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Cuando vinieron los cantantes

                                                                                             

Para Lety Ricardez, que quería saber esta historia que yo no conocía (y me la tuve que inventar).

Usted quiere saber la historia de Patricia y yo se la voy a contar. Debo comenzar cuando los cantantes llegaron a la ciudad ¿Usted sabe que en esta ciudad no había teatro? Parece mentira ¿verdad? Pero es rigurosamente cierto. Los cantantes llegaron de la ciudad de Ponte  y lo hicieron en una carretita color chicle masticado llena de cosas, de triques y con sus colchones, sus vestidos, sus instrumentos para la orquesta y sus estampitas. No eran estampitas de vírgenes o de santocristos, sino que eran fotografías de ellos mismos en sus distintos papeles y que vendían a la salida de la función para redondear la ganancia. No me olvidé de eso con los años, porque mi prima Pachita se entusiasmó con el negro que cantaba el Otelo de Verdi y que en realidad no era negro, como usted comprenderá, sino sólo se pintaba la cara hasta el cuello y le llamo "estampita" porque cuando se fueron los cantantes, Pachi puso la estampa en un marquito de plata en un altarcito, con su vela, sus flores, sus conchitas de mar y su jarrito con tequila que se tomaba todas las noches antes de irse a acostar.

Patricia andaba por la calle de la Reforma de la Patria muy quitada de la pena, cuando el barítono de la compañía, que estaba paseando al perro (no le conté que en el intermedio había un número de perro amaestrado que tenía mucho éxito), la vio. Desde el otro lado de la avenida, el barítono la saludó, haciendo una profunda reverencia, cual si estuviese enfrente de una reina. Con la gracia aprendida en miles de reverencias repetidas delante de  los públicos más diversos, el barítono acertó a caerle en gracia a Patricia, por aquel tiempo una mujer que tenía un pecho abundante y unas caderas amplias, así como unos pómulos salientes y unos ojos tremendos, como de loba o de pantera negra. No era exactamente hermosa, pero parecía una mujer romana y su nombre le quedaba que ni pintado.

La avenida de la Reforma de la Patria en ese momento quedó paralizada por ambos lados de la vía. Los coches y caballos que subían y los coches y caballos que bajaban no se movieron. Un segundo y siguieron su camino para arriba y para abajo con gran prisa, pero no se movieron durante ese segundo que tardó el barítono en ver a su ya desde instante amada Patricia hasta que los ojos de ella le devolvieron la mirada y le sonrieron.

No hizo falta más para que se encendiera en ambos la llama de la pasión.

Durante tres días y tres noches el barítono y Patricia no hicieron más que fornicar. Cuando llegaba la hora de la función, y ya vestido él con su traje  de Gianni Schicchi, ya se sentía  deseoso de terminar lo más pronto posible, desde antes de empezar a cantar, aunque no descuidaba sus actuaciones para que la obrita no perdiera el interés: no quería que la compañía pudiera resentirse de un fracaso.

El lugar elegido para la representación era la plaza de toros, por lo que el esfuerzo de los cantantes se veía multiplicado, intentando llegar, sin ayuda de acústica alguna, hasta el último rincón.

Sin embargo, Patricia y el barítono estaban felices porque al menos la ópera sólo constaba de un acto. En cuanto finalizaba éste, el barítono ejecutaba unas cuantas reverencias rápidas, después de recitar alegremente la última frase de su papel: Por esta travesura me han arrojado al infierno.

Las reverencias las hacía ya sin la gracia de su gran reverencia de la Avenida de la Reforma de la Patria, para volver volando a los brazos de su amada.

La desaparición de Patricia, entretanto, me angustió. Por aquel entonces se hallaba viviendo conmigo y al no recibir noticias suyas, me asusté. Usted ya sabe que confío poco en la buena suerte y más en la mala suerte y creí o soñé que Patricia estaba delicadamente tirada debajo de un puente de las afueras de la ciudad, con el cuello cortado y el vestido en desorden.

Afortunadamente, recibí una carta. Patricia me explicaba lacónicamente que había encontrado al hombre de su vida y que se iba con él.Para entonces, cada una de las obras del Tríptico de Puccini ya había sido escuchada por todos los que en el pueblo acudían a esos acontecimientos, de modo que no quedaba otra que despedirse de su amado cantante o partir en calidad de acompañante.  Por supuesto, Patricia decidió irse con él. Apresuradamente la ayudé a juntar sus cosas; nos besamos, lloramos un poco -yo más que ella-, y se fue. Aunque yo tuve mis temores, le deseé buena suerte y me desentendí. Estaba -no se lo niego,- un poquito enojada con ella.

¿Usted conoce la obra de Puccini? Acababa de ser estrenada la obra y aquí ya se cantaba. Es la historia de un pícaro. Un pícaro plebeyo que aprovecha la oportunidad para que su hija y el noble Rinuccio, su novio, se queden con la herencia que no ha querido dejarles un tío lejano del muchacho. Para ello, se sirve de una suplantación. La anécdota es recogida por Dante Alighieri, quien la relata en el Canto XXX de su Inferno. Yo pensaba que el tal barítono era también un pícaro, llevándose a mi amiga con él sin el santo matrimonio. Pero quien quiera que no haya pecado, que tire la primera piedra. Me aguanté. No les deseaba un mal, pero quise dejar de pensar en ellos.

No quisiera describirle al barítono, sólo diré que se llamaba Arturo,  que era muy alto y que en su cara resplandecían unos ojos verdes que podrían incendiar la iglesia de San Felipe con una sola mirada, aunque ya no era tan joven.  Y nada diré de su voz, tan poderosa y clara que cualquier inflexión inundaba el pueblo con una capa de rocío improcedente y súbita.

Pasó el tiempo. Nada se volvió a saber de la huida. Casi la  había olvidado yo, cuando poco después de mi matrimonio, vi llegar a una mujer con sus dos niños. Uno de ellos era alto y rubio como un ángel, mientras que el otro era moreno y pequeño y tenía una expresión amarga en la cara. Era ella. Patricia, transformada en un triste fantasma de sí misma.

El barítono había perdido la voz una noche  que había cantado desde la plaza del pueblo a Patricia, oculta en su habitación por causa de una trastada de su amado con una mujer cuyo nombre era Laura y que le había robado el corazón, aunque ya se hallaba arrepentido. A base de romanzas, Rigolettos, Papagenos y Don Giovannis se quería hacer perdonar la infidelidad. Estaba tan borracho que ni siquiera se dio cuenta de que hacía un viento atroz y de que nadie le escuchaba. Todos los habitantes de la ciudad habían cerrado las ventanas y habían huido a los rincones más profundos de sus casas, espantados por el aire sibilante. Patricia también estaba en lo más profundo de la casa entonces compartida con su amante, llorando, indignada y perdida. Por la mañana había recibido un regalo: un bebé pequeño, delgaducho y moreno, que llevaba una nota ensartada en el babero: Soy el hijo de Gianni Schicchi y me llamo Pablo. Si tú no me cuidas me voy a morir sin más.

No se sabe si fue la aparición del hijo, el viento helado de la noche o la tristeza porque Patricia no le volvió a franquear la puerta de la alcoba, pero el barítono perdió la voz: se quedó completamente mudo. Completamente. Para evitar la ruina, decidió dedicarse entonces a la escritura y a la composición. Solía, me contó luego Patricia, escribir libretos con sus correpondientes partituras, que nunca llegaba a terminar. Sus ideas salían por la ventana en busca de aquel viento que le había arrebatado la voz. Como no podía comunicarse, su humor se agrió hasta tal punto que acabó bebiendo, hasta el fondo, todos los vasos de vino que pudo llenar.

Al principio y sólo por orgullo, Patricia no le buscaba para darle consuelo o para decirle cuánto le amaba aún;  pero poco a poco el amor se fue también por la ventana, se hizo más hondo el rencor, y el amor acabó huyendo como todo lo que habían tenido, tras aquel viento atroz.

Volvió pues al pueblo con sus dos hijos. Nunca sintió otra cosa que amor por aquel pequeño regalado que había sido el causante de su desdicha. Lo quiso tanto como a su propio hijo. Volvió a mi casa, ahora mía, de mi marido y de mis hijos. No pude dejarla sola y sin amparo. De vez en cuando recibía una carta. Una carta que no tenía nada escrito: una carta en blanco. Patricia la guardaba en un cajón. Los niños crecían, ella iba envejeciendo. Nunca más volvió a amar.

Aquellas cartas sin palabras se iban amontonando, ya sin abrir. Patricia había perdido la esperanza. Antes de morir, me pidió que las diera a sus hijos. Me señaló el cajón donde las guardaba. Me dijo: Así, mudo y en blanco se quedó mi corazón.

Al poco de morir ella, reuní fuerzas, escribí a sus hijos, que ya vivían lejos del pueblo, que estaban ya casados, que ya no se acordaban casi de su madre. Vinieron a recoger su pobre herencia. Cuando vieron las cartas se indignaron, se fueron gritando improperios. Nunca más volví a ver al alto, rubio, hermoso Felipe, ni al moreno y delgado Pablo. Recogí las cartas. Por un extraño presentimiento las abrí, una por una.

Todas decían lo mismo: Vuelve conmigo, y seguían las partituras.

Cuando las había abierto Patricia – y yo estaba con ella, yo soy testigo-, no había nada escrito ¿Por qué ahora aparecían esas pocas palabras seguidas de ese torrente de notas escritas? Claramente se veían el Vuelve conmigo y los pentagramas, las claves, las notas, los compases: eran canciones de amor.

Llorando, me acerqué a la ventana y escuché en silencio: un viento helado se desató y rugió toda la noche.

6 comentarios

Gabriela -

Hecho, y ya sabes. Un beso, emejota.

emejota -

A mí me haría mucha ilusión que me escribieras una historia. Para mí. O sobre mí. Que me contaras cómo me ves, cómo me muevo, quién soy, al otro lado del espejo donde surgen tus escritos. Una historia compartida para todos, claro.

Eres una magnífica escritora, Gabriela. Hay una atmósfera singularísima, reconocible, un clima extraño y fascinador que hace tus historias únicas tanto en la trama como en la manera de contar.

Cuéntame alguna vez, por favor (y perdona el atrevimiento)

Toda mi admiración.

Gabriela -

Gracias chicos, os leeré con frecuencia.

Matías y Pablo -

Gracias por tu visita, Gaby. Adheriremos nostros también tu link. Muy buen Blog!!

Gabriela Zayas De Lille -

Sí, Lety, pero mira que me has hecho sudar, jajajaja. Un beso. Me alegro que te haya gustado.

letyricardez -

Vine a dejarte aquí mi gratitud. Yo sabía mi querida Gabriela que tras ese rostro interesante, había una historia igual. ¿Te imaginas la fuente que tienes en todas tus pinturas? Algo deben haberte dicho en el instante en que decidiste plasmarlas para la eternidad. Igual la historia se fraguó en ese momento, pero quedó oculta tras las luces y sombras, en el abrazo de un color con el otro. Mira ahora a Patricia hablarnos desde las profundidades de tu mente o desde sus propios, tremendos ojos de loba. Y oye también a Arturo, el sin voz, hablar desde ultratumba. Estoy segura que si pudieramos ahora conjuntar los pentagramas, las claves, los compases y las notas, escucharíamos la más bella canción de amor, la que jamás se ha escrito. La que nunca se escribirá. Gracias mi Gaby por darle vida a tu Patricia para mí.