La sorpresa de Pascua
Por Gabriela Zayas
Cuando éramos niños, mi madre solía esconder en el inmenso jardín de la casa, canastas con huevos de chocolate o de caramelo, conejitos de peluche, así como pollitos de juguete. Nos levantábamos ilusionados. El jardín era tan grande...era como buscar un tesoro en alta mar. A veces, triunfando sobre esa indolencia que la caracterizaba para todo aquello que tenía que ver con nosotros, mi madre se levantaba de la cama para indicarnos si estábamos cerca o lejos de nuestro objetivo: Frío, frío...tibio...caliente....hirviendo, cuando llegábamos a descubrir el tesoro chocolatil. Una vez, yo debía tener 8 ó 9 años, llegó una postal desde Estados Unidos, debía ser el Lunes de Pascua. Llevaba escrito mi nombe en el sobre y la abrí. Descubrí un conejito pintado, con una lágrima de cristal pegada a su mejilla. Algo como estoy lejos y te recuerdo en Pascua debía decir. Era del extraño: del padre no recordado, no conocido, misterioso ser cuya existencia se intuía pero de quien no se hablaba: nunca se hablaba de él, su existencia no podía ponerse en duda, pero era eludida, acallada, quizá por ser un ser peligroso, un ser fantasmagórico, ominoso. Las cábalas de Pablo y mías sobre la excéntrica postal, un conejo llorando una lágrima de cristal pegada a su mejilla; la ahora verificada existencia de tan misterioso ser superaron ese año la expectativa de la canasta oculta entre las plantas. Aún así, y para mayor seguridad, preguntamos a mi madre por la existencia del ser misterioso. Enfadada, me riñó por haber abierto el sobre. Yo respondí, lo recuerdo como si fuese hoy, el sobre ponía mi nombre, y tuve conciencia de la profunda injusticia de ella cuando respondió, es igual: no debías haberla abierto sin estar yo presente.
Verificada de esa manera algo enigmática la peligrosidad del sujeto que envío la conejil postal lacrimosa, Pablo y yo decidimos enterrarla al lado del cadáver de nuestro amado perro "Tigre", como testimonio una vez más de que aquello no podía constituir y no constituía, más que un mensaje de un más allá cuyos detalles no deseábamos investigar, por miedo a ser fulminados por el rayo de la ira de ella. Sin embargo y a pesar de mis deseos, ya veis cómo aquí, tantos años después, esa postal de Pascua se erige como uno de los más vívidos recuerdos de mi infancia.
De entonces acá, los conejos de Pascua, los huevos de chocolate, las canastitas escondidas y las postales alusivas me han parecido objetos especialmente siniestros.
Así fue como Pablo y yo comprobamos que el ser llamado "padre" existía verdaderamente. Fue una sorpresa de Pascua.
Cuando éramos niños, mi madre solía esconder en el inmenso jardín de la casa, canastas con huevos de chocolate o de caramelo, conejitos de peluche, así como pollitos de juguete. Nos levantábamos ilusionados. El jardín era tan grande...era como buscar un tesoro en alta mar. A veces, triunfando sobre esa indolencia que la caracterizaba para todo aquello que tenía que ver con nosotros, mi madre se levantaba de la cama para indicarnos si estábamos cerca o lejos de nuestro objetivo: Frío, frío...tibio...caliente....hirviendo, cuando llegábamos a descubrir el tesoro chocolatil. Una vez, yo debía tener 8 ó 9 años, llegó una postal desde Estados Unidos, debía ser el Lunes de Pascua. Llevaba escrito mi nombe en el sobre y la abrí. Descubrí un conejito pintado, con una lágrima de cristal pegada a su mejilla. Algo como estoy lejos y te recuerdo en Pascua debía decir. Era del extraño: del padre no recordado, no conocido, misterioso ser cuya existencia se intuía pero de quien no se hablaba: nunca se hablaba de él, su existencia no podía ponerse en duda, pero era eludida, acallada, quizá por ser un ser peligroso, un ser fantasmagórico, ominoso. Las cábalas de Pablo y mías sobre la excéntrica postal, un conejo llorando una lágrima de cristal pegada a su mejilla; la ahora verificada existencia de tan misterioso ser superaron ese año la expectativa de la canasta oculta entre las plantas. Aún así, y para mayor seguridad, preguntamos a mi madre por la existencia del ser misterioso. Enfadada, me riñó por haber abierto el sobre. Yo respondí, lo recuerdo como si fuese hoy, el sobre ponía mi nombre, y tuve conciencia de la profunda injusticia de ella cuando respondió, es igual: no debías haberla abierto sin estar yo presente.
Verificada de esa manera algo enigmática la peligrosidad del sujeto que envío la conejil postal lacrimosa, Pablo y yo decidimos enterrarla al lado del cadáver de nuestro amado perro "Tigre", como testimonio una vez más de que aquello no podía constituir y no constituía, más que un mensaje de un más allá cuyos detalles no deseábamos investigar, por miedo a ser fulminados por el rayo de la ira de ella. Sin embargo y a pesar de mis deseos, ya veis cómo aquí, tantos años después, esa postal de Pascua se erige como uno de los más vívidos recuerdos de mi infancia.
De entonces acá, los conejos de Pascua, los huevos de chocolate, las canastitas escondidas y las postales alusivas me han parecido objetos especialmente siniestros.
Así fue como Pablo y yo comprobamos que el ser llamado "padre" existía verdaderamente. Fue una sorpresa de Pascua.
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