El refugio
Odio parecerme a mi padre con su cara de buda y cada día me parezco más a él. Siempre me despreció. Me despreció ya cuando yo era bebé: el día que lo conocí yo tenía 12 años. Tocó a la puerta. Para mi desgracia, salí yo a la reja. Una reja verde, con pimpollos y florecillas y hojas de acanto en las que se mezclaban las agujas de los pinos que servían de seto, siempre llenas de polvo. De la puerta de la casa a la reja debía haber unos 10 metros y un sendero de piedras que recorrí corriendo cuando, después de preguntarle qué desea señor, me contestó que si no me acordaba de él, que era mi papá.
Me metí en la casa como quien se mete en una ermita monserratina, deseando no salir más. Mi madre, con esa fria eficiencia que la caracterizó, me dijo que le abriera. Antes muerto, pensé, pero obedecí.
Desde entonces, un sordo y pulido odio ha presidido mis sentimientos hacia él.
A veces hubiera deseado saberlo muerto, antes que tener que soportar su presencia en la sala, cuando venía a visitarme, o en el coche cuando se dignaba pasar a buscarme al colegio en vez de mandar al chofer, o cuando decidió que queria vivir conmigo ¿Cónmigo, ese ser? Hombre. Hay cosas peores, como que te frían en una parrilla, me dijo ella.
Con el paso del tiempo ese odio no ha ido más que incrementándose, a medida que físicamente me iba pareciendo más a él. Íntimamente, anímicamente, estaba yo buscando el camino opuesto. Y cuál era ese camino, si finalmente todos terminamos por actuar egoístamente tal como él actuó cuando yo era un bebé mofletudo e inconsciente y me abandonó por esa prostituta pelirroja cuyo retrato un día entreví en su cartera antes de que también se divorciara de ella, tal como había hecho con mi madre.
Hundí mis raíces de odio en lo más profundo de mi alma y tuve que apartarme de mí mismo para poder soportar mi propia existencia, la parte de mí que procedía de ese ser. Ese ser que para colmo viviría probablemente más que yo, porque provenía de una familia de seres longevos y también egoístas y falsos mientras que yo procedía asimismo de una madre cuya familia era todo lo contrario: morían en lo que se ha dado en llamar la flor de la vida, de modo que podía ser que yo viviese menos, y que ese ser repulsivo y carente de todo afecto o consideración hacia mí viviese más que yo mismo y por lo tanto, que yo nunca me viese libre de su odiosa, aunque afortunadamente, escasa o esporádica presencia.
De modo que cuando me dio aquella escopeta de dos cañones para mi cumpleaños número 17, soñé una y otra vez que en vez de jabalíes mataba budas, digo, mataba a mi padre, y su cabeza presidía una sala de trofeos en la que estaban colgadas también algunas otras cabezas que ahora no diré.
Pero era tan miserable que ni siquiera tuve fuerzas para eso y fue un vecino el que, con valentía épica, un día que sacó muy malas notas, tomó la escopeta de su padre, subió a la buhardilla y se disparó, apretando el gatillo con el dedo del pie y dándose tal tiro que sus sesos debieron llegar hasta la estación del tren que pasaba cada media hora y que llegaba desde tan lejos.
Esto me dio la idea de la huida, y del posible modo de apartarme tanto de ese ser como de mi madre, siempre tan fría y eficiente, siempre dueña de sí misma y que también me despreció, puesto que debió pensar o debió creer que mi nacimiento había precipitado el abandono del marido, o sea, de mi padre.
Cuando de ningún modo fui capaz tampoco de tomar esa decisión, y no acudí a comprar ningún billete a la estación del tren, ni tampoco fui capaz en ningún momento de tomar la escopeta y darle al buda en la cabeza, o al menos en el pecho, o ni tan siquiera tuve los arrestos de decirle todo lo que ahora le cuento a usted sobre este caso, comprendí que a los 18 años, ya mi vida estaba acabada y que había fracasado en todo y fracasaría en todo y que volvería a fracasar en todo, todo el tiempo que me restara de vida.
De modo que decidí encerrarme en esta habitación con la consola y vivir virtualmente, ya que era imposible vivir fuera.
Juzgue usted si mi caso no es un caso perdido.
Yo me juzgo a mí mismo muerto, muerto y enterrado. De modo que transmita usted a ese ser y a mi madre mi determinación de seguir aquí. Si quieren que salga, que se maten ellos, tal vez entonces yo pueda mirarme al espejo sin apartar la mirada.
3 comentarios
Sera Sánchez -
Saludos
fgiucich -
Víctor Manuel -