Criollos y peninsulares en el clero y en la vida cotidiana en la Nueva España
Una de las acusaciones que hizo Agustín Rivera a los prelados españoles del Virreinato* fue que se rodeaban casi exclusivamente de cabildos nutridos por españoles. Si seguimos atentamente las afirmaciones de la Pastoral del obispo Leranzana, entenderemos por qué lo hacían. Durante toda la colonización se vivieron momentos delicados para la iglesia y el estado; por ello no se podía aceptar que los "enemigos potenciales" estuvieran dentro de la propia casa. La iglesia colonial no podía permitir que los curas criollos tuvieran el más mínimo poder jerárquico, y atacaban con energía a los que habían conseguido influenciar a los indígenas y que por tanto, en caso de conflicto, podían inclinar la balanza de uno u otro lado.
Esta cerrazón del alto claro hacia los criollos trajo como consecuencia que la mayoría de los canónigos y predicadores de las catedrales fueran nacidos y educados en España o que, al menos, fueran criollos muy españolizados. como lo fueron José Mariano Beristáin de Souza o Aguiar y Zeijas, en cuyas figuras me detendré más adelante. En personajes como estos, se puede pulsar el temor de que la colonia cayera en excesos como los de la Francia de la Revolución. Temían también que se impusiera una cultura de cariz laico, y estos dos temores les condujeron a cerrar filas con los peninsulares, en un intento por salvar las instituciones que los cobijaban y que para ellos significaban el orden, el status quo y la religión verdadera.
Para estos predicadores era imrocedente dedicar sermones a los indios. Esto no quiere decir que no se predicara para ellos en sus capillas de indios, pero se hacía en las lenguas indígenas, generalmente por boca de criollos, y por supuesto, nunca eran llevados a la imprenta s no ser que fiueran publicados a título de curiosidad. Los sermones para indios no se publicaban de manera regular, como sí ocurría con los sermones en castellano (que forman un corpus impresionante, probablemente, el más nutrido de la literatura colonial).
¿Qué sentido hubiera tenido dar a la imprenta sermones dirigidos a una harapienta masa de analfabetos? Normalmente, estos sermones eran doctrinales y en ellos se seguía insistiendo en la explicación o el comentario de los dogmas y creencias básicas de la religión católica. El predicador seguía a pie juntillas el catecismo: utilizaba un estilo pedagógico. Su finalidad era distinta de la de los sermones en castellano: se trataba de enseñar la doctrina a los indios y para ello no era necesario utilizar la retórica, la imaginación o la literatura. Por tanto, no pasaban a la imprenta.
Los sermones en lengua castellana que nos han llegado son numerosísimos y de muy diferentes estilos y subgéneros, pero todos ellos van dirigidos a un público únicamente constituido por españoles peninsulares o criollos, a quienes se suponía completamente inmersos en la religión, sus misterios y sus dogmas. Por tanto, el adoctrinamiento se volvía secundario: en ellos se atendía al estilo, a la retórica, a la belleza del concepto y a la brillantez del silogismo. Entrando en el problema ideológico, nos percatamos de que en estas piezas oratorias, consciente o inconscientemente, se trata de probar que criollos y españoles peninsulares pertenecen a una misma clase - la clase dominante-, católica, fiel al Papa y al rey, obediente con su obispo. En estos sermones no se mencionan jamás las diferencias reales entre los españoles peninsulares y los criollos, presentes en la vida cotidiana de ambos grupos.
Si atendemos a los sermones, ambos grupos sociales deben defender los mismos valores: la monarquía ilustrada y despótica de España y la iglesia de Roma. Estas obras reflejan la falsa idea de que Nueva España es España. Esto lo veremos muy claramente en Beristáin y en Aguiar y Zeijas. Una idea primordial que se transmite es que lo que atañe a una, influye directamente en la otra. Los predicadores no quieren tomar en cuenta que para los años 1770 y siguientes, el curso de la Nueva España es completamente autónomo respecto de la Metrópoli; que su economía, su comercio, su composición social y étnica es absolutamente diversa, y que los intereses del reino europeo chocan ya, y con demasiado frecuencia, con los del virreinato.
En cambio, en lo religioso, ya sea en la teología o en la pastoral, las fuentes españolas y novohispanas son las mismas, dado que lo se leía en España circulaba igualmente en Nueva España; y este hecho permite afirmar que Mayáns, Felipe Beltrán, Francisco Climent, Armañá o Luis de Granada fueron lecturas básicas y frecuentes para los párrocos y predicadores de la colonia que tuvieron el deseo de instruirse en el área de la pastoral por ese lado del Atlántico.
En Nueva España se temía la intrusión de las teorías laicistas del filosofismo francés. El campo estaba abonado. La colonia se alteraba y era necesario atajar esos avances (llamémosles volterianos) con tanta o mayor firmeza que en España.
Al fin y al cabo, Carlos III ( y en igual medida, Carlos IV), supieron poner de su lado a la incipìente burguesía española. Pero esto no había suceido así en las colonias de América, en las que la burguesía criolla se sentía cada vez más descontenta y afectada por la política centralista y nacionalista de los últimos borbones, hasta el punto de que las diferencias entre criollos, mestizos, indios y negros se iban borrando para dar paso a una nueva conciencia nacionalista novohispana o mexicana.
Por eso no es extraño que el arzobispo Lorenzana, a quien no podemos negar una acusada sensibilidad ante el conflictivo panorama del virreinato, se empeñase en México por escribir "sus pastorales" sobre predicación. En ellas señala a todos los párrocos las líneas maestras que antes, o en ese mismo momento, habían señalado Mayáns, Beltrán o Climent en la lejana España.
Lorenzana no tenía la altura moral de Climent o el dominio emocional y estilístico de Beltrán. Sus escritos sobre la predicación así lo reflejan. Pero esto no quiere decir que restara importancia al tema, sino quer más bien, sus talentos en este rubro eran limitados. A Lorenzana le interesaba mucho reforzar su papel de guía religioso a través del Concilio Provincial Mexicano**, al que dedicó grandes esfuerzos durante muchos años, pero no por eso descuidó el otro frente, que era el de la predicación y la importancia que tenía en la sociedad de su tiempo.
En próximos artículos analizaré la pastoral que Lorenzana dirigió A los párrocos y a todo el clero sobre sus respectivas obligaciones, a su llegada a Nueva España, y los Avisos para los párrocos de 1774, ya publicado en Toledo, pero que circuló profusamente en Nueva España con el nombre de Omnibus de predicadores (Imprenta del Nogal, México, 1776),
* Agustín Rivera, Principios críticos del virreinato, Lagos de Moreno, 1888, p. 234.
** Miguel Miguélez, El Concilio IV Mexicano en La ciudad de Dios, XLIII (1897), pp. 198-205, 401-412, 481-487 y 569-578. También se puede ver en M. Giménez Fernández, El Concilio IV Provincial Mexicano, CSIC, Sevilla, 1939.