Primer amor ( 1 )
Claire tuvo un hermano. ¿Lo sabía?. No, no lo sabía porque nunca se lo expliqué.
Pablo le llevaba a su hermana un año y nueve meses. Él era rubio, alto, guapo. Todo lo que ella no era. Era fuerte, ágil. Le enseñó a Claire a subir a los árboles, a saltar la reja de la casa cerrada. La casa y el jardín eran su reino. Esa casa solitaria no era oscura. No puedo decir que lo fuera. Todas las habitaciones eran grandes y estaban llenas de luz. La madre. Una mujer siempre ausente. Siempre fuera, trabajando. No fiera, pero no cariñosa. Fría. Eficiente. Su trabajo era su vida. Los hijos crecieron con las criadas. Con el jardinero. Solitarios no, porque se tenían el uno al otro.
Salían de clase a las 2 de la tarde. Y el resto del tiempo era suyo. Leían y jugaban. Cada tarde. Se leían uno al otro en voz alta los libros más inadecuados. Dante, Petrarca, Platón. No podemos saber ya qué entendían de los libros, pero sí que las palabras les enamoraban. Les encantaba escucharse, soñar.
Pablo crecía. Ella menos. Él le llevaba a veces pequeños regalos. Una libélula fue el que a ella más le gustó, muerta en su pequeña caja, con tantos colores.
Por las noches, la madre llegaba muy cansada. No tenía tiempo para ellos, o no tenía ganas de estar con ellos. Se sentaba ante el televisor. Ellos se iban al fondo de la casa. Lejos de ella. Tan fría, tan eficiente. Tan silenciosa. Tan sin caricias.
Claire tenía el cabello muy largo y había que peinarlo. Todas las noches había que cepillar esos cabellos castaños, lisos, abundantes. La madre la llamaba. Trae el cepillo y siéntate. Pero Claire se quejaba, me estiras el cabello. Antes de que la madre la tocara, Claire ya estaba llorando. Lás lágrimas le caían por las mejillas. Me duele, mamá.
Pablo entonces entraba. Déjalo, ya lo hago yo. Conmigo no llora. Que te peine tu hermano, decía. Y así se iban. Se iban por el pasillo hasta el fondo de la casa. En la habitación de Claire, se sentaban en la cama. Él deshacía las trenzas con sumo cuidado. Poco a poco, con infinita paciencia, iba pasando cabellos y cabellos hasta que toda esa masa quedaba tersa sobre la espalda de la niña. Luego volvía a dividir el pelo en dos mitades y tejía de nuevo las trenzas. Así, cada noche, durante años.
Después, los dos se iban a la cama. Claire se metía entre las sábanas. Contenta. Pablo la arropaba y acariciaba su carita. Ella tomaba las manos de él. El se tendía a su lado. Ponía su cabecita sobre el pecho de ella. Y ella le acariciaba los cabellos, los cabellos rubios, algo rebeldes. Se hablaban. Se contaban historias. Piratas, reyes, príncipes... aventuras en las selvas. Sí, ella iría después a las selvas, esperando encontrar a su Pablo. Pero no lo encontró.
Cuando Claire cumplió los doce años, hizo una íntima declaración de independencia. Estaba cansada de que la llevaran al colegio, cansada de las trenzas, tal vez cansada de dormir cada noche con ese hermano al lado. Se fue resueltamente a la peluquería. Dijo a la dueña, que dice mi mamá que me cortes las trenzas. ¿Estás segura? dijo Raquel. Sí, contestó muy formalita, dice que ya soy muy grande para llevar trenzas
¿Hasta dónde? Hasta aquí, dijo Claire y señaló el cuello.
Pablo la miró extrañado, interrogante. Más seria todavía, ella lo miró y le dijo, qué miras, ya no tengo trenzas, ya no me vas a peinar más, y ya no vas a dormir en mi cama. Ya soy grande y quiero dormir sola.
Tres días después, encontraron a Pablo en la bañera. Ahogado en su propia sangre. Ella no pudo verlo, no debió verlo, no lo recuerda. No se acuerda de nada. Pero oyó que decían que en el espejo, él había escrito con letras mayúsculas, con un lápiz de labios rojo, un nombre : CLAIRE.
Pablo le llevaba a su hermana un año y nueve meses. Él era rubio, alto, guapo. Todo lo que ella no era. Era fuerte, ágil. Le enseñó a Claire a subir a los árboles, a saltar la reja de la casa cerrada. La casa y el jardín eran su reino. Esa casa solitaria no era oscura. No puedo decir que lo fuera. Todas las habitaciones eran grandes y estaban llenas de luz. La madre. Una mujer siempre ausente. Siempre fuera, trabajando. No fiera, pero no cariñosa. Fría. Eficiente. Su trabajo era su vida. Los hijos crecieron con las criadas. Con el jardinero. Solitarios no, porque se tenían el uno al otro.
Salían de clase a las 2 de la tarde. Y el resto del tiempo era suyo. Leían y jugaban. Cada tarde. Se leían uno al otro en voz alta los libros más inadecuados. Dante, Petrarca, Platón. No podemos saber ya qué entendían de los libros, pero sí que las palabras les enamoraban. Les encantaba escucharse, soñar.
Pablo crecía. Ella menos. Él le llevaba a veces pequeños regalos. Una libélula fue el que a ella más le gustó, muerta en su pequeña caja, con tantos colores.
Por las noches, la madre llegaba muy cansada. No tenía tiempo para ellos, o no tenía ganas de estar con ellos. Se sentaba ante el televisor. Ellos se iban al fondo de la casa. Lejos de ella. Tan fría, tan eficiente. Tan silenciosa. Tan sin caricias.
Claire tenía el cabello muy largo y había que peinarlo. Todas las noches había que cepillar esos cabellos castaños, lisos, abundantes. La madre la llamaba. Trae el cepillo y siéntate. Pero Claire se quejaba, me estiras el cabello. Antes de que la madre la tocara, Claire ya estaba llorando. Lás lágrimas le caían por las mejillas. Me duele, mamá.
Pablo entonces entraba. Déjalo, ya lo hago yo. Conmigo no llora. Que te peine tu hermano, decía. Y así se iban. Se iban por el pasillo hasta el fondo de la casa. En la habitación de Claire, se sentaban en la cama. Él deshacía las trenzas con sumo cuidado. Poco a poco, con infinita paciencia, iba pasando cabellos y cabellos hasta que toda esa masa quedaba tersa sobre la espalda de la niña. Luego volvía a dividir el pelo en dos mitades y tejía de nuevo las trenzas. Así, cada noche, durante años.
Después, los dos se iban a la cama. Claire se metía entre las sábanas. Contenta. Pablo la arropaba y acariciaba su carita. Ella tomaba las manos de él. El se tendía a su lado. Ponía su cabecita sobre el pecho de ella. Y ella le acariciaba los cabellos, los cabellos rubios, algo rebeldes. Se hablaban. Se contaban historias. Piratas, reyes, príncipes... aventuras en las selvas. Sí, ella iría después a las selvas, esperando encontrar a su Pablo. Pero no lo encontró.
Cuando Claire cumplió los doce años, hizo una íntima declaración de independencia. Estaba cansada de que la llevaran al colegio, cansada de las trenzas, tal vez cansada de dormir cada noche con ese hermano al lado. Se fue resueltamente a la peluquería. Dijo a la dueña, que dice mi mamá que me cortes las trenzas. ¿Estás segura? dijo Raquel. Sí, contestó muy formalita, dice que ya soy muy grande para llevar trenzas
¿Hasta dónde? Hasta aquí, dijo Claire y señaló el cuello.
Pablo la miró extrañado, interrogante. Más seria todavía, ella lo miró y le dijo, qué miras, ya no tengo trenzas, ya no me vas a peinar más, y ya no vas a dormir en mi cama. Ya soy grande y quiero dormir sola.
Tres días después, encontraron a Pablo en la bañera. Ahogado en su propia sangre. Ella no pudo verlo, no debió verlo, no lo recuerda. No se acuerda de nada. Pero oyó que decían que en el espejo, él había escrito con letras mayúsculas, con un lápiz de labios rojo, un nombre : CLAIRE.
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