Tras algunas confusiones con la distribuidora, por fin, hace una semana y media, mis libreros, Ferran y Pilar, del Celler de Llibres, me pudieron entregar el flamante ejemplar de Vida y arte de Glenn Gould, de Kevin Bazzana y publicado por Turner.
Se trata de un libro de casi 600 páginas, con una tipografía menuda y algunas fotografías de Gould en blanco y negro.
No es una hagiografía, y Bazzana, musicólogo canadiense y profesor de la prestigiosa Universidad de Berkeley, traza en ella, sin ambages, las contradicciones, las flaquezas y las excentricidades del famoso pianista, así como sus inmensas cualidades como persona, como intérprete-compositor y como documentalista de radio y creador de arriesgados experimentos de radio-arte.
No puedo recordar cuándo ni cómo escuché por primera vez a Gould, ni cuándo lo vi en alguna de las grabaciones de la CBS, pero sé que fue en mi adolescencia. En aquellos tiempos, otro gran pianista me encantaba: Van Cliburn. Que yo era ‘rara’ ya lo he comentado antes aquí, por boca de mis hijas. La verdad es que me gustaban también Elvis Presley y Enrique Guzmán. Tanto Gould como Van Cilburn estaban en mi pequeño Olimpo particular. Con el tiempo volví a Gould, dejando por el camino a Van Cliburn, quizás injustamente, y hoy tengo de él casi toda su discografía y muchas de las grabaciones documentales que hizo para la cadena canadiense en dvd. También me compré hace tiempo esa pequeña obra maestra que es “32 pequeños films sobre Gould” de Francois Girard (1993) y las dos películas de Bruno Monsaingeon.
A pesar de todo ello, mi ignorancia sobre Gould es oceánica, como me pasa con tantas otras cosas, de modo que la lectura del libro de Bazzana viene a cubrir un hueco: no sabía, por ejemplo, que su infancia en Toronto había sido tan especial, ni que sus padres habían sido convencidos puritanos protestantes y que por esa razón le habían apartado cuidadosamente de ser considerado un ‘niño prodigio’, a la vez que habían hecho todo lo posible porque su formación fuese la mejor en un medio todavía muy provinciano, en una ciudad muy cerrada, primitiva en muchos aspectos, pacata en todas sus manifestaciones. El padre de Gould, Bert, además de comerciante con una buena posición, había sido un impulsor de actividades musicales dentro de la comunidad religiosa a la que pertenecían, así como la madre, Florence, que tocaba el piano y que fue quien enseñó a Gould desde pequeñito a pulsar las teclas, siendo uno de los amores más intensos de Gould, a quien no pocas se veces se tildó de padecer un complejo de Edipo (vivió con sus padres hasta los 30 años y no parecía dispuesto a cambiar esta situación hasta que se hizo evidente que debía ‘independizarse’). Su madre tenía 40 años cuando Glenn nació y fue hijo único y mimado.
Gracias al libro de Bazzana, me imagino perfectamente a un pequeño Gould, tocando himnos religiosos, con una intuición o con un don que quién sabe de dónde provenía…
Gould sufrió el acoso y la agresión en la escuela a causa de su radical diferencia de personalidad. Odiaba la escuela y al mismo tiempo, su entrega a la música era ya absoluta. Su pedantería partía de la seguridad absoluta que tuvo desde pequeño acerca de su talento y de su indiferencia por todo lo que no fuese el lenguaje musical.
Antes de leer el libro llegué a creer a pie juntillas que Gould padeció algún trastorno de la personalidad (se ha hablado tanto del síndrome de Asperger al respecto), pero después, me he dado cuenta de que Gould no era un autista, porque no sólo se dedicó a su faceta interpretativa (yo siempre creí que se aislaba del mundo en una burbuja de sonidos), sino que llevó a cabo numerosos y persistentes esfuerzos en otros campos como el de la escritura, las conferencias, los programas radiofónicos y televisivos, la composición, y en todas esas actividades entró en contacto con muchas personas a las que trató durante años cariñosamente, aunque después, súbitamente, pudiera abandonarlas. Yo también lo hago. Así que, cualquiera que fuese el trastorno que padeció Gould, no le impidió disfrutar de su vida, tal como él concebía la felicidad.
Me gustó saber que Gould nunca fue de prima donna por el mundo, que era un hombre cortés, amable y sencillo. Independiente, pero no aislado de los demás: al menos, no totalmente aislado.
El mito de sus extravagancias acompaña a Gould, pero estas extravagancias están fundamentadas en la obsesión por la música y en la obsesión por su propio cuerpo, que él deseaba que fuera un instrumento perfecto (su salud lo obsesionaba a un punto tal que tomaba decenas de pastillas cada día y veía al médico cada dos o como mucho, cada tres semanas, con síntomas que anotaba cuidadosamente). Su obsesión por buscar el piano perfecto es paralela a su hipocondría, a su manía por tomarse la presión cada 5 minutos, por zamparse decenas de pastillas al día; se cubría con infinidad de prendas de abrigo, bufandas, guantes, en pleno verano; abandonó las salas de conciertos a los 32 años, tras un sinfín de cancelaciones y de quejas; trajinaba por todas partes la ruinosa y chirriante sillita que le había construido su padre, sin la cual jamás tocó ninguna pieza; inventó el ‘clavipiano’, una mezcla de piano y clavecín de su invención que al parecer torturaba con su metálico sonido a no pocas audiencias azoradas… Bazzana pasa revista, asimismo, a los incesantes canturreos, los movimientos incontrolados de sus piernas, la mano que cada vez que no tocaba una tecla se alzaba en una especie de auto-dirección musical y todos esos manierismos que ponían los pelos de punta a muchas audiencias severas.
Su ansiedad era permanente y su necesidad de soledad, también. La falta de relaciones amorosas de Gould ha hecho correr ríos de tinta. Sin embargo, nada permite suponer, según el autor, que fuese homosexual: es posible que el sexo o el amor no hayan tenido cabida en su vida o que hayan sido para él una cosa secundaria, esporádica, oculta a los ojos de los demás. Su compromiso era solamente con la música. Probablemente su narcisismo impidió que se volcara con alguien que no fuera él mismo, pero es evidente que había muchas personas que le importaban. En primer lugar, sus padres, en segundo lugar, sus amigos, en tercer lugar, sus colaboradores. Hay una frase suya que merece ser citada, en este contexto: “Preguntado por cuál sería su consejo a algún joven músico, respondió: que abandone todo lo demás”.
Sin embargo, su necesidad de llamar la atención y de proclamarse original en medio de la general mediocridad le hizo desdeñar injustamente la influencia que tuvo en su carrera su maestro Alberto Guerrero, un musicólogo e intérprete chileno que lo marcó para todo (especialmente en su extraña técnica pianística, tan cerca su cara del teclado, en esa posición casi fetal tan bien conocida por todos sus admiradores). También lo marcó con sus filias: Bach y la música dodecafónica en general, y en particular a Shönberg, a quien Gould veneraba siguiendo a Guerrero, que había sido siempre un innovador, un hombre de vanguardia.. Y más todavía, según Bazzana, alguna grabación privada de Guerrero muestra las similitudes entre su estilo de interpretación y el de su discípulo más conocido.
La actitud de Gould para con el chileno fue de ingratitud. Sin embargo, el mismo Guerrero enseñaba que nada era peor que el servilismo, de modo que Bazzana insiste que lo que hizo Gould con Guerrero debe entenderse como un éxito de la propuesta pedagógica del chileno: nada de nostalgias ni de respeto por la autoridad o la tradición. Por encima de todo, la visión del pianista debe ser autónoma, original, audaz y sincera.
El tardo-romanticismo de Gould queda patente a lo largo del libro: su amor por Strauss o Scriabin, o incluso por Orlando Gibbons, por ejemplo, es significativo. También la estructura de sus propias composiciones, que en general se quedaron como mero proyecto, a pesar de que desde los 16 años declaró que él era, por encima de todo, un compositor. Bazzana confirma que a Gould le faltaba una preparación académica para dedicarse a la composición, al tiempo que parecía incapaz de pedir consejo o de admitir que como compositor tenía los fallos de un principiante.
En esta obra quedan patentes las poderosas fobias: Mozart. Scarlatti, Debussy o Mussorsky entre otros: todo lo que Gould consideraba superfluo, innecesario, antiético en la música. Porque sobretodo, en esta obra de Bazzana queda muy claro que Gould no sólo consideraba a la música estéticamente, sino que la consideraba desde una perspectiva profundamente ética y moral y que esa perspectiva dominaba a todas las demás aproximaciones que hizo a la música.
Bazzana explica perfectamente el porqué abandonó los conciertos, su entrega al mundo de las grabaciones, la perspectiva moderna y democrática que tenía Gould de la música en el siglo XX, su fe en las nuevas tecnologías: el anhelo de perfección que lo embargaba al editar sus interpretaciones en un estudio de grabación, si interés, casi maniaco en su obra de documentalista radiofónico con obras como La idea del norte y otros, todos basados en el contrapunto de las voces.
En ciertos momentos, el libro de Bazzana es excesivamente técnico, pero siempre es interesante e informa de todo lo que tiene relevancia para entender a este músico excelso, cuyo legado, para mí y para muchos, sigue siendo inestimable.
Kevin Bazzana, Arte y vida de Glenn Gould, ed. Turner, Madrid, 2007. Trad. de Eugenia Vázquez Vacarino y Miguel Martínez-Lage.
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