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Pascal Quignard

Pascal Quignard o la pureza del lenguaje

Pascal Quignard o la pureza del lenguaje

Cuando un escritor me gusta, igual que cuando me gusta un cineasta, procuro conocerle a fondo; seguirle, en la medida de mis fuerzas, para comprenderle, para disfrutar con él, para crecer por dentro. Todo crecimiento requiere su luz y su tiempo.

Eso me ha sucedido con mi tardío encuentro con Pascal Quignard. Francia nos ha dado grandes escritores, novelistas, poetas, pero también en español existen esas razas. Lo que no tenemos es un escritor-escritor. Uno que escribe sin importar el género, en una mezcla de narración, ensayo y poesía o incluso yendo más allá, internándose en el mito, en el misterio profundo guardado bajo cientos, bajo miles de palabras. No tenemos un Foucault ni un Quignard, a pesar de los esfuerzos de Francisco Umbral o de Octavio Paz. No sé si es una cosa que podríamos llamar génética: si esto se explica porque no tuvimos antes Madames de Savigné o Montesquieus, ni siquiera Bossuets. O si es que en el interior de las  lenguas existe eso que se denomina ADN en los humanos, que determina si la columna vertebral de una lengua será reflexiva o lúdica, lenta y referencial o rápida y bulliciosa, o si será filosófica, conceptista; si en ella existen o no los gérmenes de la búsqueda, probablemente bizantina, de la verdad. La limpia sintaxis francesa, la elegancia imponderable del discurso en esa lengua, la propia importancia del discurso en francés me hacen pensar que algo hay de eso. Algo hay en esas cláusulas francesas que no encontramos en español, algo que no puedo definir pero que siento. Cadencias, colores, interrogaciones, tempos. la lengua francesa tiene tempos muy largos, frases que se entrelazan vívidamente, que se entrelazan sin perder el hilo de Ariadna. Que no suenan a tercetos encadenados. Qué placer, la lectura. Qué lentitud nos pide esa lectura. Qué lentitud de la palabra dicha, qué lentitud de la palabra leída: pensamiento que se detiene: reflexión, indagación, buceo.
La estructura del discurso de Quignard es versicular. Pensamientos que él llama tratados. Fragmentación que requiere que de nuestro ser interior surja la columna vertebral que los una:la reflexión vertebradora es nuestra. Como en la poesía, sólo se le puede citar literalmente: letra por letra.
Sólo se le puede leer si uno también se siente fuera del mundo, en el mundo de la letra, es decir, en el pensamiento vivo.
Y ese pensamiento es silencioso. La paradoja es sacra. Palabra y silencio. La antinomia únicamente humana.
Sólo se le puede leer cuando se lleva, desde el nacimiento, la nostalgia del mundo prenatal: del mundo originario, de sonidos y de sensaciones no dichas. Nostalgia que nos viene de lejos, tal vez de generaciones anteriores, en la que algún antepasado pronunció una palabra, tuvo un pensamiento que traspasó, sin ser dicho nunca, nuestro mundo inmerso en la placenta. Que no se borró en el trance del parto, que nos acompañó más allá de la herida genital de nuestra madre, al darnos la luz, al darnos a luz. Esa nostalgia silenciosa es la certeza que jamás tendremos sobre nuestra existencia como especie. Una certidumbre de la que carecemos los que buscamos la letra, la literatura. Esa inquietud que nos traspasa y que nos impide ser como los demás, que nos aparta, que nos ha apartado siempre, del mundo de los vivos.

'De librorum delectu', de Pascal Quignard

'De librorum delectu', de Pascal Quignard

* La lectura sirve para hacer resurgir a aquellos que fueron. Sirve para aproximar lo que no está. Sirve para llamar a quienes están sin voz. Por la lectura sombras y silencios se encuentran. Sirve para que ellas participen en la existencia que los vivos llevan. Como aquellos que viven cerca de nosotros, como aquellos a quienes hemos amado, como aquellos cuyos libros nos conservan los nombres. La lectura de este modo sirve para incluirnos en esa “nada”. Sirve para apropiarnos de quienes ya no son, de ese defecto de aquellos que nos hicieron entre sus piernas, y de ese vacío en nosotros que les corresponde en el acto.

¿El objeto que el escritor hace poco a poco es el mismo que el lector tiene en sus manos? El escritor trabaja en un texto. El lector lee un libro. Una metamorfosis se presenta entre una faz imaginaria y siempre panorámica y un volumen de páginas distintas y no yuxtapuestas. La consagración de la escritura no equivale a la actualización de la lectura. El latín es más preciso. El scriptum se hace liber y un liber se hace lectura. Pero la lectio (que es la enunciación del libro, y éste está en las manos del lector) es una actualidad física, una materialización, un intercambio y una solidaridad violenta, más o menos fácil, que suscita una significación que no preexiste en el “texto” o en la página imaginaria. Es una tensión entre un objeto del cual un cuerpo se ha suprimido y un objeto del cual un cuerpo añade su existencia, la singularidad de su deseo, los medios de su pensamiento, y los sedimentos de su memoria.

Sin duda hay una especie de “lectura que gobierna el texto”, una suerte de “tipografía”, de temporalidad y de espaciamiento que domina la página manual, un fantasma de volumen mudo e inacabado que somete, para quien escribe, el trabajo vivo y cotidiano.

Pero esta misma anticipación no es simétrica. El lector que toma un libro está en la incapacidad de presentir la metamorfosis que le ha otorgado luz (el transporte de la incertidumbre textual y manual en su nitidez tipográfica y física). El lector se desliza de entrada en esta forma que lo domina, que mueve y ritma su mirada, que siente su percepción no sinóptica y lo soborna. Sin duda él puede evocar al que escribió, preguntarse por lo que éste pretendía hacer, etc., pero sólo el liber, el opus es interrogado, y en rigor el scirptum: no la scriptio, no la contingencia y la quimera de la operatio. (Menos aún: pues a pesar de que no tenga la posibilidad, el lector que se prende de un libro no alimenta sin duda el deseo de tocar lo arbitrario de donde éste procede.

Pero estas dos asimetrías son en verdad más o menos indistintas.

*
Esta no coincidencia de la naturaleza del libro (para el autor y el lector), si excluye una definición general, se conforma al mismo tiempo a una función simple, acentúa el interés que nace de la metamorfosis, provoca el enigma que ella propone, desampara en la autonomía particular (dos veces heterónomo en este caso) que de ello resulta, hace surgir de repente la locura que se apodera de algunos hombres.

Plus: Quignard al piano y leyéndose.

 

El nombre en la punta de la lengua de Pascal Quignard

El nombre en la punta de la lengua de Pascal Quignard

El libro de Pascal Quignard que acabo de leer con el placer y la inquietud de siempre, ya había sido editado hace doce años por la Editorial Debate y consta de dos partes. La primera es un cuento, un cuento en el que la palabra que se necesita se escapa una y otra vez, y su falta (la falla, como dice Quignard) amenaza la vida entera y la felicidad de sus protagonistas.
La palabra que escapa, la palabra que se tiene en la punta de la lengua, pero que huye, y con ella se lo lleva todo. Como a Fausto llevado por una nube, la palabra llevada por el olvido, amenaza. Es un cuento que me recuerda tanto a Goethe, como a ciertos pasajes de la Eneida o las pinturas negras de Goya.
La segunda parte es un breve ensayo fragmentado, muy quignardiano, llamado El pequeño tratado sobre Medusa, sobre el origen del silencio y sobre la espera de la palabra que falta. Esta espera se llena de palabras: se escribe para convocar esta falla, esta ausencia, este vacío que nos puebla. Quignard no puede ser resumido, porque sus reflexiones nos llevan precisamente al punto en que el lenguaje es el que traiciona. Las palabras son buscadas infinitamente porque no pueden decir lo verdadero, lo inicial, lo que nos funda en esta vida y que comparece ante nosotros en forma de enigma, de misterio irresoluble. Eso que nos falta es siempre ausencia, nostalgia de lo que nunca podremos recobrar, de lo imposible que late dentro y fuera de nosotros y que no se deja asir jamás:


Yo era aquel niño a quien apasionó el silencio. Era aquel niño que apostaba la totalidad de su vida en el esfuerzo de mi madre por recuperar un nombre del que tenía memoria mientras estaba privada de él. Me identificaba por completo con el movimiento de pensar de mi madre recorriendo con desamparo los canales y los caminos donde una palabra se había despistado. Más tarde me identifiqué con el padre de mi madre. AL hacerlo, lo único que hacía era justificar una identificación programada por mi madre antes de mi llegada al mundo, ya que los dos nombrecitos asociados a mi nombre propio eran sus nombres: Charles, Edmont. De niño me pareció que había que adquirir la sabiduría filológica, gramatical y romana de mi abuelo para llegar a ser el poeta que mi bisabuelo habría querido ser. Ambos habían enseñado en la Sorbona. Ambos habían coleccionado libros. Así es como habré absurdamente intentado desandar el tiempo. Eso es lo que me ha llevado hasta las orillas de Roma, lo que me ha llevado hasta las ruinas de Ur, llevado, en fin, hasta las más antiguas grutas de paredes silenciosas y cubiertas de inscripciones. Nuestras vidas son súbditas de extrañas tiranías que son errores. Es curioso observar que libros que he escrito han conocido el éxito desenterrando viejos fantasmas muertos desconocidos que llevaban consigo más porvenir que los vivos. Los libros son esas sombras de los campos. Yo era aquel niño precipitado en la forma de ese intercambio silencioso con el lenguaje que falta. Fui ese acecho silencioso. Me convertí en ese silencio, en este niño “retenido”, castigado sin salir, en la palabra ausente en forma de silencio. Esta depresión de niño tuvo lugar después de que nos mudásemos a L’Havre, porque me separaba de una muchacha alemana que me cuidaba mientras mi madre estaba en la cama y enferma, a la que yo llamaba Mutti. Me convertí en mútico. Llegué a sepultarme en ese nombre, más querido aún que el de mi madre, y que por desgracia era una conminación. . Aquel no era un nombre en la punta de mi lengua, sino en la punta de mi cuerpo, y el silencio de mi cuerpo era lo único capaz de hacer presente, en acto, su calor. No escribo por deseo, por costumbre, por voluntad, por oficio. He escrito para sobrevivir. He escrito porque es la única manera de hablar callándose. Hablar mútico, hablar mudo, acechar la palabra que falta, leer, escribir, es lo mismo. Porque el desposeimiento fue el abra. Porque era la única manera de permanecer al abrigo en ese nombre sin exiliarme por completo del lenguaje como los locos, como las piedras, que son desgraciadas como ellas solas, como las bestias, como los muertos.

Me vi de nuevo obligado a callarme cuando tuve la edad de dieciséis años. Me callo el porqué. Este cuento que titulo El nombre en la punta de la lengua es mi secreto.

Pascal Quignard, El nombre en la punta de la lengua, Libros del Último Hombre, Arena Libros, Madrid, 2006, Traducción de Antonia Barreda.

La lección de música, de Pascal Quignard

La lección de música, de Pascal Quignard

Este libro de Quignard está compuesto por tres historias, o quizá por tres pretextos narrativos entrelazados por muchos pensamientos, por ricas, complejas reflexiones, por disquisiciones para mí, esenciales. Se compone de Un episodio extraido de la vida de Marin Marais, Un joven macedonio desembarca en el puerto del Pireo y La última lección de música de Chang Lien.
Como casi todos sabéis, en ese primer relato se encuentra el germen de la película Tous les matins du monde, pero en él se cuentan otras historias, aparte de la que sirve de base a la película. Es un libro sobre el aprendizaje. Sobre el dolor, sobre el silencio, sobre el arte comprendido como devoción silenciosa. Como búsqueda de algo irreparablemente perdido, y por eso mismo, anhelado, como una vuelta al vientre materno: como un renacimiento imposible, como la constatación de una nostalgia vívida y doliente de una pérdida que jamás volverá a ser nosotros...Un libro en el que se muestra la crueldad que a menudo se ejerce para enseñar lo esencial: la interioridad sangrante que habla desde el mismo centro del dolor y que hace posible el verdadero arte. Cito un fragmento del episodio final, La última lección de música de Chang Lien, en el que el maestro rompe los valiosos y antiguos instrumentos del alumno Pu Ya y le exige un sacrificio máximo, hasta que éste encuentra la verdadera música, la música interior:
No puedo enseñaros nada más -dijo-. Vuestros sentimientos no están lo bastante concentrados. No disponéis de lo que os conmueve, como la ola del lago lo hace con la barca azul del pescador.(…).
***
Cada vez que leo a Quignard me doy cuenta de que lo que busco es el silencio que se esconde tras sus palabras. El mismo que yo también escucho tras las mías ¿Qué tenemos que temer del silencio o de la nada? No podemos llegar ahí, es el territorio para siempre perdido. Solamente deseado, añorado, jamás posible ya, después del nacimiento. Sonido, música, palabra, la luz de una candela. Aproximaciones, no soluciones. Para soñar ese silencio es preciso decir, y al decir, rompemos el silencio, y esto dice Pascal Quignard en otro fragmento de La lección de música:


En Occidente, han abundado las mujeres virtuosas. A las mujeres les ha gustado mucho la música. Las mujeres que han compuesto mucho han sido, sin embargo, escasas. Escapan a la muda. No se les exige ningún esfuerzo para recobrar la voz de su infancia, les basta con hablar, les basta con abrir la boca. Dominan su voz, de un extremo a otro de su voz. Son preeminencia en el tiempo y todopoderío tonal, y hegemonía en la duración, y el más absoluto imperio en la impronta sonora ejercida sobre los más pequeños, sobre los que nacen. Los hombres están condenados, a partir de los trece o catorce años, a la pérdida de la compañía del propio canto de sus emociones, de la emoción innata, del afetto. La muda se añade a la separación del primer cuerpo. Igual que la presencia del sexo entre sus piernas, la voz grave, falible y agravada que sale de sus labios, la nuez de Adán, en mitad del cuello, sellan la pérdida del Edén. La muda es la impronta física que materializa la nostalgia, pero que la vuelve inolvidable, se recuerda sin cesar en su misma expresión. Toda voz baja, toda voz grave es una voz caída. A poco que los hombres despeguen sus labios, en seguida –como un nimbo sonoro alrededor de su cuerpo- el sonido de su voz les dice que no recobrarán jamás la voz. El tiempo está en ellos. No volverán jamás sobre sus pasos. Componen con la pérdida de la voz y se las componen con el tiempo, son compositores. La metamorfosis del grave al agudo no es posible o al menos no es corporalmente posible. Sólo es instrumentalmente posible. Lleva por nombre, música.

(Marin Marais) Murió en septiembre de 1728. Aún era septiembre. No había nada que hubiera amado tanto como el verano, los últimos días del estío, la espesa y suave textura de su luz.

***

La lección de música parece un libro pequeño. No lo es.


Pascal Quignard, La lección de música, Editorial Funambulista, Madrid, 2005
(Trad. de Ascensión Cuesta).

La casa

La casa

Me gustan los libros que me hacen pensar. Me gustan incluso los libros que me hacen pensar y con los que no estoy de acuerdo. Algo, en el fondo de los libros de Pascal Quignard entra en contacto conmigo. Algo que está oculto, quizá la perversión que está en el origen del lenguaje, quizá la conciencia de que el lenguaje es impuro. La convicción de que en él descansa el secreto del árbol del Bien y del Mal, como en el cuadro de Durero.

                                                                                                ***

"La sonata de la casa antigua, ignorando las generaciones minúsculas, tiene una lentitud que rebasa la memoria de sus habitantes sucesivos. El piso gime. Las persianas golpetean. A cada escalera corresponde una llave. La puerta del armario cruje y el resorte de los viejos divanes de cuero contesta. Desecadas por el verano, las maderas de la casa ensamblan un instrumento de música a la vez regular y desordenado, que interpreta una obra de perdición, afligida por un deterioro tanto más amenazador cuanto que es efectivo, incluso si su lentitud no la torna jamás íntegramente perceptible para los oídos de sus habitantes humanos.

La casa antigua canta un melos que, sin ser divino, rebasa la escala de quienes allí fueron educados o de quienes allí murieron y conocimos, que sólo agregaron sus cantos al amanecer o al ocaso. Es una melopea lenta que habla a la familia, comprendida como una masa de varias generaciones, en acto, sin que ninguno de sus elementos globales o moléculas privadas y provisorias la capte verdaderamente, y que llora sin fin su propia ruina, que ella misma anuncia."

 

Pascal Quignard, El odio a la música Diez pequeños tratados (La Haine de la Musique), Trad. y notas de Pierre Jacomet, Editorial Andrés Bello, Capellades, 1998.

La frontera, de Pascal Quignard

La frontera, de Pascal Quignard

El señor de Oeiras replicó que no había sido su intención herirlo, pero que desde hacía algún tiempo, le había parecido que su vida no era tan diferente de la vida de las tinieblas y que los rasgos de su rostro revelaban penas que se asemejaban a aquellas que, es de suponer, se padecen en los infiernos.

Como soy un poco obsesiva, hago ciclos. Tuve mi ciclo de música para clavecín, mi ciclo de música isabelina, mi ciclo operístico ( y dentro de éste, mi ciclos Wagner, mi ciclo Puccini), mi ciclo Paul Celan, mi ciclo Rilke, mi ciclo Thomas Bernhard, Mi ciclo Balzac, mi ciclo Paul Auster (un poco como Portnoy), que ahora está en su ciclo Faulkner, lo único que él es más organizado)...No sigo para no cansaros en exceso: ahora estoy en mi ciclo Pascal Quignard.

Así que después de leer su Georges de La Tour y de postear sobre ello (sazonándolo con mis propias ideotas), me apetece hablaros de esta leyenda recogida en La Frontera, que no sé si es cierta o inventada (no he podido situarla en el omnisapiente Google), y que paso a comentar.

En cuanto comencé la lectura supe que andaba en los dominios de las leyendas del tipo Corazón comido -ésa que habla de una mujer castigada por su marido a comer el corazón asado de su amante tras conocer sus traición-, tan amadas por la tradición francesa.

                                  

                                                         El libro del Castellano de Coucy 

Leyenda que luego resurgió en versión light cuando se rumoreaba que Margot de Valois llevaba siempre encima un cinturón del que colgaban los corazones disecados de sus amantes muertos y que contribuyó a su fama europea como mujer extraordinariamente hermosa: la más hermosa de su tiempo, cosa que no confirman sus retratos.

                                  

 

                                                  Margarita de Valois

 

Aparte del Corazón comido, encuentro referencia literaria a la leyenda narrada en La Frontera en la verdadera historia, narrada por el propio protagonista, de la Historia Calamitatum ( o sea, la de Pedro Abelardo), ya que el tema se anuncia o se propone desde el comienzo: se trata de una castración.

La joven de Alcobaça había tenido también un compañero de juegos del que ser había encariñado; se llamaba Afonso  y era el hijo del intendente de la Casa de Colares. Cuando Luisa cumplió trece años a Afonso, en una capea, le había aplastado las glándulas de los genitales un toro que le había pisado salvajemente el vientre (...) Luisa de Alcobaça se precipitó, fue corriendo hasta una carreta que había ahí y en la que habían tendido el cuerpo de Afonso, quien todavía daba alaridos. Hacía tanto calor en la carreta que la habían cubierto con un cañizo.  La joven estrechó contra su pecho a su amigo mientras el barbero le hacía una incisión en uno de los testículos y extraía la glándula (p. 14). 

Pero en la narración de Qugnard este castigo infamante, no sólo físico sino moral, viene envuelto en una historia con caracteres vodevilescos y escatológicos.

La primera visión que el protagonista tiene de los encantos íntimos de la dama se da mientras ella hace sus necesidades en el jardín de Palacio. Después viene el despecho por la elección de un joven marido más atractivo que él, la cuidadosa puesta en escena de un engaño que Molière habría aprobado, la ingenuidad de los jóvenes esposos, opuesta a la fría plasmación de la venganza del amante despechado; la escena de caza, el jabalí ( el toro ha estado presente en la primera historia, la que nos da la pista de lo que vendrá), y el asesinato del  marido, crimen perfecto, con la consiguiente seducción de la joven viuda, la confesión: él mismo, el señor de Jaume, confiando demasiado en sí mismo, se delata y ello propicia la venganza de ella. Truculencia pura. Nouvelle renacentista, Chaucer más Petronio más Bandello: accidentes, camas que se convierten en trampas, engaños. Apariencia en contra de realidad. Conclusión: dolor y muerte. Traición. La perpetuación de la venganza o de la historia legendaria a través de los azules azulejos del paraíso residencial del mejor amigo del señor de Jaume, Mascarenhas, a pesar de la prohibición del  rey de recordar la terrible historia.

La materia, siempre lo he dicho, es lo de menos. Lo importante es el lenguaje. Sobre qué mediocres novelitas italianas arma el señor Shakespeare su Romeo y Julieta o su Otelo (o Cervantes sus Novelas Ejemplares ).

Lo que importa en Quignard es lo que no nos dice. Y el cómo no lo dice. El tatuaje del pubis de la dama: la cifra de todo su misterio. 

La brutalidad al lado de lo sublime. Salvajismo y refinamiento. Sangre, excrementos y libaciones y amores que nacen, viven y no mueren. Toros y jabalíes, Hombres y mujeres apasionados o distraidos. Jardines de sueño, donde se reúne el universo todo o toda la belleza del mundo y donde todo puede ocurrir, especialmente lo más espantoso. O un pequeño tratado del amor en la Europa del siglo XVII.

 Pascal Quignard, La Frontera, trad.  y postfacio de Ascensión Cuesta, Editorial Funambulista, 2005.

La leyenda del castellano de Coucy (ed. de Isabel de Riquer),  Alianza Editorial, 2002.