Blogia
arteyliteratura

Literatura y Libros

La llave de Sarah, de Tatiana de Rosnay

La llave de Sarah, de Tatiana de Rosnay

Tatiana de Rosnay ha escrito una novela con dos protagonistas y dos historias que confluyen. Una de ellas, una periodista americana, Julia Jarmond, en época actual, comienza a indagar sobre la espantosa detención de 13,000 judíos franceses por parte de las fuerzas policiales francesas en el verano de 1942. Un hecho prácticamente ignorado por muchos de sus contemporáneos. La investigación la lleva a interesarse por el destino de una niña, Sarah Starzynski, cuya terrible, conmovedora historia, resulta entrelazada con la de la familia de su marido y la golpea de tal modo que acaba modificando su propia historia.

Es una obra testimonial, política más que literaria, un recordatorio de la crueldad y el sinsentido de la colaboración franco-nazi y también un testimonio del sufrimiento y de la solidaridad en épocas siniestras, no tan lejanas.

No puedo juzgar si el orginal francés es literariamente relevante porque la he leído en castellano, pero puedo testificar que a ratos su lectura me pareció dolorosa. Quizá la narración adolece de ciertos fallos hacia el final, cuando de algún modo resulta complaciente, tópico, o previsible y deriva hacia un sentimentalismo que para mí no era necesario.

La potencia del relato de Sarah no está compensado con el relato referente a Julia Jarmond, la periodista. Desde mi punto de vista, la historia actual no tiene una riqueza igual. Los personajes de la vida de Julia son demasiado planos y algunas descripciones las siento estereotipadas. Esto no obsta para que la lectura de esta novela me parezca interesante.

Los hechos acaecidos en el Velódromo de Invierno y la posterior salida de los judíos hacia los campos de concentración nazis está contada con excelente pulso. La historia de Sarah y la llave que guardará hasta su muerte es conmovedora y extraordinaria.

A una gran novela no le falta ni le sobra nada. A esta obra le sobra una parte, pero de todos modos, recomiendo su lectura.

 

Tatiana de Rosnay, La llave de Sarah (trad. de José Miguel Pallarés), Punto de Lectura, Barcelona, 2008.     

Nota: Kristin Scott-Thomas estrenó en octubre de este año la película basada en esta obra.

L'amant (El amante) de Marguerite Duras

 

Literatura y vida se funden en este texto visceral y a la vez profundamente objetivo en que Marguerite Duras narra su primera experiencia sexual, no reconocida como amor hasta muchos años después, cuando el alcohol y la vida la dotaron de aquel rostro que ya se prefiguraba en la jovencita de 15 años y medio que se acostaba con un chino.

La familia, la madre, los hermanos, la miseria, el consciente y omnipresente racismo al tiempo que la atracción por el dinero del riquísimo amante. El sombrero de hombre color de palo de rosa, el cinturón de cuero masculino, el vestidito de seda gastado, los zapatos de lamé dorado y la mirada del chino, semioculto en su magnífico cochazo, en aquel atardecer en un barco en medio del río Mekong. He aquí los materiales de lo que Marguerite llamó "la fotografía" del hecho que le cambió la vida.

En entrevista de 1984, la autora dice que le cambió la vida, sí, pero que no cambió para nada su destino, que sería escribir. Y en la escritura, todo lo que parece extraño resulta natural y todo lo que parece sórdido parece deslumbrante. Y todo ello porque la Duras tiene, en su nerviosa manera de escribir, en sus frases cortas y en sus cambios de punto de vista (el relato va de la primera a la tercera persona, del subjetivismo al objetivismo), el secreto de la Belleza. Y el secreto de la Verdad. No hablo de la verdad de la vida, que va siempre con minúscula, sino de la Verdad artística, que o va con mayúscula o no va.

No sé cómo será la traducción al español. Pero este francés escueto, clásico, lúbrico y pudoroso a la vez, esta escritura a la vez erótica y frígida, este nadar en dos aguas (subjetiva-objetiva) del texto de la Duras fascina, hipnotiza y te deja sin aliento, y te enamoras de esa adolescente fría, calculadora, cálida, vulnerable e indestructible que cruzó sola el Mekong aquella tarde en que el chino, subido en su carrazo, la miró para no poder volver a mirar hacia otro lado.  Y no extraña nada que a pesar del turbio pasado político de la autora este texto (que no sé si es novela o si es poesía), haya sido premiado con el prestigioso Goncourt, porque pocas veces la lengua francesa ha llegado tan alto, diciendo y ocultando, hablando y callando. Y pocas veces los puntos y seguido que enhebran las cortísimas frases han sido tan elocuentes y tan íntimos en cualquier lengua, en cualquier tiempo.

 

Marguerite Duras, L’amant, Les éditions du minuit, Paris, 1984.

Marguerite Duras y el erotismo

Marguerite Duras y el erotismo

 

La belleza y el misterio nunca desvelado. Observado ese cuerpo, ese misterio permanece. Descrito el cuerpo, permanece oscuro, velado, secreto, atrayente y a la vez ausente. Invicto. Lejano en su belleza, en su inocencia inmerso.

Nunca un escritor volvió tan secreto el secreto erótico como Marguerite Duras, exploradora precoz de sus sutilezas y de sus silencios. Cuerpo femenino que interroga a la especie, sin consignar jamás una respuesta.

Ninguna escritura fue jamás tan clásica como la de Marguerite Duras al describir el deseo que ese cuerpo suscita.

Ningún cuerpo fue descrito con palabras más claras, ni tampoco evocado con tanta exactitud desde el observatorio de unos ojos que miran desde fuera ese secreto, sin comprenderlo.

Esculpido, el cuerpo femenino sigue sin entregarse. Sólo se muestra. Y mostrándose, lo deja todo dicho al mismo tiempo que no dice nada. Calla y se enrosca o se despliega, se arrebuja o se estira. Siempre más lejos.

Marguerite Duras o la imposibilidad de la posesión o el porqué de la persistencia del deseo.

 

Marguerite Duras, El hombre sentado en el pasillo. El mal de la muerte, (trad. de Beatriz de Moura y José M.G. Holguera, respectivamente), Tusquets, Barcelona, 2010.

Contra el viento del norte, de Daniel Glattauer

Contra el viento del norte, de Daniel Glattauer

 

Regalo de un querido amigo, este libro me enganchó de tal manera que me lo leí en dos noches sucesivas. Está muy bien llevado, especialmente desde el punto de vista de la tensión que se establece en la trama en un encuentro temido/deseado entre dos seres que no se conocen más que por vía email. La variante de la actividad epistolar actual es el email, y esta novela pertenece al género epistolar, sólo que, al ser el email un modo de comunicación tan rápido (en el sentido de que la emisión y la recepción son casi simultáneas si el receptor está en el ordenador), la trama se hace rápida también y eso es lo que acelera el deseo de saber qué pasa, cómo se resuelve el dilema planteado. La novela me parece muy acertada, por cuanto revela que on-line pueden existir y existen sentimientos profundos, acuciantes y sinceros que nos cimbran igual que los sentimientos que nos produce una persona conocida o cercana en el mundo real. Lo virtual es real de otra manera, y sólo quienes conocemos ese mundo podemos afirmar (y afirmamos), que es tan intenso como el mundo exterior.
En la novela, aparte de la historia, está muy presente ese subtexto sobre el carácter particular de los sentimientos que suscita internet, en este caso por via email.

Por otro lado, los personajes principales están muy bien dibujados en su misterio, y nos atraen precisamente por lo que ocultan, por lo que no quieren decir. Pero van diciendo poco a poco, descubriéndose mutuamente y descubriéndonos su intimidad, su verdad, no sin miedos, no sin (justificados) recelos. Y justo cuando el dilema comienza a hacerse repetitivo y hasta cierto punto inverosímil, aparecen otros personajes que nos cuentan dos subtramas que enriquecen la acción y que nos llevan al desenlace.

La única cosa que no me gustó, es que en la última página se nos anuncie la secuela, con título y todo: Cada siete olas. Y no me gustó porque entonces el final pierde toda su fuerza (ya no es un final, vamos). Me pareció tramposo.

No es una gran novela, como tampoco lo es Las amistades peligrosas, pero tampoco es banal, o vacía. Entretiene, hace pensar, engancha.

 

Daniel Glattauer, Contra el viento del norte, Alfaguara, Madrid, 2010 (trad. de Macarena González). 

Trois nouvelles, de Madame de Staël

Trois nouvelles, de Madame de Staël

 

Como ya he comentado en muchas ocasiones, resulta mucho más barato leer en francés o en inglés que en español. Inexplicablemente para mí, no encuentro ediciones baratas y dignas de los clásicos de la tierra, lo que me lleva a beber de otras fuentes, en este caso, de la colección Folio 2 (2 euros), de la editorial Gallimard.

Iba por un pasillo de la librería cuando me detuve a ver qué ofrecían esta vez. Ya había comprado antes, de esa misma colección, una nouvelle de Saint-Exupèry, y las Cartas de Madame de Sevigné. Como ya saben quienes me leen habitualmente, adoro la literatura dieciochesca, y esta vez encontré y no pude resistirme a las Trois nouvelles (1795) de Madame de Staël, una dama importantísima desde varios puntos de vista: histórico, político, literario y psicológico, en la Francia de la última mitad del siglo XVIII. Se decía que había tres grandes potencias en la Europa de su tiempo: Gran Bretaña, Rusia y... Mme de Staël. Su vida es interesantísima, y como personaje, aparece en los roman à clef de uno de sus amantes, el genial Benjamin Constant, uno de los cuales ya he reseñado aquí.

Las obritas vienen con un prefacio muy útil y muy breve, en el que se explica la trayectoria literaria de la autora y su importancia en la vida y las letras francesas. Sus temas más comprometidos son la diferencia tanto en raza como en género; le preocupa el tema de la esclavitud, y esencialmente, el de la negritud, y el papel de la mujer en la sociedad, todo ello adobado con un incipiente Romanticismo que desarrolla de una forma muy personal, anticipándose a sus colegas masculinos. La suya es una obra de transición entre el Siglo de las Luces y el Romanticismo, escrita por una mujer que no dejó nunca de ser considerada una outsider en la Francia de su época.

En la edición que nos ocupa. aparece el breve prefacio de la propia autora, en el que indica que las nouvelles fueron escritas cuando ella todavía no cumplía los 20 años. Este dato aclara sin duda el aire entre romántico y soñador que ha imprimido a sus tres cuentos, en el que son las heroínas quienes llevan el papel protagonista. También es evidente la influencia de la Nueva Eloísa de Rousseau, a quien Madame de Staèl admiraba profundamente y a quien dedicó su primera publicación.

La primera nouvelle, Mirza ou Lettre d’un voyageur, es un cuento amoroso, en el que dos protagonistas negros, considerados ’salvajes’ por los franceses, muestran la grandeza de sus almas y también sus flaquezas, iguales a las de los ’blancos y cultos europeos’. La figura de la mujer, Mirza, se engrandece en el sacrificio por amor. De Staël desarrolla una historia sin duda convencional, si no fuera por la raza de los protagonistas, lo que la convierte en un relato audaz para su tiempo. Muestra en ella la crueldad de la esclavitud impuesta bajo el supuesto de que ’esos seres’ no son humanos, no son sensibles, no se rompe ninguna ley esclavizándolos. Teoría que ha legitimado, desde el siglo XVI, todos los abusos cometidos por las potencias europeas sobre las naciones sometidas. Tema que, por cierto, y por desgracia, no ha perdido actualidad. Sobre este tema tan interesante volveré en un próximo post.

La segunda nouvelle, Adèlaïde et Theodore, es un estudio psicológico con un fondo romántico. Como las novelas autobiográficas de Benjamin Constant, la característica neurótica del amor exacerbado se observa en la forma de actuar del hombre. Theodore es un ser hipersensible, que lleva una herida de amor anterior a su enamoramiento por Adelaïde, de ahí su vacilación a la hora de expresarle su amor. Los celos son su tortura, pero no es un celoso violento sino introspectivo, de modo que los celos le torturan a él silenciosamente. De este modo, incapaz de verbalizar sus (injustificadas) sospechas, los celos le matan, literalmente. Muerte que él ha previsto o presentido desde el principio de la relación, y que en realidad (si nos ponemos psicoanalíticos), ha buscado.

"Je suis jaloux, susceptible même; il n’y a pas de bonheur pour moi, si le plus léger nuage l’obscurcit; et mon imagination est si sombre, qu’un prétexte suffit pour me plonger dans le désespoir. La plupart des hommes sont occupés de la fortune ou de la célébrité; moi je ne serai jamais malheureux que par une seule cause; toutes mes forces sont rassemblés dans mon coeur; c’ est là que je puis vivre ou mourir (...) L’amour n’est jamais ramené par des reproches, et mon âme est trop délicate et trop fière pour s’y livrer, mais j’en mourrais..." (p.53).

("Soy celoso, susceptible, incluso; no hay felicidad para mí si la nube más ligera lo oscurece; y mi imaginación es tan sombría, que un pretexto basta para que yo me hunda en la desesperación. La inmensa mayoría de los hombres se ocupan de la fortuna o de la gloria; yo jamás seré desdichado sino por una sola causa; todas mis fuerzas están concentradas en mi corazón; es allí que puedo vivir o morir (...) El amor jamás vuelve cuando hay reproches, y mi alma es demasiado delicada y demasiado orgullosa para entregarse a eso, pero moriría por eso...")*

Theodore es el héroe romántico por excelencia, centra todo en el sentimiento, en el corazón. Por oposición a los demás hombres, morirá a causa de esta excepcional condición.

En cierto modo, se puede relacionar (al menos, a mí me lo parece) esta nouvelle con La princesa de Clèves de Mme de LaFayette, reseñada hace ya tiempo aquí.

Ambas historias convierten al celoso silencioso (e injusto) en víctima mortal de su propia obsesión. Y es curioso observar que en tiempos pasados esta muerte inducida por los sentimientos sea aceptada como verosímil por los lectores de esas épocas. Nosotros, en cambio, sabemos que el dolor no mata, como se lamenta Heathcliff después de la muerte de Cathy.

Adélaïde, por su parte, se siente tan agobiada por el remordimiento que muere también, poco después de dar a luz al hijo póstumo de Theodore. En esta nouvelle encontramos otro personaje importante: la figura de la madre superprotectora. Theodore es el centro de la vida de la condesa de Rostain, quien trata injustamente a su nuera y contribuye, creyendo que las sospechas de su hijo son ciertas, a la muerte (por decisión) de Adelaïde.

En la estructura novelística de los personajes de Madame de Staël siempre hay una consejera virtuosa, pero no fanática; una mujer de mundo que acoge a la protagonista de la obra y le sirve de guía y de mentora. En esta nouvelle también tenemos una, Mme d’Orfeuil. Es en los consejos que esta mentora da a Adelaïde que (creo) que encontramos al alter ego de la autora. A través de su consejos y sentencias, pienso que escuchamos el ideario femenino de esta gran mujer, o al menos, lo que ella quisiera mostrar como su ideal femenino.

Encuentro que en esta nouvelle coexisten los mundos romántico y el ilustrado. Romántico en la historia, ilustrado en la manera de contarla y en la visión (crítica) que se ofrece sobre los males que pueden conllevar los sentimientos demasiado exaltados. Aquí tenemos una historia de mutuo amor que podría haber sido feliz y que es una tragedia.

En la tercera nouvelle tenemos la historia de una jovencísima Pauline, huérfana rica y hermosa que vive en Santo Domingo, que se casa a los 13 años con un hombre mucho mayor que ella y que enseguida se ve perdida, ya que no tiene a nadie, en las redes de un malvado ( pienso que Oscar Wilde conocía esta novela de Mme de Staël porque no puede ser que el Lord Henry Wotton que pervierte a Dorian Gray sea tan parecido a Meltin por pura coincidencia): Meltin, también mucho mayor que ella, aunque no tanto como el ausente marido, la empuja primero a los brazos de un amante joven (nuevamente llamado Theodore), a quien, una vez consumado el adulterio, él mismo propone partir para Francia con la intención de convertirse él mismo en el segundo amante de Pauline, cosa que consigue fácilmente en cuanto el muchacho escribe a Pauline una carta llena de frialdad y desapego.

La historia, que parece tan similar a otras que narran la cáida en el pecado de una jovencita, se complica y termina siendo una historia ejemplar. No sin la ayuda de una mujer excepcional, piadosa, sabia y prudente: de nuevo la mentora, que en esta historia se llama Mme de Verseuil.

Las tres novelas cortas son a la vez liberales y románticas, y sobre todo, son novelas que muestran con gran detalle los intersticios psicológicos de unos personajes que, si bien no logran ser ellos mismos completamente (la presencia de la narradora es abrumadora en las tres), sí consiguen expresar lo que ésta está intentando transmitirnos sin ser excesivamente panfletarias, planas o deterministas. El hecho de que notemos una fuerte presencia ideológica en las obras no las descalifica. Recordemos, por ejemplo, las novelas de tesis de Galdós, o las nivolas de Unamuno; obviamente, las de Jane Austen, incluso más presente como narradora que Mme de Staël o Mme de LaFayette.

 

Toda persona que ame la literatura francesa debe tomar muy en cuenta a Mme de Staël;  si no es posible leerla en francés, pues en traducciones, aunque su obra narrativa no está traducida, sólo lo están sus ensayos.

 

 

Madame de Staël, Trois nouvelles, Folio-Gallimard (Col. Femmes de lettres, ed. Martine Reid, Barcelona, 2009.** 

*La traducción libre es mía, pido perdón por los fallos.

**No es un error, la edición está impresa en Barcelona, como otras de Folio-Gallimard.

Arráncame la vida, de Ángeles Mastretta

Arráncame la vida, de Ángeles Mastretta

Leí esta novela de la escritora mexicana ( o más, precisamente, poblana) cuando fue editada hace una veintena de años. Me gustó. Después leí Mujeres de ojos grandes y aunque de menor aliento, también me gustó. Luego le perdí la pista a la Mastretta hasta que hace un par de meses empecé a visitar su blog, Puerto Libre

Ahora que han estrenado la peli basada en esta novela, he querido releerla antes de ir al cine. Se trata de la historia de una mujer mexicana que desde los quince años vive con un hombre cuyo interés reside, precisamente, en su complejidad. Un hombre que sube con la Revolución y con ella se corrompe mientras por otro lado la enseña a sentir placer, a ser su compañera. Irónico, pero no desprovisto de ternura, el general es un personaje crecientemente despreciable, pero no fácil de definir. Mujeriego, mafioso, criminal, pero también tierno, cariñoso, preocupado por sus innumerables hijos a los que va llevando a su casa para que Catalina los críe; cercano a su mujer, sobre todo en los primeros años de su matrimonio antes de que ella se dé cuenta de que él es al mismo tiempo prepotente, tiránico, celoso, cruel y posesivo.

Me extraña que en algunas reseñas digan que el tema de la película es el machismo mexicano. Primero, cuestiono el adjetivo: en México hay tanto machismo como en el resto de los países ( y no sólo me refiero a los países hispanoahablantes); segundo, en todo caso, el tema es el crecimiento de Catalina, su aprendizaje de la vida, su camino hacia la liberación, hacia la autosuficiencia a través de una serie de avatares que acompañan la historia de México en las décadas de los 40 a los 50. Se trata de una narración en primera persona, por lo que todo lo que ocurre lo vemos a través de los ojos de Catalina que, en un largo flashback, nos cuenta su vida, unida a la del general desde su adolescencia.

Según se afirma, Mastretta basa la trama en la vida de Maximino Ávila Camacho, hermano del presidente de México que sucedió a Lázaro Cárdenas, y en la de su segunda esposa.

Literariamente, la novela no es brillante, pero cuenta una historia que vale la pena leer.

De todos modos, tampoco entiendo que se la lea como una reivindicación feminista porque, al fin y al cabo, Catalina no renuncia al poder ni al dinero que tan suciamente ha conseguido el general. Sólo se libera (sexualmente) por la vía de mantener ocultos a sus amantes y yo me pregunto si esta es la verdadera liberación.

Esta novela está en el nivel de las de Isabel Allende: es amena, está bien escrita, atrae lectores: tiene su público. No más (y tampoco menos). 

 

Ángeles Mastretta, Arráncame la vida, Seix-Barral, Barcelona, 2007.

Desgracia, de John Maxwell Coetzee

Desgracia, de John Maxwell Coetzee

Se cumple una década desde la publicación de esta obra del autor de Esperando a los bárbaros. Como en toda obra importante, en Desgracia lo que se dice es mucho más importante que lo se cuenta. Coetzee nos refiere una historia que transcurre en su Sudáfrica natal en la época posterior a la abolición del ominoso apartheid, y esta historia es la de varias violencias. Violencias que como un boomerang tienen un viaje circular: de ida y vuelta.

La violencia sexual que impregna el relato tiene muchos matices y se nos presenta problematizada, puntuada, diría yo, entre posibles interrogantes de índole moral, social y racial. No resulta casual que Lurie, protagonista bajo cuyo punto de vista vamos a ver toda la historia, abuse de una alumna de origen nativo y que los perpetradores del abuso de su hija Lucy sean nativos también. El abuso que perpetra David Lurie no es propiamente una violación en el sentido estricto del término, sino un abuso en la medida de que él está investido de un poder superior ante la alumna: él es el hombre de 52 años: ella, una chica de 20; él es el profesor: ella la alumna; él es blanco, ella negra. Él sabe lo que quiere ( la quiere a ella, o más bien, la desea) y ella no sabe cómo responder a este deseo y se somete. Sin embargo, este hecho trasciende a los dos protagonistas. Al hacerse público, se hace problemático. Al fin y al cabo, ella accedió a tener sexo con él, y no es menor de edad. Él, a pesar de su edad ¿no puede ya tener deseo? Nos enfrentamos a una serie de tópicos, a menudo hipócritas. El sexo entre un hombre viejo con una joven, el sexo entre un profesor y su alumna. Los otros, los que juzgan ¿desde qué perspectiva, con qué autoridad juzgan este hecho? Y sobre todo, los protagonistas ¿se sienten culpables? ¿por qué? ¿existe el lugar de la culpa? ¿es ésta necesaria para la redención o para el olvido?

Todas estas preguntas quedan planteadas, pero no resueltas. Lo que es evidente es que el hecho, cualquiera que sea su significado o su lectura, tiene unas consecuencias: Lurie debe marcharse de la universidad, comenzar otra vida. Ella, tras un paréntesis, retoma la suya.

De modo que nos encontramos ante la primera paradoja: el verdugo resulta víctima de sus actos.No sólo debe reconsiderar su posición en el mundo (perdiendo su puesto de trabajo y su residencia habitual), sino que debe plantearse en profundidad si está permitido o no a un hombre de su edad tener deseos sexuales. En otras palabras, debe decidir si está vivo o no para los otros, especialmente para las otras, aquellas mujeres que en otros tiempos él gozaba y que ahora, de pronto, han desaparecido: la prostituta a la que veía cada semana, la alumna cuya relación le sale tan cara, la ex-esposa. Pero también las demás: aquellas que no ha conocido todavía o que conocerá (Bev, esa mujer que no le atrae en lo absoluto pero con la que intimará también, sin saber muy bien por qué).

Así, este abuso se convierte en la primera hecatombe y puede ser vista desde múltiples perspectivas, pero la consecuencia es una sola: cierra una etapa de la vida de Lurie para siempre. Después, él debe ser otro.

La segunda secuencia de la novela nos lleva hasta Lucy, la hija de Lurie. Lucy es lesbiana, tiene una propiedad muy alejada de lo que Lurie llama ’civilización’; vive sola, no quiere que su padre la considere una chiquilla: no lo es. Lucy es una persona que vive inmersa en un mundo que en principio no le pertenece. Es una outsider. Se quiere convertir en una campesina. Una campesina blanca y sola en medio de un mundo que le es naturalmente hostil, tanto en lo que se refiere a la naturaleza como en lo que se refiere a la raza o incluso al género. En ese mundo rural ella es una incongruencia. Y la segunda hecatombe sobreviene casi con matemática naturalidad: como dos y dos son cuatro, ella será víctima de esa diferencia con el entorno y Lurie, que está con ella, la sufre también, aunque no del mismo modo. Curiosamente, es Lurie quien debe enfrentarse a la hija, y no es la hija la que se enfrenta al mundo que la atacó: como Melanie con Lurie, Lucy se somete también a la violencia que la ha pisoteado. Al fin y al cabo, ellos son los usurpadores ¿por qué no deberían sufrir la vuelta del boomerang, el golpe de la venganza?

Lurie sale escopeteado de la primera hecatombe. Lucy  se quedará a plantar cara a la segunda. Tomará la decisión incomprensible. Y Lurie, anonadado, debe aceptar que las vidas de ambos están rotas. Por mucho que te quieras disfrazar, la violencia te alcanza. Estabas disfrazado de enterrador compasivo de perros abandonados,habías dejado la ciudad donde todos te odian, querías emprender una nueva vida camuflado, indiferente, aséptico, querías crear una ópera sobre Byron y Teresa Guiccioli, pero no puedes sustraerte a la realidad. Así es la cosa. El mundo deja de ser un lugar comprensible, ya no eres dueño de nada, ni comprendes el porqué de las cosas. La palabra clave es renuncia.

Desgracia puede leerse de muchos modos, literalmente, simbólicamente, políticamente, incluso con una perspectiva de género. Pero hay una sola cosa que Coetzee no nos permite: pensar en una redención. 

 

J.M. Coetzee, Desgracia, Debolsillo, Barcelona, 2009 (Traducción de Miguel Martínez-Lage).

 

Mi primera novela, El Rosario, de Florence L. Barclay

Mi primera novela, El Rosario, de Florence L. Barclay

Me conmueve pensar en el trabajo que se tomó mi mamá para encontrarme una novela adecuada cuando yo era una niña. Yo fui una devoradora de libros desde que tengo recuerdo; ella me compraba biografías de hombres y mujeres ilustres o narraciones históricas, cuentos infantiles, leyendas, mitología adaptada para niños (recuerdo especialmente Los doce trabajos de Hércules), libros con las películas de Disney (mi favorito era La bella durmiente del bosque, que,  en su versión cinematográfica vi doce veces en el cine Continental de la colonia del Valle), historias de religión, como la vida de Santa Casilda, que tenía unas ilustraciones preciosas. Cosas así. Pero un buen día pedí, supliqué (como diría Caridad Bravo Adams), una ¡NOVELA! Todavía no había yo descubierto los tesoros de la biblioteca de mis abuelos, de donde robé después libros completamente inapropiados, como La Divina Comedia, la biografía del poeta Shelley escrita por André Maurois o los Diálogos de Platón, en esas ediciones de tapa dura, papel grueso y grabados que mandó hacer el filósofo José Vasconcelos para ilustrar a los mexicanos en la cultura clásica y universal después de la Revolución y que mi abuelo, como amante de la buena literatura, había coleccionado.

Y mi mamá se debió de tomar su trabajo: me regaló El Rosario, de Florence L. Barclay, novela publicada en 1909, cuya primera edición ilustra esta entrada. La he vuelto a leer recientemente* : la nostalgia es una forma de amor. Se trata de una obra claramente romántica, pero de un romanticismo religioso, cristiano, en la que no hay ni un solo beso. No sé cómo se las arregló la buena señora Barclay para escribirla así, y que sin embargo siga siendo un canto al amor humano, eso sí, teñido de esperanzas en Dios y su bondad, misericordia ¡y en la que el héroe canta sin asomo de timidez el Veni, Creator Espiritus a cada rato!

(En lo que sigue hay spoilers, pero no creo que importe, porque la novela no está editada recientemente en español).

No sé por qué no escogió Jane Eyre, ya puestos, porque esta obra tiene su aroma, si bien no su crudeza. La protagonista se llama Jane, y es también una mujer de rasgos comunes (plain, en inglés no significa lo mismo que fea, pero en castellano no hay adjetivo que traduzca este matiz). Recordemos el famoso monólogo de Jane Eyre cuando le dice a Rochester :"Do you think, because I’m poor,  plain, obscure and little that I’m soul-less or heartless?..." Jane Champion, como su homónima, no es la típica heroína hermosa. Es una rica y noble huérfana  de 30 años, decidida. deportista (la acción se sitúa vagamente a finales del XIX y principios del XX), que viste de Redfern, famoso modista inglés, pero que no tiene ni un asomo de coquetería. Nunca ha sido amada por sí misma, y no ha amado nunca, aunque su corazón guarda grandes tesoros de ternura y devoción. Su tía, la duquesa de Meldrum, organiza una de sus famosas reuniones en su casona de Overdene, en la que encontramos al héroe: un muchacho hermoso, joven ( 27 años), enamoradizo (pero igualmente casto), que pinta maravillosamente y cuyo carácter alegre lo hace parecer, a los ojos de Jane, como un niño grande algunas veces. Pero una noche, Jane canta en público y su alma se desvela ante Garth Dalmain, quien a través de esta revelación ve en ella a la mujer ideal, a la mujer única, y en una escena extraña, bañados ambos por la luz de la luna, le expresa su amor apasionadamente y la reconoce como su esposa. Jane reacciona con sorpresa y abraza a Garth para que no vea su cara, puesto que él es un adorador de la belleza y ella se sabe común. Naturalmente, Garth entiende que ese gesto significa un y cuando ella le pide tiempo para pensar su proposición, él accede, confiado. Al día siguiente ella lo rechaza, pero no le dice la verdadera razón: que teme que, confrontado cada día con su aspecto, él deje de quererla o se sienta torturado por la diaria visión de su fealdad. En vez de eso, le dice que no puede casarse con un chiquillo. Garth acepta esta negativa pensando que es indigno de ella, sorprendido ante sí mismo por haberse creído capaz de conquistarla y de ser su esposo, y desde ese día la elude, marchándose de la casas de los amigos comunes adonde ella llega, sin jamás coincidir con la torturada Jane. El mejor amigo de Jane desde su infancia es un reputado médico y psicólogo que, notando la depresión y la tristeza de su amiga, le ’receta’ un largo viaje por el mundo, que ella emprende. Tres años después, ante la magnificencia de la Gran Pirámide y ante la Esfinge, Jane reconsidera esta equivocada decisión y admite por fin que no debería haberse negado a Garth: decide volver a Inglaterra, buscarlo y reanudar la relación. Pero esa misma noche se entera de que Garth ha sufrido un accidente a consecuencias del cual ha quedado ciego.

Emprende el regreso a Inglaterra pensando en reunirse con Garth, pero Deryck, el médico, le hace ver que Dalmain no aceptará su lástima. Le da su punto de vista masculino: le dice que Dalmain pensará que ya que ella no lo quiso cuando él era un hermoso, rico y exitoso pretendiente, ahora le busca sólo por compasión. Deryck explica a Jane que ningún hombre acepta la compasión de la mujer amada y menos que nadie Garth, que tan valientemente se apartó de su vida cuando ella lo rechazara. Sin embargo, una feliz coincidencia la lleva a suplantar a la enfermera que Deryck había contratado para Garth. Durante la guerra anglo-boer (1899-1902), Jane había servido como enfermera en el frente y está capacitada para sustituir a miss Gray. Y allá va Jane, disfrazada de una sutil, pequeña y vaporosa nurse Rosemary Gray, para cuidar de su adorado. Al principio, el pintor se niega a admitir a la nurse, por la similitud de su voz con la de la mujer amada, pero se aviene a razones y ella se convierte pronto en indispensable para él.

Por supuesto y tras muchos avatares, Jane será perdonada porque ha sido amada siempre. Recupera su verdadera personalidad y revela al emocionado Garth que ha sido ella quien ha estado siempre a su lado, ciudándole y queriéndole.

La novela tiene muchos valores, entre los que destacan su sentido del humor, la bondad de todos los personajes (no hay un solo villano o mujer celosa que se atraviese en el camino de los protagonistas), y  trata de la poca importancia que tiene la belleza exterior, aun para el más grande de sus adoradores. Garth ama a Jane por encima de todas aquellas mujercitas extraordinariamente hermosas que se cruzan por su camino y que él pinta, porque ve en ella las cualidades internas que él espera de una esposa y futura madre de sus hijos. Y es fiel siempre a este amor y a esta certeza, a pesar de la negativa de Jane. Jane, por su parte, a pesar de que pone por encima de sus sentimientos esa inseguridad por su aspecto, es capaz, primero, de sobreponerse a ella (en Egipto), y después, de reconocer su equivocación: el amor de Garth no era un enamoramiento pasajero, no era un sentimiento superficial que pudiera ser olvidado en unos meses. Era un amor firme, maduro: un amor que reconocía el lazo que unía sus almas. 

Me siento agradecida a mi mamá por haberse tomado el trabajo de buscar una novela que era apropiada para mi edad (aunque después yo le hiciera trampas ocultando los libros inadecuados en el inmenso Atlas del National Geographic que me compró). Es un trabajo que todos los padres ( y profesor@s) deberían tomarse muy en serio. 

La música tiene un papel importante en esta obra. En primer lugar, como ya he mencionado, la del himno Veni, creator Spiritus, cuya letra es muy bonita y revela la esperanza de ambos personajes en momentos de dolor: 

 

Alumbra con la eterna luz las tinieblas de nuestros ojos;

unge y alegra nuestra humilde faz con la abundancia de tu gracia;

líbranos de nuestros enemigos, trae la paz a nosotros.

Siendo tú nuestro guía, ningún mal puede venirnos.

 

En segundo lugar, la revelación del alma de Jane se produce cuando ella canta una canción que mezcla religiosidad y amor humano y que da nombre a la novela: El Rosario, canción que estuvo muy de moda a finales del XIX y principios del XX, y que cantó - entre otros-, el famoso tenor italiano Mario Lanza. En la obra se alude constantemente a algunos de los versos como metáfora de las situaciones vividas por los protagonistas. Así, cuando Garth acepta la negativa de Jane, le dice que "acepta su cruz". Cuando ambos se refieren a los recuerdos de sus horas felices, repiten que ’cada hora es una perla, y cada perla, un beso’:

 

Como perlas prendidas de un hilo imaginario,

las horas que a tu lado pasé, mi corazón

las desgranó una una, y todas ellas son 

mi rosario, mi amor, mi rosario.

Cada hora es una perla y cada perla un rezo

para que Dios se apiade de mi dolor presente...

Yo las cuento una a una, hasta que al fin tropiezo

con una cruz pendiente.

Rosario del recuerdo, quemadura y fulgor,

breve luz en la sombra, sombra de aquella luz...

Beso todas tus cuentas, y pido a Dios valor

para besar la cruz, para besar la cruz.

 

Cuando Garth envía a la nurse Gray a buscar los dos retratos que hizo de su amada (La esposa y La madre), y ella, al contemplarse a través del amor que Garth le profesa y se ve a sí misma hermosa, casi divinizada por el amor de él, una de las doncellas canta un himno que también se relaciona con los sentimientos que ella va viviendo mientras contempla los cuadros:

 

Oh mi amor, mi eterno amor, no me abandones:

deja a mi alma que repose en ti,

y que a mi muerto corazón, la vida

más rica fluya por tu amor, así...

No me niegues la antorcha que otros días

con su luz mi camino iluminaba,

ni aquel rayo de sol que dulcemente

a mi cuerpo aterido calor daba...

 

Esa escena es trascendental porque hasta entonces, Jane había creído obrar bien, había creído actuar pensando en Garth, y no en sí misma. Pero al ver los dos cuadros, por fin comprende que él la amaba de verdad, y que a sus ojos, su rostro era digno de ser contemplado a todas horas y para toda la vida. Jane comprende que no es cierto que actuara movida por un sentimiento altruista hacia Garth, sino por miedo, por egoísmo, y que actuó equivocadamente. En ese momento decide arriesgarse y confesarle a Garth la verdad sobre su negativa (a través de una carta),  y desvelarle su auténtica personalidad, hasta entonces escondida en la falsa identidad de la nurse Rosemary.

Finalmente, una vez unidos y felices, ambos se acercan a la casa, huyendo de la luz de la luna, mientras Garth canta el Veni, creator, que había sido fuente de fortaleza para él en sus momentos de desesperanza.

En conjunto, la relectura de esta novela me ha resultado muy  interesante, porque a pesar de su carga religiosa veo en ella los valores que contiene, los del amor y la lealtad, los de la sinceridad y la profundidad de pensamiento y sentimientos. La obra juega constantemente con la idea de la luz y de la oscuridad, de la lucidez y la ceguera (del cuerpo y del alma); en ella, la verdadera luz es la del alma, no la del cuerpo. Y creo sinceramente que estos valores no pasan de moda. Se trata de una novela que se lee con mucho agrado, muy  rica en descripciones y análisis psicológico, con un buen estilo literario. Es una pena que no se reedite en español. La traducción es muy fiel y me gustan mucho, especialmente, las versiones en verso de las canciones. Es muy difícil traducir los versos y que la traducción contenga la musicalidad original, y en este caso, ese reto ha sido superado con creces.   

 

 

* Gracias a los servicios impagables de amazon.com y sus vendedores de libros de viejo, acabo de conseguir una edición de ¡1931! Pero es la misma traducción que yo leí de chica, aunque la mía era una edición de los años 60 que no tenía , o yo no lo recuerdo, tantas erratas.

 

Florence L. Barclay, The Rosary, IndyPublish.com, Virginia (USA), 2007.

Florencia L. Barclay, El rosario, Ediciones Edita, Barcelona, 1931 (traducción de Zoe Godoy y María Luz Morales).

 

¿Quién es María Iribarne?

¿Quién es María Iribarne?

 

Hay obras que conozco tanto que me parece que he nacido con ellas. Las he leído muchas veces y siempre me han quedado mil preguntas que hacerles, como si fueran de mi familia. Enigmas familiares, por así decirlo.

Sobre la historia de María y de Juan Pablo he pensado mucho, casi tanto como he decidido, durante mucho tiempo, olvidarme de ella. Pero esa historia, que nunca he sabido por qué me ronda insistentemente cuando salgo del metro Universidad y que relaciono absurdamente con la fachada del edificio de La Vanguardia de la calle Pelayo, se me viene de pronto a la memoria y no me deja en paz.

María sale y entra de mi vida sin que yo nunca haya sabido quién es ella. Por qué actúa de esa manera misteriosa, tramposa. Por qué baja la voz cuando recibe la llamada de Juan Pablo, o por qué lo lleva a la estancia para que se enfrente con Hunter. No entiendo por qué María decide volver loco a Castel ni por qué lo escoge como verdugo. Porque ella debía saberlo ¿no? debía saberlo desde el primer momento. En cuanto vio el retrato de aquella mujer en la pared de la galería, en cuanto él se le acercó y la siguió, sí, ella debió saber ya todo lo que pasaría después:  sin embargo, no sólo no quiso evitarlo, sino que lo invitó a hacerlo. Lo estimuló para que siguiera adelante, para que se obsesionara con ella, para que acabara con ella.

La historia de la víctima María me recuerda la de Trotsky, que nunca se quedaba solo con nadie en su despacho, pero que ese día se quiso quedar solo con Ramón Mercader a pesar de que todos sospechaban de él. O precisamente, se quedó solo con él porque sabía lo que iba a hacer Mercader en cuanto se quedaran solos, en cuanto él cogiera el supuesto artículo de Mercader para leerlo o revisarlo o qué sé yo. Es obvio que Trotsky sabía lo que iba a sacar Mercader del bolsillo de la gabardina, lo mismo que María supo siempre lo que Castel iba a hacer con ella. Eso lo explica todo ¿no crees? Las respuestas vacilantes, los susurros por el teléfono que hicieron que Castel sospechara de ella. Ella lo sabía todo desde el encuentro en la exposición, frente al cuadro que contaba ya toda la historia; lo sabía cuando invitó a Castel, cuando le presentó a Hunter o a su marido; lo sabía cuando sintió la atroz repulsión de Juan Pablo ante la ceguera de Allende y por eso los dejó solos; lo sabía todo el tiempo durante la atroz reunión organizada por ella. María lo había sabido todo cuando presintió que la seguía hasta aquel edificio donde le perdió la pista momentáneamente aquella primera vez: lo sabía ya todo cuando Juan Pablo la persiguió inútilmente, entonces. Pero luego, yo sé, ella se hizo la encontradiza y jugó sabiendo cómo terminaría el juego. No se entregó a Castel, sino a lo que Castel haría con ella. María supo que de ese modo él no iba a olvidarla nunca, y ahí queda la confesión de Juan Pablo para probarlo, esa confesión que desde 1948 sigue repitiendo, punto por punto, obsesivamente, todo lo que pasó, todo lo que ella sabía que pasaría. La confesión en la que él cuenta incesantemente todo lo que ella quiso que él recordara:  Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne...

 

Ernesto Sabato, El túnel, ed. Cátedra, Madrid, 2009.

 

 

Hijos sin hijos de Enrique Vila-Matas

Hijos sin hijos de Enrique Vila-Matas

A veces es imposible no continuar un relato. Al finalizar el primero de Hijos sin hijos de Enrique Vila-Matas (Los de abajo), he recordado de pronto a Maria Braun (extraordinaria Hanna Schygulla), encendiendo el fósforo que hará estallar la casa. Y así, Rita, en mi imaginación, mientras afila los fósforos, abre la llave del gas. Juan comprende el gesto de ella y sonríe. El loro grita por última vez que quiere a Rita y todo se confunde: cielo, tierra, fuego y luz.

 

Enrique Vila-Matas, Hijos sin hijos, Anagrama, Barcelona, 2001. 

 

Audiolibros I: Jane Eyre, leída por Lucy Scott

Audiolibros I: Jane Eyre, leída por Lucy Scott

Leer en voz alta siempre ha sido una buena costumbre en mi familia. Leer a otros o que otros te lean. La música de las palabras escritas. Recuerdo que Tomás Segovia me dijo una vez que el poema debe ser, siempre, dicho. Y es cierto: la belleza de la poesía está en su música. Pero también está en la prosa, como bien aseveró Fray Luis de León, diciendo que en ella hay que contar también las sílabas.

La medida de una obra maestra (especialmente de una obra clásica), resulta más clara cuando la leemos en voz alta. Su ritmo, eso que algunos llaman su estilo. Yo me leo a veces, sola. Me leo para escuchar las palabras, especialmente en francés o en inglés. Quiero oír cómo suenan mis obras favoritas; Quignard, Brontë, Montaigne ¡qué bien saben sonar! Por supuesto, Aldana, Garcilaso de la Vega, el propio Segovia, Sor Juana, Quevedo, Cortázar, Borges. Un festín de los sentidos. No sólo el corazón se sabe emocionar, también nuestra mente se emociona, y lo hace respondiendo a la lectura en voz alta como a una sinfonía de Mozart o a una fuga de Bach. Pero ¡ojo! una mala lectura en voz alta es para mí uno de los tormentos más indeseables. Impostación, falta de frescura, presunción en la voz ¡Qué difícil es leer bien en voz alta! Porque implica intimidad y publicidad al mismo tiempo. Un equilibrio de emoción que no puede convertirse en actuación. Sincerarse ante el texto escrito para decirlo con su justo tempo y tono. No es fácil encontrar ese punto. 

Estos primeros días de vacaciones los he empleado, como siempre, en buscar lecturas para mis estudiantes del próximo curso, para terminar algunas tareas del Instituto que no había podido concluir antes, para leer, como siempre. Pero en la noche, fatigada, he optado por los audiolibros. Semirecostada en el sofá, con esa luz de las nueve de la noche, luz que se va extinguiendo a veces bruscamente, he dejado que me encante y me seduzca la lectura que Lucy Scott hace de Jane Eyre, la obra que probablemente he leído más veces en mi vida junto con El Quijote o El túnel, una obra a la que su lectura está dotando de una nueva vida, de unos nuevos matices. Toda Jane Eyre está en la lectura de Lucy Scott: su ingenio, su sarcasmo, su tristeza, su extraordinaria descripción del páramo, de los estrechos y fríos dormitorios de Lowood, de los tres pisos de Thornfield con su misterio escondido, con su prisionera. Los diálogos entre Rochester y Jane, esa fantástica habilidad para poner en la mejor prosa inglesa su creciente amor. Leidos, los diálogos de Jane y Rochester se nos muestran engrandecidos. Son literarios, pero no son falsos. Son inspirados y son verdad. Y el ruiseñor que canta en el jardín la noche de la declaración de Rochester o la extraña intervención de la gitana en el salón de la casa, tratando de embaucar a Jane para que hable, para que diga que ama a Rochester adquieren de pronto, peso. El peso de una historia que tiene muchas dimensiones y una de ellas es su perfección formal. Qué ritmo tiene este texto. Hasta ahora, no sabía yo en dónde radicaba su extrema perfección. Está ahí: en el ritmo de la palabra dicha.

Poder escuchar y comprender cada matiz es un privilegio. Sé que me pierdo tanto no pudiendo hacer lo mismo en otras lenguas, como por ejemplo, en alemán. Pero en inglés este placer es todo mío, es un placer que debo a esta lectora maravillosa: Lucy Scott.

Por obra y gracia de internet.

 

Charlotte Brontë, Jane Eyre, Lectora: Lucy Scott,  Great Literary Classics en i-Tunes por sólo 1, 95 euros. (En inglés).

 

 

 

 

 

Benjamin Constant: Cécile

Benjamin Constant: Cécile

Benjamin Constant, historiador de las religiones, político, filósofo y escritor suizo  (1767-1830), es el autor de uno de los relatos más alabados de la novela psicológica: Adolphe, texto basado en experiencias propias y uno de los clásicos de la literatura en lengua francesa. Hoy me ocupo de este otro relato de características similares: Cécile, en el que nos narra los acontecimientos de su vida amorosa y sentimental entre 1793 y 1816. Dividido entre dos amores, el narrador/autor nos cuenta sus idas y venidas entre una mujer dulce, tierna, solícita, a la que amaba con ternura y con la que acabaría casándose y otra mujer, inteligente, sarcástica y tiránica a la que amó apasionadamente y con la que mantuvo una relación de amor-odio durante 13 años, el mismo tiempo que vivió enamorado tiernamente de Cécile, la mujer que da nombre al relato.

Cécile oculta el nombre verdadero de la esposa de Constant, Charlotte de Hardenberg y Madame de Malbée el de la amante apasionada y apasionante cuyo verdadero nombre era Madame de Staël, esa gloria de las letras francesas cuya obra hoy todavía es tan deliciosa y perfecta como la de Montaigne. 

Ambas mujeres amaron a Constant, y Constant las amó a las dos. Como recuerda el postfacio del traductor, Constant pertenece por un lado a la cultura dieciochesca, en la que la figura del libertino estaba muy arraigada, pero por otro pertenece al primer tercio del siglo XIX, con su carga de neomoralismo postrevolucionario. Es por ello quizá que el texto no fue nunca publicado en vida de su autor. Sólo en 1951 la editorial Gallimard dio el campanazo de la década publicando estas memorias ficcionalizadas.  Algunos acontecimientos no corresponden a la realidad vivida. Como todo texto literario, hay artificio en él, pero subyace, más allá de la historicidad de las anécdotas, una verdad profunda: la de nuestras propias contradicciones.

Porque más allá de los convencionalismos sociales, más allá de lo canónico o aceptado, hay en nuestra alma, como en la del narrador, una lucha entre lo que amamos y lo que deseamos. Y casi siempre lo que deseamos es lo que amamos pero no podemos tener. Y en cuanto lo tenemos, lo amamos mucho menos. Esta es la encrucijada perpetua en la que vemos a nuestro narrador. Cuando está con Madame de Malbée, añora a Cécile. Su paz, su ternura, su entrega desinteresada, sin quejas: emocionante. Cuando está con Cécile, en cambio, añora la inteligencia sin par de la Malbée, su extraña energía vital, su alegría,  su coraje, su tiránica pasión. Se siente obligado a amar a ambas puesto que es amado por las dos. Y las ama, a su modo, alternativamente.

Siempre he pensado que una sola persona no puede llenar nuestros anhelos. Una persona pacífica, dulce, encantadora, puede llenar esa necesidad de paz en la guerra que todos tenemos, pero al mismo tiempo sentimos la atracción ineludible del peligro, de la emoción superlativa: una ansiedad por la pasión, tantas veces destructiva, pero que es también extraordinariamente embriagadora.

La edición de la editorial Periférica es preciosa. Formato, papel, impresión, traducción y postfacio: todo ello exquisitamente presentado.

Un relato que apasiona y al mismo tiempo, un relato clásico. 

En francés se pueden encontrar los tres libros  de memorias ficcionalizadas de Constant ( El cuaderno rojo, Adolphe y Cécile) en un solo volumen a un precio muy asequible (Col. Folio, de Gallimard). (4 euros).

Benjamin Constant, Cécile, ed. Periférica, Cáceres, 2009 (Traducción y postfacio de Wenceslao-Carlos Lozano).

 

 

Jude el Oscuro, de Thomas Hardy

Jude el Oscuro, de Thomas Hardy

Nothing is left of me

each time I see her.

 

(Nada queda de mí

cada vez que la veo)

 

 

Thomas Hardy: El alcalde de Casterbridge

Thomas Hardy: El alcalde de Casterbridge


Podríamos decir que Thomas Hardy es el escritor naturalista inglés por excelencia, si no fuera porque también tenemos a Dickens. Ambos pertenecen a esa riquísima época victoriana en la que convive el goticismo romántico (muy bien representado por las tres hermanas Brontë), con el realismo y el naturalismo, y en la que destaca también la obra (quizá sólo comparable a la de Emilia Pardo Bazán), de esa escritora tan extraordinaria que es Elizabeth Gaskell, de la que me ocuparé en otro momento.

Thomas Hardy se distancia de Dickens, escritor mejor conocido entre nosotros, porque su mundo es más oscuro todavía, más pesimista; y porque también se centra más en problemas de género tanto como de clase, dejando un poco a un lado el gran tema dickensiano de los bajos fondos londinenses o de las soledades infantiles. Hardy escribe sobre un territorio imaginario: el de Wessex, realmente Dorset, lo que agrega matices diferentes a la realidad que nos cuenta: la suya es una realidad rural llena de campos de trigo, cebada y avena, de graneros, de ferias campesinas. Como Dickens, Hardy escribía por entregas y este hecho no disminuye la fluidez ni la calidad de su literatura. Hardy posee un estilo impecable, tan rico y tan suntuoso como descriptivo y brillante.

Últimamente he leído tres de sus obras: La bien amadauna historia intrigante, la última novela de Hardy (quien hubiera pasado quizá a una etapa más simbolista como hizo Pérez Galdós)El alcalde de Casterbridge, y Unos ojos azulesPero hoy quiero hablar de El alcalde..., que es una de sus mejores obras. Hardy y Dickens escribieron (como Wilkie Collins, como Galdós) novelas por entregas. Es la razón de que sus obras sean tan extensas. En contra de lo que pudiera pensarse, su literatura es de una categoría impresionante. Dickens escribe novelas urbanas, y sus obsesiones son la infancia desprotegida, la pobreza, la injusticia social y toda su obra es un ataque a los procedimientos judiciales de su época. Hardy se centra, en cambio, en el ámbito rural. Su mundo es un mundo en el que la injusticia de género está en auge, en el que las mujeres padecen esa doble moral asesina que rompe sus vidas en pedazos. Por ende, sus personajes masculinos resultan inmisericordes, poseídos por contra-valores como la represión sexual absoluta, la doble moral a veces cínica, a veces  dolorida, pero siempre inapelable. Hardy ataca los valores de esa sociedad victoriana expresando en sus argumentos lo absurdo de esos planteamientos que impiden la felicidad. Esas convenciones que van contra la naturaleza y que se apoderan de las mentes más lúcidas, impidiéndoles ver su ridícula inconveniencia.

Por otro lado, las novelas de Hardy se mueven siempre en el límite entre el melodrama y la tragedia. Mientras que las obras de Dickens acaban felizmente, las de Hardy tienen un final acorde con la realidad: doloroso. Las heroínas que Dickens imagina son muchachas dulces, buenas hasta hacerse inverosímiles (Esther Summers, de Casa Desolada o la pequeña Dorrit, por ejemplo); las de Hardy son mujeres vapuleadas, complejas, buenas, dulces, sí, pèro capaces de grandes maldades también (o de grandes errores, según se mire), como todos nosotros.

En El alcalde de Casterbridge (1886), una de sus mejores novelas, Hardy emprende el trazado de un personaje (Michael Henchard), muy próximo al héroe trágico. Sólo que no se trata de un personaje noble o elevado, sino de un humilde cosechador de trigo cuya rueda de la Fortuna lo eleva hasta lo más alto de su mundo rural convirtiéndolo en alcalde y magistrado, para después dejarlo caer hasta lo más bajo en la escala social: arruinado, despreciado, roto.

No se trata de una obra moralizante, sino de un estudio naturalista. Henchard tiene muchos matices. No es solamente un verdugo, un inconsciente, un malvado. Es también un hombre de palabra, un ser capaz de sacrificio. El odio y la envidia no son los únicos sentimientos que alberga. En medio de su dureza y de su incapacidad para ser feliz y para hacer felices a los que le rodean hay un punto de ternura, de decencia. La que le hace huir al final de la obra y lo lleva a escribir ese testamento conmovedor que cierra la obra con tanta solemnidad como tristeza.

Hardy nos cuenta en El alcalde la historia de un hombre que a los 21 años, mientras viaja para conseguir trabajo como cosechador, vende a su mujer y a su hija por cinco guineas en una feria de ganado cercana a Casterbridge. El ’comprador’ es un marinero que antes de llevarse a la mujer y a la niña de escasos meses, pide su consentimiento, que ella da. Es una historia con un comienzo espeluznante, pero no inverosímil. Hardy se documentó y existen al menos tres casos reales de tales ventas: la mujer vista y tratada como ganado. La ’disculpa’ de Henchard es que estaba borracho, por lo que al día siguiente, después de buscar a su mujer y a su hija por todas partes sin encontrarlas, jura ante la Biblia que no volverá a tocar el alcohol en el mismo tiempo que ha vivido hasta entonces: 21 años. La historia se reanuda 19 años después, cuando Susan, la esposa, y su hija Elizabeth Jane, vuelven a buscarlo.

Todo lo que sigue después va a confirmarnos que Henchard, que ahora es alcalde de Casterbridge y magistrado y uno de los hombres más ricos del pueblo, sigue siendo un hombre que lleva el dolor a quienes se acercan a él. Henchard toma siempre las decisiones equivocadas, piensa siempre mal de todos, principalmente porque piensa mal de sí mismo. Cree actuar rectamente, pero no es capaz de amar, de creer en los otros, de apoyar a los suyos. Y labra con ello la desgracia de unos cuantos y se precipita hacia su propio final. Su némesis es Donald Farfrae, un escocés de generoso corazón que poco a poco, convirtiendo los errores de Henchard en sus propios aciertos, se hace con todo lo que fue de Henchard: alcaldia, puesto de magistrado, casa, muebles, mujeres (amante a hija de Henchard), negocio. Al principio amado por Henchard (Nunca ningún hombre ha amado a otro más que yo a ti, le dice en un momento dado), y después odiado y envidiado, Farfrae no quiere ser un rival para Henchard, pero lo es. Es el que, por obra de la misma Fortuna lo tendrá todo, habiendo comenzado con nada. Cuando él llega desposeído a Casterbridge comienza la inexorable caída de Henchard.

Los detalles descriptivos de la obra, los matices psicológicos, los hechos narrados, todo ello constituye una obra cuya fuerza es total. Llevado en parte por su destino y en parte por su orgullo, y por sus secretos y sus mentiras y sus sucios tratos, Henchard no puede sino terminar mal.

Es una extraordinaria novela sobre el dolor y la rabia: sobre su naturaleza destructiva. Y en ella sólo sobreviven y triunfan, no sin heridas, Elizabeth Jane y Farfrae, que no conocen el rencor.  

 

Esta novela ha sido llevada a la pantalla dos veces: una para la televisión, en una recreación cuasi-perfecta del universo de Casterbridge y muy fiel al texto de Hardy (2003). Otra para el cine: Michael Winterbottom filmó una versión adaptada, en la que los trigales de Wessex son sustituidos por las altas montañas norteamericanas y el trigo, por oro. Es una obra también muy lograda (2002) . Ambas tienen un extraordinario reparto de actores. Han sido filmadas en espacios igualmente espectaculares, aunque mi Michael Henchard siempre tendrá el rostro de Ciaran Hinds, ese actor irlandés capaz de matizar sobria y acertadamente todos los recovecos del alma de sus criaturas y mi escenario imaginado es el dorado campo de trigo de la versión televisiva.

 

Thomas Hardy, El alcalde de Casterbridge, Historia de un hombre de carácter, Alba editorial, Barcelona, 1999 (Traducción de  Bernardo Moreno).

Otras obras de Thomas Hardy:  La bien amada, El Cobre Ediciones, Barcelona, 2005; Tess, la de los D’Urberville, Alianza ed. Madrid, 2006; Jude el Oscuro, Alba Editorial, Barcelona, 2002.

 

 

(Casi) Todos tenemos nuestro Benedetti

 

 

Es un tópico porque tiene mucho de verdad: los creadores no se mueren. Ahí están sus obras, para hoy y para mañana y para pasado mañana, si hay suerte. 

No quise publicar este artículo en el momento en que todos hablaban de Benedetti porque me chocan los oportunismos, pero la verdad es que releí la que para mí es su mejor obra, La tregua. 

Casi todos los escritores tienen varias facetas: faceta poeta, faceta prosista, faceta personal. Mi Benedetti no es el poeta. Como poeta, Benedetti me parece medianito, excepción hecha de un par de poemas que forman parte de mi biografía (incluso cinéfila: aquellos que él mismo recita, en alemán, en El lado oscuro del corazón, esa rara y original película del irregular Eliseo Subiela) y que tanto gustan también a mi hija mayor. Pero le considero importante como poeta porque ha hecho que muchos y muchas que no leen poesía la lean con él. 

En mis años universitarios, leí La tregua, que me hizo y me hace llorar (acabo de comprobarlo). Compré después, en Barcelona, en una librería llamada Latinoamericana que estaba por el Eixample (no recuerdo si en Consell de Cent o cerca de ahí), un ejemplar de Gracias por el fuego al que no pude resistirme porque en efecto, estaba medio quemado y anunciaba así la verdad de su contenido con el propio estado calamitoso en que se hallaba. Luego vino Primavera con una esquina rota, novela que contaba una misma historia desde distintos puntos de vista, pero nada que ver con las sofisticaciones de un Cortázar o de un Juan Goytisolo, finalmente, ya no recuerdo cuándo, Quién de nosotros...

En fin, la que ha quedado en mi memoria y en mi corazón es La tregua, ese amor crepuscular, recatado, temeroso de Santomé por una Avellaneda que pasa fugazmente por su vida. Ilumina un momento, se va, como piensa Rochester que se irá Jane: gentle, sweet dream, you will fly too

Por mis nuevas lágrimas al releer la historia simple, escrita en primera persona, de Martín Santomé, deduzco que algo en mí sigue conmoviéndose con las mismas sensaciones que cuando era una veinteañera apasionada e impulsiva. No sé si enorgullecerme o avergonzarme, o quizá, más acertado sería aceptar que es verdad que el cuerpo envejece, pero no lo hace el alma. Y así, lloré con Martín Santomé a Avellaneda, como hace 30 años. Y no lloro a Benedetti, sino que lo celebro. Celebro que haya escrito. Y que lo escrito no perezca.

                                                                    

 

 

 

 

El adversario, de Emmanuel Carrère

El adversario, de Emmanuel Carrère

 

Esta reseña contiene spoilers!

 

Hace unos años vi y compré después la película que se basa en este libro, con el siempre eficaz Daniel Auteuil. La historia (real) de Jean-Claude Romand es escalofriante. Pero todo lo monstruoso puede y debe ser contado. La obra que nos ocupa sigue en parte la senda marcada por el fascinante testimonio de Truman Capote, A sangre fría, modelo hasta ahora no superado de relato dramático, novelizado, pero veraz de un hecho horripilante. En este caso, la historia de Jean-Claude Romand, un hombre aparentemente normal, amable, hijo, marido y padre ’ideal’, que vivió durante 18 años mintiendo a todos: amigos, padres, esposa, hijos, amante. El horror comienza a gestarse cuando, habiendo suspendido un examen de segundo de medicina, miente a sus padres para no decepcionarlos, diciendo que ha pasado a tercero. Parece una cosa tan banal... y sin embargo, es el primer peldaño hacia el vacío de una vida que se funda sobre la mentira. Romand se matricula durante doce años seguidos en la Facultad de Medicina de Lyon, asiste a las clases, toma apuntes, ayuda a los compañeros, lo sabe todo, pero no se presenta a exámenes, no puede hacer las prácticas. Permanece siempre invisible y hace creer a todos sus seres queridos que es un médico excepcional, que tiene un alto puesto en la OMS, que se codea con los más grandes científicos y políticos europeos. Cuando se inventa conferencias o simposios, se va al aeropuerto y se aloja durante cuatro o cinco días en un hotel. Compra regalos procedentes de los países supuestamente visitados en las tiendas del aeropuerto, estudia una guía turística del país para no ser descubierto en su mentira. Cuando no, va a la OMS, se sienta en sus cafeterías, entra en la biblioteca. Coge folletos gratuitos que deja en su coche para que lo vean su esposa y sus hijos o pasea por los bosques, o come bocadillos y escucha la radio en una zona de descanso en la carretera. Y así vive, en el vacío, todas las horas que supuestamente dedica a su ’trabajo’.

¿Y de qué vive Romand? Convence a sus padres, a sus suegros, a sus cuñados, a sus amigos y a su amante para que le dejen grandes sumas de dinero -casi siempre los productos de las ventas de casas-, para ’invertirlas’ en Suiza. Como se trata de un hecho fraudulento en Francia, no ’puede’ entregar los justificantes de las cuentas que ’abre’ en el nombre de estos ’inversores’. Todos creen en él y nadie pregunta nada, nadie investiga. La mentira se expande, ocupa todo su espacio en la vida de Romand.

Por fin, una vez gastado todo ese dinero, alguien pide el retorno de la inversión. El castillo de naipes se desmorona. Y Romand, antes que decir la verdad, prefiere matar: y mata. Tal vez mata a su suegro que le había pedido el dinero para comprarse un Mercedes, aunque esta muerte no ha sido probada. Pero el suegro muere estando con él, y le acaba de pedir su dinero. Pocos meses después, mata a sus padres y al perro, mata a su esposa y a sus hijos. Intenta matar a su amante, que escapa por los pelos. Luego, provoca un incendio en su casa y hace un intento de suicidio  al que naturalmente sobrevive.

Al despertar del coma, Romand habla de un asaltante enmascarado: otra de sus mentiras. Pero la investigación en unos días desvela mentira tras mentira: no aprobó el segundo curso de medicina, no fue un médico, ni mucho menos trabajó nunca en la OMS. No invertía el dinero que le confiaban: lo gastaba frenéticamente en hoteles de lujo, cenas, coches, casa...Toda su vida era un invento.

La obra de Carrère se mueve en el filo de la cuchilla, porque mostrar compasión ante estas monstruosidades resulta muy difícil, y a la vez, no puede uno menos que sentir lástima por este verdugo, por este mentiroso, por este estafador, suponiendo que tiene sentimientos y que sabe lo que hizo. Finalmente, en la cárcel lleva a cabo -sugiere el autor- una segunda mixtificación de vida: se vuelve ultra-católico, místico casi: el pecador redimido por la fe.

Romand saldrá de la cárcel en 2015.

El libro, la historia, fascinantes, igual que ver de cerca los ojos de una cobra.

La película, interesante. Hay una versión española (no literal) de esta historia que me parece mejor estructurada que la peli francesa, aunque adolece de un único defecto: un final dulcificado que no cuadra (desde mi punto de vista), con el personaje.

 

Emmanuel Carrère, El adversario, (trad. de Jaime Zulaika), Anagrama, Barcelona, 2000. 

Nicole García, El adversario, Reparto: Daniel Auteuil, Géraldine Pailhas, François Cluzet, Emmanuelle Devos, Guión: Jacques Fieschi, Frédéric Bélier y Nicole Garcia, Música: Angelo Badalamenti. Francia, 2002.

Eduard Cortés, La vida de nadie, Dirección: Eduard Cortés, Reparto: José Coronado, Adriana Ozores, Marta Etura, Roberto Álvarez, Adrián Portugal, Rosa Meras, Guión: Eduard Cortés y Piti Español, Producción: Pedro Costa, Música: Xavi Capellas, Fotografía: José Luis Alcaine. España, 2002.

 

 

La infancia recuperada: Ana María Matute y su Paraíso inhabitado

La infancia recuperada: Ana María Matute y su Paraíso inhabitado

Buscaba futuras lecturas para mis alumnos de Bachillerato (cuatro de las cinco lecturas obligatorias de esta etapa educativa nos vienen impuestas desde arriba con tan dudoso criterio estético que da grima, pero una lectura la podemos elegir personalmente los profes de la asignatura), y me llamó la atención la última novela de Ana María Matute, en parte por su portada (muchas veces he comprado discos -cuando los había- por puro deleite estético y libros por este fútil motivo) y esta edición incluye en su portada un unicornio procedente de los tapices de Cluny, a los que ya me he referido en este blog, y también porque la Matute es una de esas escritoras que te atrapan por la sabia combinación de argumento y forma literaria. 

El argumento de esta obra roza (sólo roza) a ratos la cursilería, pero en conjunto se salva y roza (sólo roza) lo sublime y lo poético. La recreación de la infancia inhabitada de Adriana me recuerda la mía propia, ayuna de cariño familiar pero rica en lecturas y mundos mitológicos donde la soledad infantil es habitada por seres que no mueren, no abandonan y no son indiferentes: los que surgen de las páginas de los libros, de los cuentos de hadas, de las novelas juveniles clásicas.

La historia se enriquece y toma vuelo precisamente en esos momentos de silencio y de fascinación por un mundo interior muy complejo, en el que participan activamente las criadas (nunca olvidaré a mi Josefina Hernández), y a los vecinos de arriba; Gavrila y Teo. La familia desestructurada y distante, afectivamente pobre, sólo se salva porque forma parte de ella Eduarda, una mujer que comprende a la pequeña Adri y que no intenta hacer de ella nada distinto a lo que es: una niña solitaria y reconcentrada, torpe físicamente y dotada especialmente para la imaginación (e imaginamos que más tarde, para la creación, pues podría ser el alter ego de la propia Matute).

La historia de Adri se convierte en una historia de amor. De dos soledades que se juntan: las de Gavri y Adriana, sumergidos en un mundo por fin compartido y en el que las palabras sobran, tanta es su compenetración. El ambiente de las casas es descrito maravillosamente, tal como se hacía antes, con esa delectación por el detalle que tuvieron Dickens (pero sin su ironía), o Proust ( sin su decadencia). Es una novela maestra, en la que todo es armonioso y melancólico, todo está a punto de suceder y al mismo tiempo a punto de desaparecer. Bellísima. 

 

Ana María Matute, Paraíso inhabitado, Ediciones Destino, Col. Áncora y Delfín, Barcelona, 2008.

Libro y rosa

La rosa, roja como manda la tradición, y el libro, La dulce envenenadora de Arto Paasilinna, un escritor de Finlandia completamente desconocido para mí. Un libro sarcástico y divertido, que me devoré ayer mismo, cruce entre Arsénico por compasión y Alan Bennet. 

El día, soleado y hermoso.

Gustave Flaubert, Un corazón sencillo

Gustave Flaubert, Un corazón sencillo

Un corazón sencillo es uno de los Tres cuentos publicados por Flaubert en el ocaso de su vida. Felicité es la protagonista, y su vida desdice obstinadamente su nombre. La suya es una vida llena de pérdidas y de dolor; una vida vivida sencillamente, una vida que se agarra desesperadamente a todo lo que pueda ser amado, sea Theodore, Virginia, Madame Auban, Víctor o el loro Lulú. 

Las interpretaciones criticas la han relacionado con  Madame Bovary, porque el cuento trata, más allá de la anécdota que cuenta, de la dificultad de tener sentimientos francos y verdaderos en una sociedad dura, difícil, hostil, que no deja un resquicio a la esperanza en el corazón femenino. Sin embargo, yo diría que en Un corazón sencillo. Flaubert se ocupa precisamente de ese corazón, rudo por su falta de educación, pero tierno siempre, siempre generoso. El amor no está en el objeto que lo recibe, sino en el sujeto que lo siente. Felicité se entrega a sus obligaciones laborales por completo, sin cuestionarse nunca esta entrega. Se entrega también a sus amores, sin pensar jamás en la correspondencia. La pérdida de todos ellos va llevando su vida hasta su propio fin. La muerte se le aparece como una epifanía en la forma del amado loro, por su imaginación asimilado al Espíritu Santo, aquella persona de la Trinidad que nadie nunca ha comprendido, y ella menos que nadie.   

La riqueza de Flaubert está en su prosa, en sus descripciones y en la capacidad que tiene para internarse en la mente y el alma de sus personajes. En realidad, Felicité vive dentro de sí misma, acompañada por sus sentimientos, sin analizarlos, ni comprenderlos apenas. Felicité transita por la vida intensamente, siendo una desconocida para todos, un mero objeto en sus vidas. Pero ella siente y siente calladamente, y vive, vive dentro de esa fortaleza íntima no franqueada por nadie. Duele verla sufrir por Virginia, por Víctor, por su loro, que la besaba como un amante, cuyas plumas brillantes ella acariciaba con dulzura. Esa ilusión del amor la acompaña hasta su lecho de muerte.

No sin ironía, Flaubert describe a esta mujer humilde, simple, sencilla, amorosa y solitaria. En las páginas de este cuento es posible admirarlo en toda su maestría. 

La película

Marian Laine dirige su opera prima con una protagonista de campanillas: la inigualable Sandrine Bonnaire, a quien aludí hace poco. Sandrine, que ha trabajado con Pialat, Chabrol, Leconte, Varda, es Felicité. La obra es fiel al relato de Flaubert, y aunque no inspirada, refleja con lucidez los amores y las pérdidas de ese corazón sencillo. Ambientada vagamente en el XIX y en la región de Normandía, muestra la calidez de Felicité, contraponiéndola con la frialdad de su patrona, Mathilde (una excelente  Marina Fois), y su evolución hacia un "aprecio" que en el cuento no tiene lugar, pero que en el film humaniza al duro personaje. Sandrine hace un trabajo precioso. No sé si la obra se encuentra en DVD en el mercado de habla hispana, pero yo he podido verla por internet y vale la pena, si se conoce el cuento, porque pone cara, ojos y sentimiento a un personaje memorable.

 

 

Gustave Flaubert, Tres cuentos (Un corazón sencillo, La leyenda de San Julián el Hospitalario, Herodías), Valdemar (El club Diógenes), Madrid, 2000, Traducción de María Badiola Dorronsoro.

Un coeur simple, Dirección y Guión (sobre el cuento de Gustave Flaubert del mismo nombre): Marion Laine, Producción: Béatrice Caufman y Jean-Michel Rey,  Fotografía: Guillaume Schiffman, Música: Cyril Morin, Reparto: Sandrine Bonnaire, Marina Fois, Pascal Elbé, Patrick Pineau, Marthe Guérin, Johan Libéreau (Francia, 2008)

 

La duquesa de Langeais de Honoré de Balzac, novela y película

La duquesa de Langeais de Honoré de Balzac, novela y película

Hace unos meses estaba interesada por seguir la trayectoria fílmica de Guillaume Depardieu, hijo del celebérrimo Gerard, que siempre me pareció un actor de gran fuerza (lo había visto interpretando los papeles juveniles correspondientes a su padre en la madurez en Los miserables y en Todas las mañanas del mundo), y también en El farmacéutico de guardia, un thriller francés no demasiado brillante en su desenlace, pero interesante en su planteamiento, con Vincent Pérez, actor que valoro. Como también me gusta mucho Jeanne Balibar, actriz secundaria, hija del también célebre filósofo francés, me compré, via internet, el film Ne touchez pas la hache, dirigido por Jacques Rivette y basado en la nouvelle de Balzac La duquesa de Langeais,film que acaba de salir en el mercado del devedé español (supongo que debido a la reciente y prematura muerte de Guillaume a los 37 años: ya sabemos que el morbo vende).

La película me llevó, como tantas otras veces, al texto, que leí on-line, pero que está traducido al español. Se trata de una novela corta (nouvelle), en la que el genial escritor francés nos cuenta, con un realismo mezclado con romanticismo, la historia de un desencuentro. Cuántas veces ocurre que, en la vida, aquello que nos puede pasar no nos pasa en un momento dado, y ya para siempre perdemos la oportunidad de vivir algo que habría cambiado nuestro destino. Esto les ocurre a los dos protagonistas de la historia de Balzac. Hay un momento en que podrían amarse, pero no ocurre la correspondencia. Un amor se convierte en odio o en resentimiento por no haber sido correspondido, y entonces quien no ha amado ama de pronto, o se da cuenta de que ha amado siempre pero no ha sabido descubrirlo a tiempo; para entonces, el que amaba ya no ama, o quiere pensar que ya no ama y desea sólo vengarse por el insoportable dolor que le han causado. Más tarde, arrepentido, buscará a la que tanto le ha hecho sufrir y a quien él ha hecho sufrir también, pero ya es tarde. Tarde irremediablemente. 

En resumidas cuentas y como de costumbre, esta historia que podría ser trivial o predecible se convierte en una pequeña joya a causa del estilo y de la perspicacia psicológica del más grande realista francés, el señor de Balzac. 

La película:

Rivette es un director al que amas u odias, no tiene términos medios. Su filmografía se parece, en ese sentido (y en otros también), a la de Erich Rohmer, que tanta tinta ha hecho gastar a tirios y troyanos. 

Va savoir, con Balibar y Sergio Castellito, uno de mis actores, preferidos, Jeanne, la doncella (un film en dos partes sobre Juana de Arco), con la gloriosa Sandrine Bonnaire y La historia de Marie y Julien son las películas que mejor definen su filmografía y que recomiendo.

La visión que da Rivette sobre la obra balzaquiana no convenció a la crítica cinematográfica, que la encontró excesivamente académica, lenta y fría. A mí me gustó por varias razones. Una es que pienso que la distancia y la frialdad del film se corresponden con el distanciamiento realista de la escritura de Balzac ¿De qué otro modo podría contarse una historia romántica en un estilo realista si no es distanciándose, sirviéndola sobre una capa de hielo? Si Rivette hubiese adoptado un tono apasionado, habría traicionado ese realismo desengañado que emplea Balzac en la novela. La novela no es una obra romántica, aunque la historia sí lo sea. De modo que Rivette, como Balzac, decide trazar fríamente el retrato de esa sociedad francesa de principios del XIX aparentemente pudibunda, preocupada con las apariencias, ocupada fundamentalmente en fiestas y reuniones llenas de retórica social en la que se enmarca la historia de un amor posible sólo si se hubiera producido simultáneamente, y no sucesivamente,  en los corazones del héroe y de la duquesa. 

Desde mi punto de vista, los actores principales (Guillaume Depardieu y Jeanne Balibar), sirven bien a los personajes. Sólo elogios merecen los espléndidos secundarios, entre los que se cuenta al gran Michel Piccoli, siempre acertado. Son también acertadas la escenografía, la luz, la fotografía y la música y la dirección une los hilos, para mí visibles, del espíritu con el que Balzac escribió la novelita. 

En suma, recomiendo pasar, como yo he hecho, de la película al texto de Balzac (o viceversa),  a todos aquellos interesados en la obra balzaquiana o en el cine francés y, por supuesto, a los fans de Rivette o de Guillaume Depardieu, un actor que merece ser valorado por sí mismo, así sea póstumamente.

 

Nouvelle on-line: aquí.

Película: 

Ne touchez pas la hache (La duquesa de Langeais) Dirección: Jacques Rivette. Interpretación: Jeanne Balibar (Antoinette de Langeais), Guillaume Depardieu (Armand de Montriveau), Michel Piccoli (Vidame de Pamiers), Bulle Ogier (princesa de Blamont-Chauvry), Anne Cantineau (Clara de Sérizy), Mathias Jung (Julien), Julie Judd (Lisette), Marc Barbé (marqués de Ronquerolles), Nicolas Bouchaud (De Trailles), Thomas Durand (De Marsay). Guión: Jacques Rivette, Pascal Bonitzer y Christine Laurent; basado en la novela de Honoré de Balzac. Producción: Martine Marignac, maurice Tinchant, Luigi Musini, Roberto Cicutto y Ermanno Olmi. Música: Pierre Allio. Fotografía: William Lubtchansky.  Montaje: Nicole Lubtchansky. Diseño de producción: Manu De Chauvigny. Vestuario: Maïra Ramedhan-Levi (Francia-Italia, 2007). (Ficha técnica tomada de http://www.labutaca.net/films/59/laduquesadelangeais.php