de Lord Rochester, de Graham Greene


A raíz de haber revisado la película El libertino, con Johnny Depp en el papel de John Wilmot, segundo conde de Rochester, poeta satírico y ’maudit’ en la época de Carlos II de Inglaterra, me acerqué a esta biografía escrita por Graham Greene.

El mono de Rochester alude a que el poeta libertino, en un gesto de provocación muy suyo, se hizo retratar ofreciendo la corona de laurel a uno de sus monos. Se reía, de este modo, de la Gloria y también de la Poesía.

Carlos II tuvo, en algún momento, esperanzas de que este poeta fuese para su reino un nuevo Spencer. No fue así. Rochester no sólo persistió en su vida licenciosa y en su caída vertiginosa en los vicios y sus consecuencias (sexo, bebida, enfermedades venéreas, tal vez locura), sino que también se dedicó a satirizar salvajemente, en poemas llenos de "inconveniencias", a la sociedad y a la corte de Carlos II y hasta al mismo monarca.

Algunos críticos han sugerido que el Edward Rochester de Charlotte Brontë está basado en John Wilmot, idea que me resulta realmente absurda, porque no hay una sola característica que estos personajes puedan compartir.

John Wilmot fue hijo de un caballero que siempre apoyó a Carlos I (ese rey inglés que fue decapitado públicamente, acusado de traición) y a su hijo Carlos II, en su exilio europeo. De modo que Carlos le concedió el título de conde (Earl), por sus servicios militares. A su tiempo, Wilmot heredó el título, pero no la lealtad de su padre. En la época de la Restauración, Rochester fue el niño mimado de Carlos, quien siempre esperó de él unos frutos que nunca llegaron.

A temprana edad, Rochester inició sus estudios en la universidad de Oxford, y después brilló en la batalla de en la que perdió a uno de sus mejores amigos. Greene considera que éste incidente pudo explicar el tremendo dolor que causó posteriormente ese cinismo militante del que Rochester hizo gala durante todo el resto de su vida.

Greene no sólo nos cuenta esta vida extraña, perdida, en cierto modo, en medio de una Inglaterra permisiva y profundamente amoral, en la que el mismo rey proponía un modelo de libertinaje nunca antes visto, no. Greene traza un fresco de esta sociedad de la Restauración. Y a veces parece sugerir que Rochester, al mismo tiempoq ue abraza sus vicios, también los desprecia.

En la biografía de Greene podemos ver cómo Rochester raptó a una de las herederas más codiciadas de la corte (Elizabeth Malet), con su consentimiento, por supuesto, logrando con ello una esposa hermosa, riquísima y muy cortejada por otros que, con mucho más dinero y prestigio que él, tuvieron que conformarse con mujeres menos espectaculares. Rochester, a pesar de estar endeudado de una manera crónica, no aprovechó las riquezas de su esposa, a la que descuida y engaña, pero a la que no roba (algo es algo). Con ella tuvo varios hijos, a los que escribe cartas llenas de sensatez y buenos consejos.

Parece que, en efecto y aunque pudiera parecer extraño o contradictorio, Rochester fue un buen padre a su modo. Al mismo tiempo, se enamoró perdidamente de una actriz, la señora Elizabeth Barry, que llegó a ser considerada una de las mejores de su tiempo y a la que se dice que él entrenó para que recitara con naturalidad, iniciando así una nueva etapa en la actuación, que hasta entonces era tremendamente artiificiosa.

El libro de Greene no sólo repasa la decadencia en la personalidad de Rochester y de su salud, minada por una sífilis: también cuenta la temporada (novelesca) en la que ejerció de médico ambulante (Doctor Bendo), y las aventuras, que terminaron tragicamente, con un grupo de amigos entre los que se contaban dramaturgos y nobles como el duque de Buckingham o George Etherege, que le hizo protagonista en su obra El hombre a la moda (1676),

La biografía de Greene tardó 40 años en ser publicada a causa de la censura. El personaje era demasiado escandaloso. Sin embargo, Greene nos lo presenta como un pecador cuyo arrepentimiento llegó a tiempo. En efecto, uno de los acontecimientos más destacados de la Restauración fue la retractación pública que hizo Rochester, que murió de sífilis, abrazando la religión que con fanatismo defendía su madre. Muchos de sus poemas, dibujos y papeles fueron destruidos por expreso deseo suyo después de su muerte.

Resulta un poco triste, aunque comprensible, que la obra se haya visto oscurecida por la fama de una vida escandalosa.

Que yo sepa, la obra de Rochester no ha sido traducida al castellano.

Graham Greene, El mono de Lord Rochester, ed. Península, Barcelona, 2007.


¿Quién no ama a Johhny Depp?

¿Quién no ama a Johhny Depp?

No puedo imaginar un actor más amable que Johnny Depp. Desde sus comienzos como Eduardo Manostijeras hasta hoy, me parece un actor coherente. Su apariencia no es extraordinaria y no la necesita: le basta con su mirada, tan expresiva, y con su voz y movimentos, tan adecuados siempre a lo que podemos llamar ’el hombre romántico’. Porque Depp encarna a ese hombre: contestatario, extraño, original, anticonvencional: es el pirata (Piratas del Caribe), el robot no terminado (Manostijeras) , el hombre justo enfrentado al más allá (Sleepy Hallow), el gitano errante ( The man who cried) , el poeta cínico y autodestructivo (El Libertino), el cineasta pobretón y fracasado (Ed Wood), el desperado que por salvar a su familia es capaz de todo (The Brave).

Aunque el concepto de hombre romántico da vida a todas estas actuaciones, no vamos a confundirlo con un héroe romántico. Una de las características de Depp es que humaniza a sus personajes. Ninguno está por encima de la realidad, ni siquiera los más fantasiosos. Todos tienen una humanidad que podemos ver y tocar y sentir.

Y todos son amables.

Herida (Damage), de Louis Malle



Hoy es día de Sant Jordi y quiero celebrarlo recordando esta hermosa, oscura película de Louis Malle, con un Jeremy Irons en el apogeo de su masculina belleza ( bordando uno de sus torturados personajes) y Juliette Binoche que, cuando está bien dirigida, hace verosímil cualquier personaje, por más extraordinario que sea. Basta recordarla como mendiga en la fabulosa Los amantes del Pont Neuf, de Leos Carax.
Hay muchos tipos de amor. Uno lleva a la muerte. Es el amor- pasión, el que no puede aguardar a llegar a la cama, el que comienza a desabrochar botones antes de que se abran las puertas del ascensor, o el que rompe la tela del vestido rojo para tocar antes la piel deseada. El amor que es una borrachera de deseo. Desbocado, absurdo, amor loco y destructor. Amor que te lleva al límite del dolor cuando, solo en una cama vacía, no puedes hacer otra cosa que doblar las rodillas y aguantar, en posición fetal, a que pase el remolino de emociones y el deseo de morir ahí mismo.
Amor que no conoce a nadie, amor que puede asesinar al hijo, al esposo, al padre con tal de cumplir su deseo. Amor que dio sentido a tu vida, a mi vida, en un momento que siempre vuelve a ser: eterno retorno. Rosa incorrupta, rosa abierta de sangre. Rosa herida.



Louis Malle, Herida (Damage, basada en la novela de Josephine Hart), Reparto: Jeremy Irons, Juliette Binoche, Miranda Richardson, Rupert Graves; Guión: David Hare; Dirección artística: Richard Earl; Diseño de Producción: Brian Morris; Fotografía: Peter Biziou; Montaje: John Bloom; Música: Zbigniew Preisner; Productores: Louis Malle, Simon Relph, Vincent Malle; Vestuario: Milena Canonero (Francia, Reino Unido, Alemania, 1992).







El lector, de Pascal Quignard

El lector, de Pascal Quignard


Hace poco escribí un comentario sobre la bellísima obra de Quignard, Le lecteur, editada por Gallimard en el 76. Ha aparecido la traducción castellana. Por una vez, debo decir que la edición española no sólo es tan bonita y elegante como la de Gallimard, sino que, mejor todavía, es más barata (13,50 €).
La edición consta además de un prólogo (Pascal Quignard, riesgo, trance y feracidad de la lectura), y notas a cargo del traductor, Julián Mateo Ballorca, así como de una cronología biobibliográfica de Quignard, todo lo cual se agradece.
Por otro lado, y para seguir con el Plan, encontramos una reproducción de Hammershøi y dos más de Rembrandt.
Lo único que quisiera, como lectora del gran escritor francés, es que las traducciones de sus libros no estuvieran dispersas en una docena y media de editoriales distintas y que no fueran tan tardías...

Pascal Quignard, El lector (prólogo, traducción y notas de Julián Mateo Ballorca), cuatroediciones, Valladolid, 2008.


Leyendo a Pascal Quignard...

Leyendo a Pascal Quignard...

Hace tiempo que no encuentro interlocutores. Cada vez me resulta más difícil relacionarme con la sociedad de los hombres, con la humanidad. Mis únicos instrumentos para hacerlo son los libros. Y los libros de Quignard son mi ventana, mi ventana interior.

Dentro de la casa silenciosa, la página ilumina y dialoga.

Por casualidad encontré la semana pasada, en La Central, el primer tomo de los Petits traités, editados (en su primera edición de 1990), por Maeght Éditeur. Es una edición preciosa. Sólo el primero de los ocho tomos. Aún así, lo compré, a riesgo de no poder encontrar los siete restantes.

La condición de este amor es el aislamiento.


" Quand le silence paraît, tout perd face, ce qui disparaît survient. Les livres sont cette face perdue, pertes de sens, visages morts. De bois. Obscurs. Silencieux." (p. 109).


Algunos actores favoritos

Todo el mundo sabe que tengo gustos raros. Por gustos raros entiendo que me gustan los libros y las pelis que poca gente ha leído o visto, y que me fijo en autores o actores o actrices o directores que no son precisamente ’populares’. Algunas veces esto me resulta simpático, sentirme así, tan exótica para los demás (incluidas mis hijas o mis mejores amigos). Y para que consta una vez más de ello, aquí os va una lista ’rara’, como yo misma: la de actores no muy conocidos o no muy populares que a mí me encantan y que han actuado en películas que considero relevantes:


* Tim Robbins en Código 46 de Michael Wintherbottom (2003) y La vida secreta de las palabras de Isabel Coixet (2005). Un actor larguilucho y desgarbado, con una sensibilidad a flor de piel.

* Ciaran Hinds, un actor irlandés, en Persuasión (1995) y El alcalde de Casterbridge . Por cierto que para que se vea que todo es inescrutable, Wintherbottom filmó majestuosamente una versión adaptada de El mayor... con Sarah Polley, co-protagonista de Robbins en la peli de Coixet, con el nombre de The Claim. Tal vez Ciaran os suene porque ha sido el Julio César de la serie Roma.

* Alan Rickman en Sentido y sensibilidad de Ang Lee ( 1995) y en Tierra de armarios, con Madeleine Stowe , de Rahda Bharawdaj (1991). Aparte de sus actuaciones, me encanta su voz.

* Miguel Ángel Solá en Fausto 5.0 (2001) y La playa de los galgos, de Mario Camus ( 2002). Me gusta su sobriedad y su talante concentrado.

* Pascal Greggory en Gabrielle y en La reina Margot, ambas de Patrice Chéreau. A pesar de que ha tenido una época de crisis, lo encuentro un actor eficaz, con una gran presencia escénica y un carisma especial.

* Romain Duris en Arsène Lupin, Molière, o De latir, mi corazón se ha parado (2005). Es un actor cuya energía voraz traspasa la pantalla. Tiene una gran personalidad, que pone al servicio de su oficio.

* André Dussollier en La fortuna de vivir de Jean Becker, una de mis películas favoritas y Un corazón en invierno,de Claude Sautet, con el gran Daniel Auteuil. Ganó un César con On connaît la chanson, de Resnais. De él me gusta su ductilidad: todos los papeles que hace están bien hechos. Un actor sólido.

* Benôit Magimel en La pasión del rey y La dama de honor de Chabrol. Como Greggory, ha tenido el mérito de sobresalir al lado de ese monstruo de la pantalla que es Isabelle Huppert (Greggory en Gabrielle, Magimel en La pianista, ese Chabrol inolvidable...) Además, Magimel es hermoso como un dios griego.

* Klaus Maria Brandauer, en la trilogía centroeuropea de István Szabó: Mephisto, Coronel Redl y El Adivino.

* Bruno Ganz en Nosferatu de Werner Herzog y La marquesa de O de Eric Rohmer. Ambos actores frecuentan poco la pantalla: son actores de teatro. Pero ambos, cada vez que incursionan en el cine, dejan actuaciones memorables.

* Daniel Brühl en Salvador y Ladies in Lavender, con dos de las grandes damas del cine británico, Judi Dench y Maggie Smith, ahí es nada o Good bye Lenin. Una carita joven, un actor fresco y con gran capacidad, como ha demostrado encarnando a Puig Antich.

Fragmento de Sonata del claro de luna, de Yannis Ritsos

Fragmento de Sonata del claro de luna, de Yannis Ritsos

Acabo de encontrarme con este hombre y con este poema. He aquí un fragmento, que lanzo a la blogósfera como quien lanza un mensaje en una botella :

Nos sentaremos un momento arriba, en lo alto,
y con el soplo de la primavera
podremos incluso imaginar que volamos,
porque muchas veces, y aún ahora, confundo
el susurro de mi vestido
con el de dos fuertes alas que se agitan,
y envuelta en ese sonido de vuelo
siento prieto el cuello, las costillas, la carne,
y así, hecha un ovillo, entre los músculos del
cielo azul,
entre los vigorosos nervios de la altura,
ya no importa si voy o si vuelvo,
ni tiene importancia que haya encanecido mi
cabello
(no es eso lo que me apena -lo que me apena
es que no encanezca también mi corazón).
Deja que vaya yo contigo.

Ya sé que cada uno anda solo en el amor,
solo en la gloria y en la muerte - solo.
Lo sé, lo he probado. No sirve de nada.
Deja que vaya yo contigo.

Yannis Ritsos, Sonata del claro de luna, Barcelona, Acantilado, 2008.P. 11.

Bertold Brecht en Poemas y canciones

Bertold Brecht en Poemas y canciones

Fue un día del azul septiembre cuando,
bajo la sombra de un ciruelo joven,
tuve a mi pálido amor entre los brazos,
como se tiene a un sueño calmo y dulce.
Y en el hermoso cielo de verano,
sobre nosotros, contemplé una nube.
Era una nube altísima, muy blanca.

Cuando volví a mirarla, ya no estaba.

Pasaron, desde entonces, muchas lunas
navegando despacio por el cielo.
A los ciruelos les llegó la tala.
Me preguntas: «¿Qué fue de aquel amor?»
Debo decirte que ya no lo recuerdo,
y, sin embargo, entiendo lo que dices.
Pero ya no me acuerdo de su cara
y sólo sé que, un día, la besé.

Y hasta el beso lo habría ya olvidado
de no haber sido por aquella nube.
No la he olvidado. No la olvidaré:
era muy blanca y alta, y descendía.

Acaso aún florezcan los ciruelos
y mi amor tenga ahora siete hijos.
Pero la nube sólo floreció un instante:
cuando volví a mirar, ya se había hecho viento.


El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez

El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez

Releer la novela que a Gabriel García Márquez y a mí nos parece su mejor obra, al anochecer, mientras que por las mañanas me dedico a la narrativa femenina del XIX inglés, puede sonar esquizofrénico pero ¿a quién le importa? El mundo de los lectores es así de contradictorio y conflictivo.

¡Cómo he disfrutado! He pasado las mañanas en los páramos de Yorkshire, escuchando a Catherine Earnshow llamar a Heatchcliff con desesperación, mientras que por las noches he paseado por esa ciudad colombiana agobiante de calor, en la que el río resulta ser el mejor camino para un amor eterno, un amor que sobrevivió a su propia hecatombe con la singular obsesión de Florentino Ariza por la esquiva. cambiante, extraordinaria Fermina Deza. Todas las tardes, desde que volvió de Europa, he acompañado al doctor Juvenal Urbino en sus visitas médicas, y me he rendido por fin a los encantos de la señorita Lynch anhelando que Fermina no oliera las ropas del doctor y no descubriera su secreto. He jugado al ajedrez con Jeremiah de Saint-Amour y he ido y venido con las ciento cuarenta y tres cartas que Florentino Ariza escribió durante un año a Fermina tras la muerte de su marido. He temido que ella quemase las cartas sin leerlas. Me he alegrado de que no lo hubiese hecho, y de que, tras cierto tiempo, esas cartas obtuvieran una respuesta. He visitado con ella la hacienda de Hildebranda Sánchez, me he escondido en los lavabos con las primas a fumar los cigarrillos prohibidos, y he buscando con la vista los extintos manatíes en esa travesía que acabaría siendo perpetua, una travesía de toda la vida, de todo el tiempo que nos queda en este mundo. hasta encontrar al último de todos, abrazado a la madre en aquel rincón del río que también lleva los cadáveres de los muertos del cólera.

No sin un guiño del Plan, he descubierto que Florentino llegó a tener negocios con Joseph Conrad casi cuando (en otro momento), revisaba la obra de Patrice Chéreau, Gabrielle (2005), basada en un relato de Conrad (El retorno) con Isabelle Huppert y Pascal Greggory. Y he encontrado en la película francesa un matrimonio que pudo ser similar al del doctor y Fermina, pero por supuesto sin el incidente adúltero.

Con cuánto amor, con cuánta exacerbada enajenación vive el lector en unos cuantos días ese relato que abarca más de medio siglo de obsesión y de locura, y con cuánta curiosidad vemos a Florentino en brazos de todas esas amantes que no pudieron sustituir el perfume evanescente de Fermina en su alma. Qué pena nos da Escolástica, qué lágrimas vertemos por el inocente y turbio amor de la niña América Vicuña, verdadero antecedente de la niña adorada de Memoria de mis putas tristes . Todo libro nace mucho antes de ser escrito y América está aquí prefigurando aquella adolescente dormida de la nouvelle de 2004*.


Gabriel García Márquez El amor en los tiempos del cólera. Mi edición es de La Casa de las Américas, Cuba, 1986, pero naturalmente, hay otras mucho más recientes, como Barcelona, Mondadori, 2008.

* Gabriel García Márquez, Memoria de mis putas tristes, Barcelona, Mondadori, 2004.


Dinero y amor: Catherine Earnshow y Jane Eyre

Dinero y amor: Catherine Earnshow y Jane Eyre

Algunos especialistas opinan que el otro yo de Jane Eyre, aquel que está al otro lado de su espejo, es Bertha Mason, la esposa escondida en el tercer piso de Thornfield Hall. Incluso algunos, haciendo uso de estudios psicoanalíticos claramente anacrónicos con la novela de Charlotte Brontë, han señalado que Bertha es la sensualidad que Jane no se atreve a dejar salir y que encarna su violencia y su rabia (ocultas) ante la sociedad patriarcal de la época. Bertha, según estos investigadores, lleva a cabo todas sus acciones en reacción directa a los temores y a las fobias sexuales y pasionales de Jane. Estas elucubraciones siempre me han parecido absurdas. En cambio, Catherine Earnshaw sí puede ser considerada la anti-Jane. Doy por supuesto que ambas hermanas, Emily y Charlotte, guardaron para sí la creación de estos extraordinarios personajes femeninos mientras los escribían en la vicaría de su padre, Patrick Brontë. En primer lugar, el escribir es siempre una cosa demasiado íntima para ser considerada como tópico en una conversación familiar, y más todavía cuando sabemos que Emily era extraordinariamente reservada, casi de una manera autista y Charlotte sin duda lo fue también. Por ejemplo, en sus cartas a su mejor amiga, Charlotte jamás mencionó la creación de Jane Eyre. Es como si no la estuviese escribiendo: queda al margen de sus confidencias.

Para mí, la anti Jane Eyre es Catherine Earnshow, de Cumbres Borrascosas. Cathy es inmisericorde, es ambiciosa, es egoísta, es monstruosamente manipuladora, es coqueta y tiene un corazón desgarrado que vacila entre Edgar Linton y Heathcliff, y que a los dos daña, dañándose antes (y en primer lugar), a sí misma. Cuando está a punto de morir, y ante los reproches de Heatchcliff, Cathy reconoce que ella misma ha sido ’el ministro de su mal’ (como dijera Francisco de Aldana), pero no permite que ninguno de los dos amantes se quede sin su buena ración de insuperable sufrimiento. Hay un ingrediente tremendamente destructivo en Catherine, al margen de su ambición: " ¡Entre tú y Edgar habéis destrozado mi corazón, Heathcliff, y los dos venís a mí para lamentaros de lo sucedido, como si fuerais dignos de compasión. Pues no pienso compadeceros, ya lo creo que no, Me habéis matado...".

Jane Eyre, en cambio, desde el momento en que se enamora ( contra su propia voluntad), de Edward Rochester, se entrega exclusivamente a este amor sin pensar jamás en otra cosa que no sea él. Y aunque, en el último tercio del libro, se ve tentada por St. John Rivers para entregarse a la labor misionera en el ’papel’ de su esposa, ella sabe que no puede hacerse amar por este hombre frío y duro, que sólo quiere entregarse al amor de Dios. Jane reconoce ante Diana que quizá, debido a las cualidades de St. John, podría en algún momento llegar a amarlo, pero sabe que ese amor se asfixiaría en sí mismo, pues él jamás podría corresponderla como lo había hecho Rochester. Y entonces Jane sería víctima de un sufrimiento insoportable. Por ello ofrece a St. John el único sacrificio que podría hacer por él: acompañarlo en su misión a la India, pero como una igual, no como una esposa. Es curioso que ella se plantee esto como un dilema con relación a Rivers y no con relación a Rochester, porque en general, la esposa decimonónica es, por definición, inferior al marido. Deja de tener autonomía económica (ya que él será el dueño de todo lo que posea), será su esposa obediente, su propiedad. Por ello, Jane no puede casarse con St. John y en cambio desearía haber podido hacerlo con Rochester, puesto que Rochester la ha amado precisamente como a una igual, mientras que St. John la ve siempre como una subordinada. Desde la segunda conversación, Edward le deja claro ’que no desea tratarla como a una inferior’ . Así lo reafirma en la escena de la declaración amorosa: " Así es: somos iguales (...) Aquí está la que es igual a mí, la que será mi segundo ser, mi mejor compañera en la tierra. (...) Te ofrezco mi mano, mi amor y todas mis posesiones"...

De modo que Rochester, al revés que los personajes de Cumbres Borrascosas, no contempla la situación de clase como un elemento de dominio.Y una vez que se ha establecido la relación, cuando la señora Fairfaix hace notar a Jane que no debería saltarse su lugar (en el mundo, en la sociedad) aceptando esta desigual relación y Jane transmite esta opinión a Rochester, él responde: "Tu lugar está en mi pecho". Jane no da importancia a esta convención económica o social en ese momento. Su mirada hacia él o hacia Blanche Ingram está desposeída del concepto ’dinero’ o ’clase’. Las prioridades de Jane son morales y éticas y por ellas se guía absolutamente. Ella sabe que es digna de Rochester y que ambos son de la misma condición, mucho más que Blanche, con quien él no tiene nada que ver: "La señorita Ingram no daba la talla para despertarne celos, era demasiado poca cosa". Jane se juzga y se sabe muy superior a Blanche y por ello es incapaz de sentir celos de esa muñeca frívola, aunque sea noble y hermosa y Jane se describa a sí misma como "pobre, fea, obscura y pequeña" (Poor, plain, obscure and little).

Sin embargo, cuando Rochester ha conseguido el anhelado "Sí, Edward, me casaré contigo", él, de manera desconcertante, desea dar constancia de su amor por Jane tratándola como ha tratado antes a su amante, Céline Varens: dándole regalos, intentando cubrirla de joyas, comprándole vestidos y anunciándole que si bien ella ahora lleva las riendas de la situación, después, él la llevará atada a su pecho como lleva la cadena de su reloj. Lo dice en broma, pero realmente, Jane siente en ese momento que él la quiere transformar en otra y pretenderá cosificarla: "Entonces ya no seré tu Jane Eyre". Jane teme la dependencia económica absoluta que después de su abandono de Thornfield, tras el terrible descubrimiento del secreto de Rochester, quedará conjurada por la cuantiosa herencia que recibe de su tío John Eyre desde Madeira. Esta herencia la convierte por fin en igual a Rochester en términos económicos y le permite por fin acceder a su hombre con todas las seguridades que una situación independiente le otorgan.


Catherine Earnshaw reacciona de muy distinto modo. Desde la llegada del "gitano" que su padre ha encontrado vagando sin rumbo ni destino por las calles de Liverpool y que se lleva a su casa otorgándole el mismo nombre que a un hijo ya fallecido, Heathcliff estará marcado por la desigualdad de su nacimiento, misterioso y seguramente infamante. Nelly, la criada de la casa, le dirá en alguna ocasión que, al desconocer absolutamente su origen, puede fantasear con que es, en realidad, el hijo de un príncipe extranjero o de algún desconocido potentado. Pero Heathcliff es y será siempre un marginado, un ser extraño, ajeno: el "otro". Su carácter salvaje y su oscura piel, su violencia congénita no son más que las marcas de esta otredad radical, que se presente ante la agresiva mirada de Hindey, su enemigo radical, su rival natural dentro de la casa. Heathcliff es un ladrón: roba a Hindley el amor de su padre. Y cuando éste muere, el hijo le hará pagar caro esta suplantación ignominiosa para él, rebajándole y humillándole constantemente y estimulando así el caldo de cultivo de la posterior venganza, cuando le robará la casa, el hijo y la poca dignidad que le quedaba.

Cathy y Heathcliff son dos ramas de un arbusto salvaje, expuesto a la violencia de los vientos del páramo y como él indomables; están unidos por un amor asocial, anticonvencional, en el que no puede entrar nadie. Un amor que no puede prosperar en la medida en que Cathy no puede desclasarse, no puede alejarse de la sociedad, ni siquiera en el páramo. Cathy tiene 15 años cuando se da cuenta de que desea ser una señora, poseer trajes bonitos, tener una casa linda, tomar el té...ser, como ella dice, la señora más importante de la comarca, y esto no puede dárselo Heathcliff. De modo que Edgar Linton, a quien aprecia por su elegancia, por su educación, por ser distinto a ella y a Heathcliff, resulta la opción deseada. Sin saber que Heathcliff escucha, Cathy razona que no puede vivir con Heathcliff porque ambos se convertirían en dos vagabundos y dice la frase que condenará a los dos amantes al infierno que vendrá después: " Casarme con Heathcliff me degradaría".

Catherine traiciona así la promesa hecha a Heathcliff: "No te abandonaré nunca, jura que tú tampoco te irás"(...) por el dinero y la refinada vida en la granja de los Linton. De este modo, Cathy hace lo que Jane nunca hizo: dejar de lado sus sentimientos en favor de una ambición económica y social: "Yo soy Heathcliff", le dice a Nelly después de comentarle que ha aceptado la oferta de matrimonio de Linton ¡Qué paradoja! Cathy no es consciente de esta contradicción mortal. En esa misma noche fatídica, Cathy tiene la certeza de que ha obrado mal aceptando a Edgar: confiesa que su afecto por él es como el follaje de los árboles, que cambia con las estaciones, mientras que el amor que siente por Heathcliff es como las rocas del páramo: permanece siempre. Es la ambición la que la hace aceptar esa boda monstruosa que va contra su naturaleza.

La huida del despreciado sólo puede traer consigo la tragedia, que desde el momento en que se concierta la boda entre Cathy y Edgar comienza a rondar tanto Cumbres Borrascosas como la granja de los Linton. Más o menos a los trece años, ella le había reprochado a Heathcliff que no tuviera conversación, que estuviera siempre sucio, que fuera, en suma, un bruto o un salvaje. De modo que él se irá (no sabremos nunca adónde) para volver convertido en un caballero, pero sólo externamente. En su interior no es más que una fiera salvaje, herida de muerte por la decisión equivocada de Cathy Earnshaw.

Cuando Jane abandona a Rochester, lo hace para ser fiel a sus creencias y a sus principios: no puede convertirse en su esposa y por lo tanto, no debe convertirse en su amante. Pero esta decisión la toma doliéndose profundamente por el sufrimiento que va a causarle a él. Y curiosamente, no se siente orgullosa de su decisión: se va contradiciendo su propio corazón, y odiándose por el daño que va a hacerle a Rochester, a quien perdona inmediatamente. Sus sentimientos por él son siempre de disculpa, de comprensión, de pena y sus palabras, al despedirse, son extrañamente paradójicas y desde luego, muy generosas, porque le dice "Que Dios lo bendiga, mi querido dueño. Que Él le proteja de todo mal, le sirva de guía y de consuelo, y le pague todo el bien que me ha hecho".

Cuando Cathy va a morir, víctima del dolor que le produce no poder ser de Heathcliff ni poder amar como debe a Linton, tanto como de un mal parto, dice: " ¡Ojalá pudiera abrazarte hasta que nos llegara la muerte a los dos! -continuó con amargura-. No me importaría que sufrieras. No me importan nada tus sufrimientos ¿Por qué no has de sufrir? ¡Yo lo hago! ¿Te olvidarás de mí, serás feliz cuando yo esté bajo tierra?".

Cathy anuncia que nunca descansará en paz. Catherne está en las Antípodas de Jane y es, desde mi punto de vista, su verdadera imagen inversa en el espejo.


Emiliy Brontë, Cumbres Borrascosas, Siruela, Madrid, 2007 (Prólogo de Alejandro Gándara, traducción y notas de Cristina-Sánchez Andrade)

Una blanca palomita

Mi prima Paloma, la persona con la que más me siento identificada, me va a venir a visitar. Estoy muy contenta.


Ricardo III, de William Shakespeare

Ricardo III, de William Shakespeare


En algunas clases dedicadas a Lope, no he podido menos que compararle con el cisne de Avon. No es una comparación halagadora para el Fénix, lo sé. Es inevitable comparar la ’invención’ de Lope sobre el arte nuevo de hacer comedias, en cuanto al número de actos, que él reduce a tres, y lo que esto conlleva para el teatro : el ritmo de la obra lopesca se acelera y esto va en lucimiento de la acción y en detrimento de la psicología. Lo hemos visto claramente cuando hemos analizado El caballero de Olmedo, una de las lecturas prescriptivas. Lope es un gran poeta, pero su drama no es más que un drama sentimental de fábrica, en el que el caballero no resalta por nada (excepto por ser un buen alanceador de toros), o sea, por ser un buen deportista. Sus sentimientos por Inés no son expresados más que superficialmente, a través de un flechazo, y su amor no se desarrolla ante nuestros ojos en ningún momento. Ya sé que es injusto comparar esto con los dramas históricos de Shakespeare, entre otras cosas porque Shakespeare, en sus cinco actos, pudo ’analizar’ o mejor dicho, pudo criticar con tremenda profundidad la ambición de poder porque la dinastía reinante en Inglaterra ya no era ni la de los Lancaster ni la de los York. Una vez triunfaron los Tudor (precisamente tras la caída de Ricardo III), se pudo cuestionar y poner en escena todo aquel magma fabuloso ( y crudelísimo), de la historia inglesa. Cosa que Lope no pudo hacer (tampoco sabemos si le habría interesado). Los reyes en Lope son siempre justísimos, bonísimos, garantes absolutos de la Justicia (con mayúscula). No hay color. Tampoco podemos olvidar que el pentámetro yámbico de Shakespeare resulta inmensamente mejor para los lectores actuales que la polimetría de Lope y su rima. No podemos concebir mejor retrato psicológico de la AMBICIóN (con mayúsculas), que el de Ricardo III, ni mayor truculencia bien resuelta que en Macbeth, o Titus Andronicus.

Bien de todos modos, estas clases me han arrojado de nuevo en los amados brazos de Will Shakespeare, a quien tanto me gusta manosear de vez en cuando. En clase hemos visto su Macbeth (Orson Welles), y ya en casita, he releído su Ricardo III, únicamente para mi placer.

Ricardo III fue uno de los grandes éxitos de Shakespeare desde su estreno, junto a los que cosechó con Romeo y Julieta y Hamlet, y ha sido una de sus obras más representadas. Incluso más que la del príncipe de Dinamarca. Shakespeare se basó muy literalmente en una crónica escrita por Sir Thomas More, La historia del rey Ricardo III, incluida en una crónica de Richard Hall sobre la guerra de las Dos Rosas; The Union of the Two Noble and Ilustrious Families of Lancaster and York.


La guerra civil inglesa o Guerra de las Dos Rosas, enfrentó a las dos familias más importantes del reino, los Lancaster y los York, que deseaban y luchaban por el poder absoluto del gobierno de Inglaterra.

Ricardo III es la historia truculenta y casi inverosímil de un auténtico criminal, de un psicópata que mata sin sentir remordimiento alguno a sus seres más cercanos para lograr el poder. Es una obra que disecciona, con extremada precisión, la ambición, el anhelo de poder y cómo ese anhelo corrompe hasta la última fibra del alma de un hombre al que se le puede considerar un humano chacal, o un jabalí salvaje. animal con el que es comparado muchas veces en la obra que nos ocupa.

Ricardo, duque de Gloucester y perteneciente a la casa de York, había matado ya (cuando comienza la obra), a Enrique VI de Lancaster y a su hijo, su heredero y príncipe de Gales, Eduardo. Ricardo era el tercero de los hermanos de la casa de York, y por ello, la corona (tras los asesinatos de los dos Lancaster), fue a parar a su hermano mayor, Eduardo IV (sí, la corona inglesa es un lío de Enriques, Eduardos, Margaritas e Isabeles, tanto como la Española lo es -aunque por suerte, con una sola línea sucesoria-, con los Felipes, Fernandos, Margaritas, Isabeles y Marianas).


Termina la guerra civil con el acceso al trono del hermano mayor y Ricardo comienza la obra con ese extraordinario monólogo que dice:

Now is the winter of our discontent...


Deforme físicamente y por lo tanto, no apto para la vida cortesana, decide convertirse en un villano y matar, matar, matar, hasta llegar a ser coronado rey de Inglaterra. De esa corona le separan varios parientes: a todos conseguirá apartar de su camino de la manera más vil y tortuosa: por razones políticas, cortejará y se casará con la viuda de Eduardo de Lancaster, Anne, en una de las escenas más extraordinarias de la trayectoria teatral de Shakespeare en la que presenta una cortejo necrófilo: el cadáver del marido está de cuerpo presente en la misma sala donde se encuentran su jovencísima viuda y su asesino. Mandará matar a su hermano, el duque de Clarence, a quien hace ahogar en un barril de vino de malvasía reteniendo una orden de perdón de su hermano mayor, el rey; ëste, enfermo y culpándose de la muerte de su inocente hermano, morirá pronto, en parte por los remordimientos. Pero Ricardo debe entonces eliminar a ciertos hombres del Consejo del reino que son leales a su rey y a sus herederos legítimos, los pequeños hijos de Eduardo IV : Eduardo, principe de Gales y Ricardo, duque de York, dos inocentes niños de 12 y 7 años, respectivamente, a quienes Ricardo aloja en la Torre de Londres y a quienes envía un asesino. Preocupado por la muerte de estos niños, el consejo es consciente de que Ricardo pretende hacerse con el poder, y Ricardo sabe que debe desafiarlos. Por ello, excenifica una cruel pantomima, auxiliado una vez más por su fiel secuaz, Buckingham, quien ya se ha encargado de esparcir el rumor de que los niños son ilegítimos. Buckingham es tal vez, como algunos piensan, el personaje más desvaído de Shakespeare. Secuaz de Ricardo, ejecutor de las órdenes del multiasesino, cuando se topa con la orden de matar a los niños recula, pide, en mal momento, su recompensa: el ducado de Hereford que le había sido prometido. Pero Ricardo está furioso y se lo niega. Buckingham entonces, sin mayores explicaciones por parte de Shakespeare decide dejar a su señor y pasarse al bando de Richmond (luego Enrique VII, de la casa Tudor). Mata también a su esposa, la joven Anne, que había sido antes la mujer del príncipe de Gales ( de la casa de Lancaster), porque ahora Ricardo quiere casarse con su sobrina, la hija de su hermano Eduardo, Isabel de York, que finalmente se casará con Enrique VII, terminando así la guerra civil inglesa con esta unión de los descendientes de ambas casas.


En medio de todo este baño de sangre y crimen, Ricardo se nos presenta como el personaje más cruel de los muy crueles personajes históricos de Shakespeare. Macbeth tiene remordimientos (y un corazón tan blanco....) Titus Andronicus actúa siguiendo las costumbres de justicia de su sociedad, y habiendo sido su hija Lavinia mutilada, violada y trastornada por la crueldad de los enemigos, no le queda más remedio que vengarse con la misma moneda y apela a la más cruel de las venganzas; pero siendo así, su venganza resulta justa y su violencia no resulta gratuita sino motivada.


En Ricardo III,, el personaje nos anuncia cada vez sus planes, nos hace sus confidentes, nos habla constantemente al oído. Ricardo funciona en la obra de dos modos: como personaje y como coro griego. Nos convierte, en cierto modo, en cómplices o voyeurs de sus crímenes. La implicación es tan poderosa como lo es el rechazo que nos embarga ante semejante personaje: asesino, mentiroso, manipulador, traicionero, vil. No es del todo cierto, históricamente, que Ricardo fuese realmente un ser deforme: pero Shakespeare utiliza esta metáfora para mostrarnos su alma monstruosa y corrrompida. Hace unos años se encontraron los esqueletos de dos niños en la Torre de Londres, dando la razón a la voz popular que consideró que estos niños habían sido asesinados por Ricardo. Parece que fue así, en efecto.

Ricardo, que durante toda la obra va asesinando con éxito a su hermano, a su mujer, a sus sobrinos, a miembros del Consejo, cae de manera espectacular. Inesperadamente. Richmond (el futuro Enrique VII), vuelve de Francia y Ricardo es abandonado por sus huestes, no sin antes vivir una escena similar a la de la cena de Macbeth con los fantasmas. Ricardo, la noche antes de la famosa batalla en la que pierde la vida, se ve asediado por los fantasmas de los muertos, y en un monólogo extraordinario, tan bueno como aquel de Lady Macbeth sonámbula o como el de Enrique V antes de la batalla de San Crispín, se pregunta y se responde, se habla, se ama, se odia, se aterroriza y se tranquiliza y parece prefigurar una sesión de psicoanálisis.

¡Ah, conciencia cobarde, cómo me afliges! Las luces arden como llama azul. Ahora es plena medianoche. Frías gotas miedosas cubren mi carne temblorosa. ¿Qué temo? ¿A mí mismo? No hay nadie más aquí: Ricardo quiere a Ricardo; esto es, yo soy yo. ¿Hay aquí algún asesino? No; sí, yo lo soy. Entonces, huye. ¿Qué, de mí mismo? Gran razón, ¿por qué? Para que no me vengue a mí mismo en mí mismo. Ay, me quiero a mí mismo. ¿Por qué? ¿Por algún bien que me haya hecho a mí mismo? ¡Ah no! ¡Ay, más bien me odio a mí mismo por odiosas acciones cometidas por mí mismo! Soy un rufián: pero miento, no lo soy. Loco, habla bien de ti mismo: loco, no adules. Mi conciencia tiene mil lenguas separadas, y cada lengua da una declaración diversa, y cada declaración me condena por rufián. Perjurio, perjurio, en el más alto grado; crimen, grave crimen, en el más horrendo grado; todos los diversos pecados cometidos todos ellos en todos los grados, se agolpan ante el tribunal gritando todos: "¡Culpable, culpable!" Me desesperaré. No hay criatura que me quiera: y si muero, nadie me compadecerá; no, ¿por qué me habían de compadecer, si yo mismo no encuentro en mí piedad para mí mismo?

Es en este tipo de momentos en los que sentimos que Shakespeare es el más grande dramaturgo de todos los tiempos. Porque su penetración psicológica trasciende su época, la supera. Se mete en la mente del hombre y saca conclusiones y preguntas , conclusiones y preguntas válidas para el hombre de ayer, de hoy, de mañana. El alma humana, siempre.

Ricardo III fue la primera tragedia de Shakespeare. Su personaje principal es una fuerza primitiva, de una sola pieza, terrible, como en las tragedias griegas. Ricardo es el epítome del tirano. Y puede ser retratado en toda su crudeza y horror porque no sólo no es un Tudor, sino que el caos político y la guerra sangrienta fratricida culminan en un periodo de paz por obra y gracia de la dinastía que reina en Inglaterra cuando Shakespeare escribe.
Y Shakespeare escribe, por tanto, libremente, sobre esta alma corrompida por la ambición, y hace el retrato de todo tirano, lo mismo que en el teatro griego. De ahí que su Ricardo no haya perdido vigencia: de ahí que pueda ser trasladado (como en una excelente versión con Ian McKellen) a la época nazi o a cualquier época o lugar.


En cuanto a las versiones cinematográficas. podemos citar tres: la de Laurence Olivier, un poco acartonada, demasiado teatralizada, pero aun así, memorable ( 1955), la del gran Ian McKellen (1995), y el documental de Al Pacino (con partes de la obra representadas), LooKING for RICHARD (1996), probablemente uno de los análisis más interesantes de esta gran obra de Shakespeare.


William Shakespeare, Ricardo III, Valdemar, Madrid, 2004.



Chesil Beach, de Ian McEwan

Chesil Beach,  de Ian McEwan


Aunque resulte una confesión atroz, diré que me he identificado con Florence, como creo que muchas mujeres de generaciones pasadas pueden hacer. Para nosotras, el sexo fue al mismo tiempo una conquista y un calvario.

El libro de Ian McEwan indaga en las profundidades de aquellas generaciones que se debatieron entre la moral victoriana, todavía vigente (no puedo evitar la sonrisa - tal vez nostálgica-, cuando recuerdo las condiciones de los noviazgos de los años sesenta: chaperoneados, vigilados y reprimida toda libertad) y la nueva moral sexual a la que, inevitablemente y a veces con muchos problemas, íbamos incorporándonos.

McEwan, con su prosa seductora,, intoxicante, hechizante, nos lleva por esos vericuetos tan oscuros como reales: miedos y terrores, fobias y huidas hacia adelante, frigideces e inexperiencias drámaticas, que en el caso de su historia llevan al fracaso total de una relación.

Este libro es la historia claustrofóbica y detallada de un homicidio: el del placer.


Se trata de una obra terrorífica por su verdad. Exquisitamente escrita, porque hablamos de uno de los mejores escritores actuales.

Cómo se puede escribir hoy día una obra como esta si no es situándola en el pasado.

El último momento romántico de Occidente: los años sesenta.

Absolutamente recomendable.


Ian McEwan: Chesil Beach, Barcelona, Anagrama, 2008 (Trad. de Jaime Zulaika).