La impaciencia del corazón, de Stefan Zweig
De niña, en la biblioteca de mi abuelo, se encontraban algunas obras de Zweig: Veinticuatro horas en la vida de una mujer, y las biografías de María Antonieta y de María Estuardo. Antes de los doce años ya las había leído, porque ya he comentado antes que yo, en cuestión de libros, he sido siempre omnívora. No sé si a mi abuela, a mi abuelo o a mi madre les gustaba el género biográfico, el caso es que, aparte de las de Zweig, había muchas biografías, por ejemplo, las de André Maurois (especialmente, recuerdo la de Ariel, o la vida de Shelley). Cuando mi madre me pescó con esta última, me dijo que no era apropiada para mi edad. De modo que tuve que leerla a escondidas, escudada tras el inmenso Atlas del National Geographic, debilidad que también me ha durado hasta hoy: amo los Atlas casi tanto como las enciclopedias De ahí que los post viajeros de Ferre en retroklang me atraigan como la miel al osito Winnie the Pooh.
A lo que iba: mi otra gran afición era sentarme por las tardes a ver las películas americanas de los años cuarenta y cincuenta que pasaban por el canal 4 de la televisión mexicana. Y los domingos, a las ocho, el Teatro. Fue en esa hora teatral en que Emilia Carranza y Lorenzo de Rodas presentaban obras (me imagino que con inusual modestia y toneladas de cartón piedra), donde vi esta obra de Zweig, La impaciencia del corazón. Me conmovió. Cuando a los doce años, mi tío Mario me llevó por fin a conocer el mar, quiso la casualidad que en una playa (quizá la de Caleta o la de Caletilla), conociera a Emilia Carranza. Fue muy amable. Le dije que me había gustado mucho una obra que le había visto; yo no recordaba el nombre, pero sí el argumento. La impaciencia del corazón, me dijo. También me dio un autógrafo, que vete a saber dónde y cuando se perdió. Hace unas semanas, cuando buscaba un libro para mi ex, vi que Acantilado la había reeditado y me la traje. He tardado un poco en leerla. Nunca la había leído y el estilo absorbente, hermoso, implacable e impecable de Zweig se me había quedado olvidado entre los pliegues de la memoria de mi infancia devoradora de libros.
La obra es un excelente melodrama. El tema que la recorre es la crueldad inesperada, agazapada detrás de la compasión. Los movimientos contradictorios de un alma que desea hacer el bien, pero que no acaba de aceptar que para hacerlo debe inmolarse en aras de ese bien. En esas vacilaciones, en esas idas y venidas desde los buenos propósitos hasta la realidad no deseada del sacrificio se mueve esta historia, magníficamente contada.
Zweig penetra con la precisión de un cirujano en la interioridad de sus personajes. Cuántas veces hemos leído historias bien contadas, argumentos bien planteados, en los que los personajes no acaban nunca de tener una entidad verdaderamente humana, no acaban de encarnarse. En Zweig, en cambio, los personajes laten, viven, piensan, aman y sufren desde el primer momento. Los lectores asistimos a su drama como si estuviéramos en su interior, torturados, como ellos, por la duda o por la angustia del ¿qué hacer? Buscamos el camino con ellos, pero el camino se va cerrando. Comprendemos que el desenlace se acerca, ineluctable, pero no podemos hacer otra cosa. La vida es injusta y el drama se perfila.
El teniente Hofmiller es un buen hombre, un hombre de 25 años, sensible, compasivo. Sin embargo, esa misma capacidad de conmoción, esa misma sensibilidad exacerbada, le llevan a ejecutar actos de piedad impulsivos que en el fondo no puede sostener, porque van en contra de sí mismo. Llevado y traído en un vaivén angustioso, su piedad por la inválida Edith von Kekesfalva lo impele a dejarse embaucar en esa trampa mortal, de la que, lo sabemos, va a huir en un momento o en otro, echando abajo el edificio todo que con trabajos había ido construyendo: el de la fe y la esperanza de un futuro normal que habita en el corazón de la pobre niña.
Zweig traza con precisión los desvaríos, las vacilaciones, las dudas y los tormentos de Anton Hofmiller. Y también la manipulación (bienintencionada, pero implacable) del padre de la criatura, el judío disfrazado de noble húngaro, Lajos von Kekesfalva (en realidad llamado Leopold Kanitz), cuya historia es también extraordinaria y conmovedora, por contradictoria e imprevisible.
Edith, con sus ataques de ira, sus intentos de suicidio, su desesperación, su amor imposible por el bello teniente, es el epítome del enfermo crónico, aquel que con la piedad que despierta con sus sufrimiento lo obtiene todo de los demás; aquel que no tolera la más mínima rebelión, aquel que empuña su enfermedad como un arma para erigirse en tirano. Los demás, Ilona -la bella prima de la muchacha-, los criados, el padre, el teniente, son muñecos en sus manos. Pero hay una cosa en la que ella no puede imponerse: el alma, los sentimientos del teniente, que no son más que de lástima, de piedad y no de amor, como ella desearía, necesitaría. Hofmiller se horroriza en el fondo, al pensar en ese compromiso que le ha sido arrancado de forma tan alevosa. Piensa en las risas de sus compañeros del regimiento, en las burlas inacabables de todos al verle ligado de por vida a una tullida, a una inválida contrahecha, como él la llama para sus adentros. La figura del padre se le representa como la del Djin, un duende malévolo que convence a un viajero compasivo de que le lleve a cuestas, y una vez subido en su espalda lo ahoga con las piernas, lo destruye. El sonido de las muletas de Edith lo persigue en sus sueños pesadillescos: ¡Toc, toc, toc!
--Tiene que ayudarla...sólo usted puede ayudarla, sólo usted...También Condor lo dice: ¡Usted y nadie más! Se lo suplico, tenga compasión...no puede seguir así..., de lo contrario, cometerá algún desatino, se perderá.
A pesar de que las manos me tiemblan, obligo al anciano a levantarse, pero él sigue aferrándose a los brazos que intentan ayudarle; siento en mi carne sus dedos desesperadamente atenzados como garfios...es el djin, el djin de mis sueños, que abusa del compasivo.
El terror casi alucinatorio que la perspectiva de esa unión despierta en Hofmiller es la parte mejor trazada del relato de Zweig.
Todos los personajes se mueven enajenados en el círculo de la enfermedad de Edith menos el médico, Condor, hombre que sí conoce la verdad del sacrificio de su vida en aras de la piedad, pues se ha casado con una paciente ciega para no abandonarla y ha sido premiado con el amor incondicional de su esposa y ha encontrado en ella la verdadera felicidad. Condor explica a Hofmiller, impávido, que:
Hay dos clases de piedad. Una, débil y sentimental, que en realidad sólo es impaciencia del corazón para liberarse lo antes posible de la penosa emoción ante una desgracia ajena, es una compasión que no es exactamente compasión, sino una defensa instintiva del alma frente al dolor ajeno. Y la otra, la única que cuenta, es la compasión desprovista de lo sentimental, pero creativa, que sabe lo que quiere y está dispuesta a aguantar con paciencia y resignación hasta sus últimas fuerzas e incluso más allá.
Esta última, Hofmiller no puede sentirla sino fugazmente. Pero al momento siguiente, se arrepiente, da marcha atrás, termina huyendo. Tres veces huyó de esa casa maldita, tres veces, hasta la definitiva.
El drama se cierra. El estallido de la Primera Guerra Mundial da al teniente la posibilidad de buscar la muerte, que no llega. La apreciación de valentía que sugieren sus actos heroicos durante la contienda son una losa más que añadir a su cruz.
Gran novela, extraordinario estilo, penetración psicológica y humanidad: son mis conclusiones al cerrar la novela que, según veo, se sigue representando como obra de teatro en nuestros días.
Stefan Zweig, La impaciencia del corazón, Barcelona, Acantilado, 2006.
Henryk Szeryng, Brahms, Danza Húngara 17
15 comentarios
julia araya a -
Wesley -
alejandro -
DAvid -
Pese a ser el último libro que escribió, "El mundo de ayer" (así se llama su biografía) es una obra muy adecuada para conocer el mundo interior de Zweig, ya que en ella pone negro sobre blanco todas sus inquietudes, sus filias y sus fobias, su forma de entender el mundo.
Estoy de acuerdo con Gabriela en que hay que dar a conocer a este escritor, una de las últimas autoridades morales que tuvo Europa, un pacifista a carta cabal que luchó en vano por hacer de la cultura europea una resistencia ante la barbarie de la guerra. POr desgracia, todo en vano.
Gabriela -
Gracias a todos por sus ocmentarios.
carmen -
Paco -
Gabriela -
Creo que Zweig merece una revisión también en la blogósfera, por lo que me pondré a ello en cuanto acabe con Bernhard, (o él acabe conmigo). Un saludo muy cordial.
Gregorio -
Ferre -
"Tres maestros: Balzac, Dickens, Dostoyevsky"
Sorry.
Gabriela -
Me compraré la de Tres maestros que mencionas. Me apetece. Ahora estoy con Bernhard, pero es muy duro. Después, respiraré un poquito, que llevo unos días de hambre lectora.
Un abrazo.
Ferre -
Y no sólo de Zweig: Chesterton, Schnitzler, Chateaubriand,...
Y por si fuera poco, editan muy bien y con un estilo exquisito.
Gabriela -
Felipe, ese relato no lo conozco, y tampoco la autobiografía. Pero entre unos y otros vamos reconstruyendo la bibliografía del escritor austriaco. Un abrazo.
Felipe Zayas -
fgiucich -