Cuento: El sueño de Mela Aizpuru
Por Gabriela Zayas
Mela... cuando la pienso, la veo erguida, alta y delgada como un junco, erguida y delgada por el corsé que usó durante años, siempre diciendo enderézate, hijita. Hay que ir siempre erguida en esta vida, pase el que pase.
Ojos azules, piel translúcida de tan blanca. Manos de pianista y tocaba...cómo tocaba Mela. Si todo lo hacía bien: leer, recitar, amasar pan o encender el horno a las cinco de la mañana, allá en Honduras, para alimentar a aquella ilustre tropa de sus hijos: Alberto, Vicente, Melita, Leonor, Sara, Samuel, Raquel y María . Aquella tropa que en los ríos se lanzaba a la brava, nalga al aire, salvaje, riente e inconsciente. Mi tío Sami aprendió a nadar antes que a andar porque lo lanzaron al río, y él, muy listo, movió las patitas y las manos diminutas: flotó. Hay milagros. A caballo se desplazaban por los campos. Mela, amazona osada. Hasta en una edad más que madura la veo montada, en los prados del Desierto de los Leones, qué nombre paradójico para un valle cubierto de bosques milenarios, cruzando rauda, diciendo, te juego una carrera, a ver quién gana.
Mela, obstinada, voluntariosa. Corría la voz en la casa, "Melita quiere"...
Melita quiere y consigue. Consiguió a su marido, un hombre raro, un hombre honesto, vegetariano, socialista , culto y con barbas de chivo, porque le gustó cómo la tomó del talle en un baile, allá en Chihuahua, en su Parral de los recuerdos. Todos los galanes eran tímidos. Tomaban a las señoritas como con miedo, y ella me dijo, tu abuelito me agarró firmemente por el talle y me dijo, míreme a la cara, señorita, porque está usted viendo la cara de su marido, del que se va a casar con usted dentro de un año. Así que míreme de frente, a ver si le gusto. Y si le gusto, quedamos cuando quiera.
En esa época, me dijo Mela, las muchachas decentes no miraban a los ojos a los hombres, sólo de refilón, no fuera a ser que se pensaran que ellas andaban buscando líos. Pero mi abuela lo miró, lo miró a la cara fijamente, me dijo, y le sonrió. Le dijo, pues sí, usted me gusta. Tiene los ojos transparentes y le voy a decir una cosa, si usted me quiere por esposa, yo también lo querré a usted. Pero no me haga bolas. Sea usted firme en sus sentimientos. Una canita al aire y usted no me ve más. Casados o no casados ¿Estamos?
Mi abuela Mela y Pedro se casaron al año. Año de 1898. Él andaba siempre estudiando, con sus libros alemanes, franceses, sus libros en griego y en latín ,y era muy muchachero, jugaba siempre con sus hijos, les enseñaba cosas desordenadamente. Ella mandaba en la casa, qué duda cabe. Ella imponía el orden. Melita quiere. Fueron naciendo los hijos, y vino la Bola. La revolución. Pedro vio su momento. Momento de cumplir sus anhelos de justicia social. México es un país de aprovechados y de ladrones. Hay que dar a los pobres lo que es suyo, lo que les han quitado todos éstos. Y se apuntó a las filas del Constitucionalismo. Nunca fue de Pancho Villa, nunca le gustaron esas bromas del Centauro del Norte, esas pachangas. Es un simple cuatrero, eso le dijo a Mela. Te voy a mandar fuera con los niños, porque no quiero que vengan esos cabrones y te violen, te maten y me presenten tu cabeza. Te me vas a ir muy lejos. Con la tropa. Te nombro capitana de tu pequeño ejército, ahí me los cuidas. Me les enseñas lo que en la escuela no enseñan. A ser hombres y mujeres de bien. Samuel estaba tan chiquito que ni siquiera gateaba.
Pedro acompañó a Venustiano Carranza en todas sus campañas. Era un hombre de letras y era un hombre de acción. Estuvo en el Congreso Constituyente y en las buenas y en las malas fue siempre fiel a sus ideas y a Mela. Tal como le prometió.
Mi abuelita, desde el comienzo, entendió que la decisión de su marido era una orden. Y ahí se fue mi abuelita, cruzando la República de lado a lado, atravesando Guatemala, a caballo, en burro, en carreta y en tren, que todo eso usó para llegar tan lejos, y se instaló en Olanchito, donde encontró un lugar a su gusto. En el monte. Junto al río Aguán. Allá la llamaban la inglesita, por sus cabellos claros y sus ojos azules, pero era más mexicana que el mole. Melita quiere. Mujer del norte mexicano, brava como un león herido, dulce como una canción. Con la tropa siempre ordenada, aún en medio de aquellas selvas, de aquellos montes, en medio del bravo río, remando para ir a buscar las vituallas. Tú vas por la leña, Alberto; a ver, Vicente, esas manos, lavadas; vamos a ponernos con el solfeo después de la siembra del maicito; vístanse para comer. Y todos ellos aprendieron a solfear, a amasar pan, a hacer tortillas, a nadar y a cazar conejos y palomas. Aprendieron a leer en francés y en castellano, y los grandes cuidaban de los chicos, y a veces, como he dicho, los tiraban al río.
En la noche, las camas con mosquitera los guardaban como las alas del ángel de la guarda.
Y esa noche, la noche del sueño de Mela, Mela vio cómo su cama comenzaba a arder. Se despertó en el sueño, en el sueño soñó que despertaba. La cama ardía y en la puerta estaba Pedro. Pedro herido, con una raja en el pecho, con la camisa hecha jirones, descalzo y todo ennegrecido por el fuego. En la mano llevaba una carta sellada.
Mi abuela le dijo, Pedro ¿se está quemando la casa? Y él contestó, no Mela, soy yo que ya estoy muerto. Vengo a avisarte. Nunca te dije que te quería como te quería. Mis palabras no fueron reflejo de mi amor. Te lo hice ver, sí es cierto, pero tuve siempre miedo de decirte palabra a palabra lo feliz que me hiciste. Lo mucho que te quiero. Por eso, en las noches, en las madrugadas, cuando llegaba a los ranchos o dormía al raso, me ocupé de escribirte poco a poco lo que estuve sintiendo todos estos años por ti. Y aquí te traigo la carta: es muy larga, es como un diario de mi amor. Léela con gusto, sabe cuánto te quise, cuánto te estoy queriendo.
Mela, en el sueño, se levantó y apartó los tules de la cama, que ardían. Iba descalza, me cuenta, sintiendo el suelo frío. Se acercó a su marido y le tomó la carta de las manos. Él desapareció.
Cuando se despertó al otro día, Melita supo que el sueño era verdad, que su Pedro había muerto en algún lado. Buscó la carta por toda la pieza, pero no la encontró. Pensó, ya llegará la carta, y preparó a sus hijos. Les dijo, muchachos, su papá se murió. Anoche vino a verme. No nos vamos a poner de luto porque el luto se lleva dentro. Vamos a dar una vuelta por el monte, vamos a recoger muchas flores, las vamos a tirar al río, para que le lleguen.
Preparó luego a la tropa, órdenes y contraórdenes, y comenzó el regreso hasta Parral. Tardó más de un año en llegar, y cuando por fin llegó, la estaba esperando una carta de mi abuelo. Un compañero de armas la había llevado hasta la casa de los padres de Mela. Mi abuelo, tal vez presintiendo el fin, se la había dado a Bernardo Álvarez, por si le pasaba algo.
Pedro había muerto en Tlaxcaltongo, al lado de su general Carranza, en la emboscada. Se habían refugiado de la balacera en una iglesia y allí los habían matado. Los encerraron y prendieron fuego a la iglesia. Así había muerto Pedro. Chamuscado.
¿Y la carta, abuelita? ¿La carta?... Mela me miró, ojos azules, piel translúcida. La carta, m' hijita, la tengo en esa cajita de terciopelo. Ya les dije a tus tíos. Cuando me muera, que me incineren con ella. Yo también quiero arder, me dijo, con esa carta en mis manos.
Mela... cuando la pienso, la veo erguida, alta y delgada como un junco, erguida y delgada por el corsé que usó durante años, siempre diciendo enderézate, hijita. Hay que ir siempre erguida en esta vida, pase el que pase.
Ojos azules, piel translúcida de tan blanca. Manos de pianista y tocaba...cómo tocaba Mela. Si todo lo hacía bien: leer, recitar, amasar pan o encender el horno a las cinco de la mañana, allá en Honduras, para alimentar a aquella ilustre tropa de sus hijos: Alberto, Vicente, Melita, Leonor, Sara, Samuel, Raquel y María . Aquella tropa que en los ríos se lanzaba a la brava, nalga al aire, salvaje, riente e inconsciente. Mi tío Sami aprendió a nadar antes que a andar porque lo lanzaron al río, y él, muy listo, movió las patitas y las manos diminutas: flotó. Hay milagros. A caballo se desplazaban por los campos. Mela, amazona osada. Hasta en una edad más que madura la veo montada, en los prados del Desierto de los Leones, qué nombre paradójico para un valle cubierto de bosques milenarios, cruzando rauda, diciendo, te juego una carrera, a ver quién gana.
Mela, obstinada, voluntariosa. Corría la voz en la casa, "Melita quiere"...
Melita quiere y consigue. Consiguió a su marido, un hombre raro, un hombre honesto, vegetariano, socialista , culto y con barbas de chivo, porque le gustó cómo la tomó del talle en un baile, allá en Chihuahua, en su Parral de los recuerdos. Todos los galanes eran tímidos. Tomaban a las señoritas como con miedo, y ella me dijo, tu abuelito me agarró firmemente por el talle y me dijo, míreme a la cara, señorita, porque está usted viendo la cara de su marido, del que se va a casar con usted dentro de un año. Así que míreme de frente, a ver si le gusto. Y si le gusto, quedamos cuando quiera.
En esa época, me dijo Mela, las muchachas decentes no miraban a los ojos a los hombres, sólo de refilón, no fuera a ser que se pensaran que ellas andaban buscando líos. Pero mi abuela lo miró, lo miró a la cara fijamente, me dijo, y le sonrió. Le dijo, pues sí, usted me gusta. Tiene los ojos transparentes y le voy a decir una cosa, si usted me quiere por esposa, yo también lo querré a usted. Pero no me haga bolas. Sea usted firme en sus sentimientos. Una canita al aire y usted no me ve más. Casados o no casados ¿Estamos?
Mi abuela Mela y Pedro se casaron al año. Año de 1898. Él andaba siempre estudiando, con sus libros alemanes, franceses, sus libros en griego y en latín ,y era muy muchachero, jugaba siempre con sus hijos, les enseñaba cosas desordenadamente. Ella mandaba en la casa, qué duda cabe. Ella imponía el orden. Melita quiere. Fueron naciendo los hijos, y vino la Bola. La revolución. Pedro vio su momento. Momento de cumplir sus anhelos de justicia social. México es un país de aprovechados y de ladrones. Hay que dar a los pobres lo que es suyo, lo que les han quitado todos éstos. Y se apuntó a las filas del Constitucionalismo. Nunca fue de Pancho Villa, nunca le gustaron esas bromas del Centauro del Norte, esas pachangas. Es un simple cuatrero, eso le dijo a Mela. Te voy a mandar fuera con los niños, porque no quiero que vengan esos cabrones y te violen, te maten y me presenten tu cabeza. Te me vas a ir muy lejos. Con la tropa. Te nombro capitana de tu pequeño ejército, ahí me los cuidas. Me les enseñas lo que en la escuela no enseñan. A ser hombres y mujeres de bien. Samuel estaba tan chiquito que ni siquiera gateaba.
Pedro acompañó a Venustiano Carranza en todas sus campañas. Era un hombre de letras y era un hombre de acción. Estuvo en el Congreso Constituyente y en las buenas y en las malas fue siempre fiel a sus ideas y a Mela. Tal como le prometió.
Mi abuelita, desde el comienzo, entendió que la decisión de su marido era una orden. Y ahí se fue mi abuelita, cruzando la República de lado a lado, atravesando Guatemala, a caballo, en burro, en carreta y en tren, que todo eso usó para llegar tan lejos, y se instaló en Olanchito, donde encontró un lugar a su gusto. En el monte. Junto al río Aguán. Allá la llamaban la inglesita, por sus cabellos claros y sus ojos azules, pero era más mexicana que el mole. Melita quiere. Mujer del norte mexicano, brava como un león herido, dulce como una canción. Con la tropa siempre ordenada, aún en medio de aquellas selvas, de aquellos montes, en medio del bravo río, remando para ir a buscar las vituallas. Tú vas por la leña, Alberto; a ver, Vicente, esas manos, lavadas; vamos a ponernos con el solfeo después de la siembra del maicito; vístanse para comer. Y todos ellos aprendieron a solfear, a amasar pan, a hacer tortillas, a nadar y a cazar conejos y palomas. Aprendieron a leer en francés y en castellano, y los grandes cuidaban de los chicos, y a veces, como he dicho, los tiraban al río.
En la noche, las camas con mosquitera los guardaban como las alas del ángel de la guarda.
Y esa noche, la noche del sueño de Mela, Mela vio cómo su cama comenzaba a arder. Se despertó en el sueño, en el sueño soñó que despertaba. La cama ardía y en la puerta estaba Pedro. Pedro herido, con una raja en el pecho, con la camisa hecha jirones, descalzo y todo ennegrecido por el fuego. En la mano llevaba una carta sellada.
Mi abuela le dijo, Pedro ¿se está quemando la casa? Y él contestó, no Mela, soy yo que ya estoy muerto. Vengo a avisarte. Nunca te dije que te quería como te quería. Mis palabras no fueron reflejo de mi amor. Te lo hice ver, sí es cierto, pero tuve siempre miedo de decirte palabra a palabra lo feliz que me hiciste. Lo mucho que te quiero. Por eso, en las noches, en las madrugadas, cuando llegaba a los ranchos o dormía al raso, me ocupé de escribirte poco a poco lo que estuve sintiendo todos estos años por ti. Y aquí te traigo la carta: es muy larga, es como un diario de mi amor. Léela con gusto, sabe cuánto te quise, cuánto te estoy queriendo.
Mela, en el sueño, se levantó y apartó los tules de la cama, que ardían. Iba descalza, me cuenta, sintiendo el suelo frío. Se acercó a su marido y le tomó la carta de las manos. Él desapareció.
Cuando se despertó al otro día, Melita supo que el sueño era verdad, que su Pedro había muerto en algún lado. Buscó la carta por toda la pieza, pero no la encontró. Pensó, ya llegará la carta, y preparó a sus hijos. Les dijo, muchachos, su papá se murió. Anoche vino a verme. No nos vamos a poner de luto porque el luto se lleva dentro. Vamos a dar una vuelta por el monte, vamos a recoger muchas flores, las vamos a tirar al río, para que le lleguen.
Preparó luego a la tropa, órdenes y contraórdenes, y comenzó el regreso hasta Parral. Tardó más de un año en llegar, y cuando por fin llegó, la estaba esperando una carta de mi abuelo. Un compañero de armas la había llevado hasta la casa de los padres de Mela. Mi abuelo, tal vez presintiendo el fin, se la había dado a Bernardo Álvarez, por si le pasaba algo.
Pedro había muerto en Tlaxcaltongo, al lado de su general Carranza, en la emboscada. Se habían refugiado de la balacera en una iglesia y allí los habían matado. Los encerraron y prendieron fuego a la iglesia. Así había muerto Pedro. Chamuscado.
¿Y la carta, abuelita? ¿La carta?... Mela me miró, ojos azules, piel translúcida. La carta, m' hijita, la tengo en esa cajita de terciopelo. Ya les dije a tus tíos. Cuando me muera, que me incineren con ella. Yo también quiero arder, me dijo, con esa carta en mis manos.
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