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Criollos y peninsulares en el clero y en la vida cotidiana en la Nueva España

Criollos y peninsulares en el clero y en la vida cotidiana en la Nueva España

Una de las acusaciones que hizo Agustín Rivera a los prelados españoles del Virreinato* fue que se rodeaban casi exclusivamente de cabildos nutridos por españoles. Si seguimos atentamente las afirmaciones de la Pastoral del obispo Leranzana, entenderemos por qué lo hacían. Durante toda la colonización se vivieron momentos delicados para la iglesia y el estado; por ello no se podía aceptar que los "enemigos potenciales" estuvieran dentro de la propia casa. La iglesia colonial no podía permitir que los curas criollos tuvieran el más mínimo poder jerárquico, y atacaban con energía a los que habían conseguido influenciar a los indígenas y que por tanto, en caso de conflicto, podían inclinar la balanza de uno u otro lado.
Esta cerrazón del alto claro hacia los criollos trajo como consecuencia que la mayoría de los canónigos y predicadores de las catedrales fueran nacidos y educados en España o que, al menos, fueran criollos muy españolizados. como lo fueron José Mariano Beristáin de Souza o Aguiar y Zeijas, en cuyas figuras me detendré más adelante. En personajes como estos, se puede pulsar el temor de que la colonia cayera en excesos como los de la Francia de la Revolución. Temían también que se impusiera una cultura de cariz laico, y estos dos temores les condujeron a cerrar filas con los peninsulares, en un intento por salvar las instituciones que los cobijaban y que para ellos significaban el orden, el status quo y la religión verdadera.
Para estos predicadores era imrocedente dedicar sermones a los indios. Esto no quiere decir que no se predicara para ellos en sus capillas de indios, pero se hacía en las lenguas indígenas, generalmente por boca de criollos, y por supuesto, nunca eran llevados a la imprenta s no ser que fiueran publicados a título de curiosidad. Los sermones para indios no se publicaban de manera regular, como sí ocurría con los sermones en castellano (que forman un corpus impresionante, probablemente, el más nutrido de la literatura colonial).
¿Qué sentido hubiera tenido dar a la imprenta sermones dirigidos a una harapienta masa de analfabetos? Normalmente, estos sermones eran doctrinales y en ellos se seguía insistiendo en la explicación o el comentario de los dogmas y creencias básicas de la religión católica. El predicador seguía a pie juntillas el catecismo: utilizaba un estilo pedagógico. Su finalidad era distinta de la de los sermones en castellano: se trataba de enseñar la doctrina a los indios y para ello no era necesario utilizar la retórica, la imaginación o la literatura. Por tanto, no pasaban a la imprenta.
Los sermones en lengua castellana que nos han llegado son numerosísimos y de muy diferentes estilos y subgéneros, pero todos ellos van dirigidos a un público únicamente constituido por españoles peninsulares o criollos, a quienes se suponía completamente inmersos en la religión, sus misterios y sus dogmas. Por tanto, el adoctrinamiento se volvía secundario: en ellos se atendía al estilo, a la retórica, a la belleza del concepto y a la brillantez del silogismo. Entrando en el problema ideológico, nos percatamos de que en estas piezas oratorias, consciente o inconscientemente, se trata de probar que criollos y españoles peninsulares pertenecen a una misma clase - la clase dominante-, católica, fiel al Papa y al rey, obediente con su obispo. En estos sermones no se mencionan jamás las diferencias reales entre los españoles peninsulares y los criollos, presentes en la vida cotidiana de ambos grupos.
Si atendemos a los sermones, ambos grupos sociales deben defender los mismos valores: la monarquía ilustrada y despótica de España y la iglesia de Roma. Estas obras reflejan la falsa idea de que Nueva España es España. Esto lo veremos muy claramente en Beristáin y en Aguiar y Zeijas. Una idea primordial que se transmite es que lo que atañe a una, influye directamente en la otra. Los predicadores no quieren tomar en cuenta que para los años 1770 y siguientes, el curso de la Nueva España es completamente autónomo respecto de la Metrópoli; que su economía, su comercio, su composición social y étnica es absolutamente diversa, y que los intereses del reino europeo chocan ya, y con demasiado frecuencia, con los del virreinato.
En cambio, en lo religioso, ya sea en la teología o en la pastoral, las fuentes españolas y novohispanas son las mismas, dado que lo se leía en España circulaba igualmente en Nueva España; y este hecho permite afirmar que Mayáns, Felipe Beltrán, Francisco Climent, Armañá o Luis de Granada fueron lecturas básicas y frecuentes para los párrocos y predicadores de la colonia que tuvieron el deseo de instruirse en el área de la pastoral por ese lado del Atlántico.
En Nueva España se temía la intrusión de las teorías laicistas del filosofismo francés. El campo estaba abonado. La colonia se alteraba y era necesario atajar esos avances (llamémosles volterianos) con tanta o mayor firmeza que en España.
Al fin y al cabo, Carlos III ( y en igual medida, Carlos IV), supieron poner de su lado a la incipìente burguesía española. Pero esto no había suceido así en las colonias de América, en las que la burguesía criolla se sentía cada vez más descontenta y afectada por la política centralista y nacionalista de los últimos borbones, hasta el punto de que las diferencias entre criollos, mestizos, indios y negros se iban borrando para dar paso a una nueva conciencia nacionalista novohispana o mexicana.
Por eso no es extraño que el arzobispo Lorenzana, a quien no podemos negar una acusada sensibilidad ante el conflictivo panorama del virreinato, se empeñase en México por escribir "sus pastorales" sobre predicación. En ellas señala a todos los párrocos las líneas maestras que antes, o en ese mismo momento, habían señalado Mayáns, Beltrán o Climent en la lejana España.
Lorenzana no tenía la altura moral de Climent o el dominio emocional y estilístico de Beltrán. Sus escritos sobre la predicación así lo reflejan. Pero esto no quiere decir que restara importancia al tema, sino quer más bien, sus talentos en este rubro eran limitados. A Lorenzana le interesaba mucho reforzar su papel de guía religioso a través del Concilio Provincial Mexicano**, al que dedicó grandes esfuerzos durante muchos años, pero no por eso descuidó el otro frente, que era el de la predicación y la importancia que tenía en la sociedad de su tiempo.
En próximos artículos analizaré la pastoral que Lorenzana dirigió A los párrocos y a todo el clero sobre sus respectivas obligaciones, a su llegada a Nueva España, y los Avisos para los párrocos de 1774, ya publicado en Toledo, pero que circuló profusamente en Nueva España con el nombre de Omnibus de predicadores (Imprenta del Nogal, México, 1776),


* Agustín Rivera, Principios críticos del virreinato, Lagos de Moreno, 1888, p. 234.
** Miguel Miguélez, El Concilio IV Mexicano en La ciudad de Dios, XLIII (1897), pp. 198-205, 401-412, 481-487 y 569-578. También se puede ver en M. Giménez Fernández, El Concilio IV Provincial Mexicano, CSIC, Sevilla, 1939.


Castellanización de los indios en Nueva España (7) Denegar el acceso a los estudios y al sacerdocio

Castellanización de los indios en Nueva España (7) Denegar el acceso a los estudios y al sacerdocio

Nadie aceptó, ni en las jerarquías coloniales ni en la Madre Patria, que con la política que se aplicaba en Nueva España a los indios lo que se deseaba era despersonalizarlos, aunque con un método distinto al que se había empleado en los dos siglos y medio anteriores. En el siglo XVI se había discutido mucho si los indios deberían tener o no acceso a los noveles medio y alto de la educación, pero la polémica se cerró cuando se les excluyó de la Universidad (en 1553) y del sacerdocio (en 1555). Contra la opinión del arzobispo Zumárraga y del Virrey Mendoza, Felipe II expidió una Real Cédula excluyendo a los indios de la enseñanza media y superior. Pero aún más importante que esta orden fue la decisión de excluirlos del sacerdocio. En la misma España y hasta el siglo XVIII, la puerta de entrada más natural (y más barata) a la cultura era la de la iglesia, sobre todo para las clases no privilegiadas y para los segundones de las casas acomodadas o nobles. En Nueva España, ésta hubiera sido posiblemente la salvación de la clase noble indígena, aunque la castellanización de amplios sectores de la sociedad indígena habría avanzando de manera impredecible. Cerrando sus puertas a los naturales del virreinato, la iglesia los condenó conscientemente a la perpetua condición de subalternos. Y lo hizo, como apunta Gallegos Rocafull, no porque dudase de su capacidad de aprendizaje, sino porque darles educación formal "era según ellos acelerar inevitablemente el momento de la emancipación". De manera que, dentro de la iglesia, los indígenas ocuparon puestos de intérpretes (traductores) o de cooperantes.

Puede parecer incoherente que prelados y gobernantes acusen a los indios de barbarie al mismo tiempo que les cierran las puertas de la instrucción en todos los niveles, pero para ellos, ni la lengua ni la civilización castellanas significaban un medio de elevar a los indios de su condición de subalternos o de vasallos feudales, sino que lengua y cultura eran un simple instrumento de dominación. Por ello, la instrucción y la castellanización se llevaban a cabo con tan poco entusiasmo y sólo en niveles muy elementales, sin traspasar jamás la frontera del conocimiento más superficial, casi parece que 'por quedar bien' con el mundo.

Así pues, podemos concluir que e renovado interés por castellanizar a los indios en Nueva España que comenzó con la Pastoral V del arzobispo Lorenzana en las postrimerías del siglo XVIII se debe a una nueva conciencia ilustrada que vio el fracaso de la colonización y que intentó por este medio unificar el Virreinato según la política absolutista de Carlos III.

Después de dos siglos y medio de estar razonablemente satisfechos de la conquista y colonización, los españoles (al menos algunos de ellos), se dieron cuenta de que la colonia se les escapaba de las manos, de que los criollos estaban usurpando el poder que ellos deberían detentar sobre los indios; de que estos, después de tanto tiempo, conservaban el uso de sus lenguas prehispánicas y de que la religión católica que les habían querido imponer estaba conviviendo con la pagana en un fenómeno sincrético de gran extensión y profundidad. Los beneficios de las colonias, el oro, la plata y otros minerales, pasaban por la península sin detenerse en ella, sólo para engrosar las arcas de los banqueros europeos, pero no contribuían a la modernización de España y, en fin, estos españoles veían cómo el sueño del poder y del éxito se desvanecía lastimosamente y se convertía en una dolorosa certeza de fracaso y en el anuncio de la decadencia imperial.

Razones religiosas de la castellanización de indios en Nueva España ( 6 )

Razones religiosas de la castellanización de indios en Nueva España ( 6 )


 

En la Pastoral, Lorenzana invoca dos razones de tipo religioso para castellanizar a los indios de la Nueva España: la primera, la imposibilidad de que las lenguas indígenas puedan expresar las verdades teológicas del catolicismo. La segunda, que los párrocos, expresándose en lenguas ajenas a la suya, pueden cometer (involuntariamente) graves errores en los dogmas y aun herejías. Ambos puntos están íntimamente ligados.

Después de escribir que el náhuatl es una lengua pobre y bárbara*, Lorenzana agrega que “A el (idioma) mexicano le hicieron más abundante los castellanos, que le aprendieron inventando varias composiciones de vocablos para adornarle. Los indios en su lengua no tenían términos para los Santos Sacramentos de la iglesia, ni para los misterios de nuestra Santa Fe, y aún hoy no se hallan para su explicación los propios y que den cabal idea”.

Y en efecto, para explicar a los indios el misterio de la Trinidad, se tenía que hacer uso de una palabra que en realidad significa “un dios con tres nombres”. Por otra parte, para la mentalidad indígena, el universo de los santos no podía ser entendido ni asumido como propio más que como un elenco de dioses menores que estaban subordinados a un dios mayor.

En el siglo XVIII, por poco que se escarbara en la cultura cristiana de los indios, se podía advertir de inmediato que habían asimilado las explicaciones de los párrocos a su propios sistema religioso y cultural. Incluso el culto a Jesucristo estaba relacionado, en muchos parajes con el antiguo sacrificio humano a los dioses. En esa figura sangrante y martirizada, ellos veían la repetición metafórica de sus antiguos ritos. Por ejemplo, en el santuario de Chalma se había adorado, antes que la figura del famoso “Santo Señor de Chalma”, una “figura de palo grande” (es decir, un dios indígena).

Como es sabido, el culto a la Virgen de Guadalupe, surgido a finales del siglo XVI, se confundía, en la imaginación de los indígenas, con el culto a la diosa Tonantzin, cuyo santuario se hallaba, originalmente, en el mismo lugar que luego ocupó el de la Virgen morena.

En el pueblo de Huitzilopochco (hoy Chrurubusco), un cura del siglo XVII, “tomó piedras de una plataforma de un templo en ruinas del norte del pueblo para hacer reparaciones en la iglesia: la comunidad indígena protestó contra ese acto por considerarlo una profanación. La comunidad informó audazmente al cura que ‘en ese lugar reside toda la fuerza del pueblo’”.

El sincretismo religioso fue un fenómeno palpable y extendido desde los albores de la evangelización. Lo que varió sustancialmente fue la reacción de los españoles frente a ese hecho. A principios del siglo XVII, el arzobispo de México, fray García Guerra, asistía con complacencia a las ceremonias indígenas, que en cambio, Lorenzana, en el XVIII, encontraba absolutamente intolerables. Los bailes del Volador y los “mitotes” organizados en los atrios de las iglesias o en sus inmediaciones habían existido siempre, pero fue a mediados del siglo XVIII cuando comenzaron a irritar profundamente a la jerarquía clerical, precisamente por la razón que hemos expuesto más arriba: por la creciente conciencia del fracaso colonizador.

Castellanizando al indio se pensaba que se podría evitar el sincretismo religioso; pero en el fondo lo que se deseaba era la destrucción global de su cultura para sustituirla por la castellana. Tampoco este razonamiento de Lorenzana era nuevo: si los indios son bárbaros y así también su lengua, al darles una nueva lengua se les civiliza y castellaniza a un tiempo. Con ello se pretende “desculturizarlos” y asimilarlos a la ideología y al sistema político, económico e ideológico de España, convirtiendo a la Colonia en una simple provincia sin rasgos de identidad propios. Pero esta idea, que todos los imperialismos han acariciado, jamás se ha hecho carne, pues los pueblos sometidos siempre han conseguido mantener su cultura diferenciada y esencial.

 

* Lorenzana se contradice sobre este punto, pues en su prólogo a la edición de las Cartas de relación de Hernán Cortés, el prelado dice exactamente lo contrario: “(El idioma náhuatl) es muy elegante, dulce y muy abundante en frases y composiciones, y en esto no se puede dudar, por confesarlo todos cuantos le han aprendido y penetran su significación” (Prólogo, p. 5). Como se ve,. El arzobispo daba opiniones distintas sobre la lengua náhuatl, según se tratara de denostarla por razones políticas en su Pastoral o de dignificarla para enaltecer la “gran nación” conquistada por el “esclarecido Hernán Cortés” (Pastoral, p. 148).

La resistencia indígena a la castellanización ( 5 )

La resistencia indígena a la castellanización ( 5 )

Además de que tanto el clero regular como el secular se resistieron a extender el castellano entre los indios de Nueva España, los indios también rehusaron aprenderlo en muchos casos, cuando tuvieron ocasión de hacerlo. A partir del siglo XVII y durante todo el siglo XVIII, este fenómeno se agudizó.

 Dice el arzobispo Lorenzana: ‘Y siendo uno de los decretos más repetidos santa y justamente en las leyes de estos reynos, y encargado a las dos potestades el que los indios aprendan el castellano y lengua propia de Nuestro Soberano, en lugar de haberse adelantado, cada día parece que se debilita más la execución’, y agrega: ‘Pues si los indios envían a sus hijos a la escuela, es más por temor al castigo que por deseo de su enseñanza y buena educación’.

En su Pastoral, Lorenzana parece dar por hecho que en todas las escuelas de los conventos se impartía el castellano, lo cual es incierto si tomamos en cuenta un dato histórico: en 1778 se ordenó la reapertura de los Colegios de Santiago Tlatelolco y de San Juan, y se especificó que en ellos se enseñaría el castellano, lo mismo que en las escuelas de los conventos y en las escuelas para indios de los pueblos. Todas ellas deberían también enseñar a escribir y leer (punto que hasta entonces no venía aclarado en ningún documento). Pero el Virrey ordenó el cumplimiento de esta ley en 1782, y aun debemos agregar que la promulgación de la ley en fecha tan tardía no necesariamente supuso su cumplimiento.

Como vemos, hasta finales del siglo XVIII y con excepción de los primeros años de la colonización, el castellano no se enseñó habitualmente en las escuelas ni fue asignatura obligatoria o generalizada en los colegios de indios, que por otra parte no siempre estuvieron abiertos.

Es evidente que tampoco había interés por parte de los indios en este estudio. En 1822, ya concluida la Independencia,  el Colegio de Santiago Tlatelolco contaba solamente con 19 niños y 4 niñas indígenas.

Si recordamos que en el siglo XVIII hubo unas treinta rebeliones indígenas, podemos comprender el creciente sentimiento de inseguridad que atenazaba a las autoridades coloniales de la época de Lorenzana.

Este aspecto claramente político de la cuestión de la lengua como ‘compañera del Imperio’ es expresado por Lorenzana en lo siguientes términos: ‘ El hablarse un mismo idioma en una nación propio de su Soberano y único monarca engendra cierto amor e inclinación de unas personas a otras, una familiaridad que no cabe entre los que no se entienden, y una sociedad, hermandad, civilidad y policía que conduce mucho para el gobierno espiritual, para el trato doméstico, para el comercio y política, como también ir olvidando los conquistados insensiblemente sus enemistades, sus divisiones, sus parcialidades y su aversión a los que mandan’.

Con esta conciencia, los españoles publicaron cédulas en las que se ordenaba imponer la lengua castellana en 1770, 1771, 1774, 1782, 1786, 1788, 1791…Al mismo tiempo, esta proliferación de órdenes demuestra que el proyecto castellanizador de Lorenzana no se llevó a cabo ni siquiera a finales del siglo XVIII.

Los indígenas se mostraron reacios a aprender el castellano porque se percataron de que para conservar su identidad cultural, debían preservar sus lenguas. Dadas las circunstancias, tampoco se vieron en la necesidad de resistirse demasiado, puesto que clero y autoridades administrativas vacilaban tan frecuentemente en la política lingüística.

Todavía hoy, en el México actual, se hablan docenas de lenguas prehispánicas con sus respectivos dialectos, y los gobiernos de la república siguen impulsando campañas de castellanización con moderados, tibios resultados. A la civilización occidental que se les presenta como cebo, ellos responden defendiendo su propia cultura y su propia lengua y valores.

 

La Nueva España , la religión y la castellanización de los indios ( 4 ): Desaparición de los indios de la organización colonial

La Nueva España , la religión y la castellanización de los indios ( 4 ): Desaparición de los indios de la organización colonial

Es evidente que a causa de la disminución de la población indígena, los indios dejaron de ser vitales para la economía del virreinato desde finales del siglo XVI. Por lo tanto, el moderado interés que hasta entonces habían despertado los caciques indígenas en las autoridades se desplazó a los hijos de los españoles , clase que por el contrario, crecía rápidamente. Así, escuelas creadas para los hijos de los caciques como la de Santiago Tlatelolco o cargos administrativos dentro de los grupos indígenas fueron desapareciendo aceleradamente. Durante algunos lustros se creyó que la nobleza indígena serviría como una ‘clase bisagra’ que podría funcionar como enlace entre conquistadores y conquistados, pero muy pronto se vio que, diezmada la población indígena, la clase que podría servir como puente entre los conquistadores y los funcionarios recién llegados de España, las autoridades españolas, los comerciantes y los clérigos serían los criollos.Podemos decir que a finales del XVI, la sociedad indígena en su totalidad pasó a constituirse en clase subalterna, borrándose, a causa de la colonización, toda la organización social estamentaria del mundo prehispánico. El mundo indígena organizado socialmente desapareció.Por ello la enseñanza básica, la media o la universitaria, el acceso a la iglesia y a la administración se enfocaron desde muy pronto prescindiendo totalmente de los indígenas novohispanos. El sistema se centró en captar a criollos que, nacidos de padres españoles aunque nacidos en la Nueva España, pasarían a formar parte principal de la organización colonial como interlocutores entre unos y otros. Los criollos notaron muy pronto las diferencias sociales existentes entre ellos y los españoles venidos de la península, por un lado, y con los indígenas, por el otro.Así, los indígenas pasaron de ser el epicentro de polémicas ético-políticas y destinatarios de amplias campañas de enseñanza doctrinal a ser considerados únicamente como mano de obra barata o esclava. Siervos sin voz, alejados de la instrucción, sin dominio de la lengua castellana, estuvieron y permanecieron arrinconados en su propia tierra y tuvieron por destino una existencia casi fantasmal. Algunos indios instruidos expresaron así su tragedia al rey Felipe II: 

 

(…) Porque los animales vemos que son tratados mejor que nosotros, y son trabajados con templanza y aun regalados, y nosotros estamos vejados peor que los caballos y bueyes (…) y esto pensamos que lo hacen los dichos españoles a fin de que todos nosotros acabemos y perezcamos y no haya más memoria de nosotros, y las poquitas tierras que nos quedaron se las tomen y hagan de ellas lo que quisieren…

 

 

Grados de la castellanización indígena ( 3 )

Grados de la castellanización indígena ( 3 )

 Parece que los indios que vivieron reunidos a la fuerza en las congregas o repartimientos urbanos estuvieron menos castellanizados que los que vivían como peones  en las zonas mineras o ganaderas de la periferia o del interior. Este hecho, que podría parecer paradójico, se explica mejor si pensamos que en las zonas urbanas el papel social de la cada clase estaba rígidamente codificado, y esto fue especialmente así en la capital de la colonia, donde el protocolo social era inamovible. Los indios ‘urbanos’ no tenían más contacto con los españoles que su trabajo, y las órdenes se daban a través de intérpretes: la relación del explotado con el explotador es casi siempre muda. 

Los indios tenían terminantemente prohibido vestir como españoles o llevar una sola de las prendas que éstos llevaban, no podían ir más que a pie por la scale de la ciudad, no tenían libertad para pasear por todas las calles, sino que su trayecto estaba limitado a la zona donde vivían y trabajaban en los barrios indígenas asignados.. Razonablemente, los indios, como las otras razas y castas existentes, tendían a formar círculos cerrados entre sus propios hermanos de raza, sin nunca mezclarse con las otras que ocupaban su territorio, de manera que en Nueva España,  todos los grupos raciales eran endogámicos no sólo en lo sexual sino también en lo social. La lengua castellana no les era necesaria para comunicarse, puesto que no se comunicaban más que con sus iguales. 

En cambio, en zonas mineras o ganaderas del norte o del sureste de la  colonia, los indios  podían tener caballos ( cosa terminantemente prohibida en la ciudad), lo que les daba una mayor libertad de tránsito, y se relacionaban con aventureros españoles, con viajeros  a los que no les importaba trabar relación con los indios, creándose así una mayor interrelación racial. Sin embargo, la castellanización se dio por contacto y no por ser enseñado o transmitido de una manera sistemática.  

Es verdad que se fundaron escasos colegios para los hijos de la nobleza india. Por ejemplo, el colegio de Santiago Tlatelolco fue creado para acoger niños de la nobleza indígena, la mayoría huérfanos por razones obvias, aunque excepcionalmente se admitió a niños indios de origen plebeyo. Sin embargo, el castellano no fue asignatura de estos colegios hasta finales del siglo XVIII, precisamente a instancias de Lorenzana.  En cuanto a la necesidad de que los alcaldes y regidores indios supieran castellano, sólo se legisló sobre ello  hasta el año 1690, fecha ya muy tardía, cuando esta forma de gobierno municipal estaba ya prácticamente agonizante, precisamente por la escasísisma población indígena que quedaba viva y en ningún caso se establecía un sistema educativo para conseguir que esto así ocurriese.

El rey, en 1691, volvió a expedir Cédula ordenando la castellanización indígena, pero es evidente que su aplicación se hizo muy fragmentaria y precariamente. 

En el norte del virreinato, en lo que después se llamó ‘las Provincias Internas’ (el territorio de Sinaloa, Sonora, Nueva Vizcaya, Nuevo León, Nuevo Santander y Texas), la castellanización de los indios fue nula o insignificante  por tratarse de terrenos habitados por los llamados ‘indios bravos’ o ‘ chichimecas’, que se sustrajeron a la dominación durante siglos y que fueron finalmente masacrados o repartidos en la última etapa de la colonización, que se llevó a cabo en ya en los finales del XVII y principios del XVIII. El único contacto que estas tribus nómadas tuvieron con españoles se limitaba a los ataques a que los sometían: los españoles estaban dispersos por un puñado de presidios (fuertes) diseminados por el extensísimo territorio y eran presa fácil de los ataques de estos indios, que también aniquilaban las misiones que algunos frailes evangelizadores erigían trabajosamente en la soledad de la inmensa región. 

Los indios ‘bravos’: apaches, comanches y todos aquellos que los españoles llamaron genéricamente ‘chichimecas’ (que quiere decir ‘bárbaros’), eran tratados con la máxima dureza en caso de ser capturados por los españoles: eran enviados, encadenados, a zonas muy alejadas de sus lugares de origen (preferentemente al sur del Virreinato), separando concienzudamente a las familias. La mayoría moría durante las largas caminatas que eran forzados a efectuar para llegar a su destino. Por supuesto, su castellanización era un problema que no preocupaba a sus captores.

Cambios en la política lingüística de la Nueva España en el siglo XVIII

Cambios en la política lingüística de la Nueva España en el siglo XVIII

El primer impulso evangelizador cedió el paso muy pronto a una segunda etapa de la iglesia en las colonias en la que el clero abandonó definitivamente la aspiración utópica y se replanteó muy seriamente la acción pastoral, cambiándola, mientras que negaba efectividad o valor a los esfuerzos de los primeros evangelizadores. Se quiso creer (prematuramente) que la evangelización estaba concluida y pasó al primer plano la necesidad de establecer la iglesia colonial como institución y aparato de estado. La iglesia colonial comenzó a acumular riquezas en forma de tierras, tributos, patrimonio arquitectónico…Burocratizaron el aparato clerical y la propia labor doctrinal, al tiempo que los cabildos estaban únicamente constituidos por españoles. Hay muchos testimonios de que esta nueva actitud consiguió que los indígenas, que al principio habían creído ver en los frailes a sus únicos valedores, comenzaran a abandonarlos o al menos a verlos como cooperantes del injusto sistema colonial.

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El impulso evangelizador original resurgió fugazmente a finales del siglo XVII y principios del XVIII, cuando la expansión del virreinato hacia el norte inspiró de nuevo  a las órdenes religiosas – especialmente a los franciscanos y jesuitas, poco antes de su expulsión-. La diferente constitución de las tribus indígenas pobladoras del norte y la expulsión de los jesuitas fueron serios reveses de esta segunda evangelización utópica.

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Por todo ello, resulta sorprendente que Lorenzana se queje en su Pastoral V de la pervivencia de las lenguas indígenas en detrimento del castellano en la Colonia, puesto que el propio clero defendió esa pervivencia. Sería sorprendente, si no fuera porque Lorenzana era ya un prelado muy distante del cristianismo franciscano y utopista: era un hombre ilustrado, racionalista y regalista, como correspondía a su momento. Para él, como para otros de sus contemporáneos, el orden civil estaba indisolublemente ligado a la preponderancia de la corona y a sus prerrogativas. El idealismo cristiano de los primeros años de la conquista ya no tenía sentido para él.

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Lorenzana  (y otros ilustrados) se dan cuenta del ‘fracaso’ de la colonización. Hay un sincretismo religioso preocupante, la desconfianza entre indios y párrocos es una realidad, las rebeliones indígenas estallan por todas partes, se descubren focos idolátricos que se creían completamente extinguidos. Todo ello aparece ante los ojos de los ilustrados con meridiana claridad y con una significación: no se ha llevado a cabo la colonización más que superficialmente. La situación es inquietante. Por ello, Lorenzana cree indispensable una nueva ordenación política y administrativa de la colonia y también es necesario castellanizar a los indios para llevar a cabo lo que hoy llamaríamos ‘aculturación’, que no se ha producido. Pero ¿cómo, si los indígenas están excluidos de la vida pública, política, administrativa e intelectual de la colonia?

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No sólo se preocupan los ilustrados por los indígenas: hay otro sector muy presente en todas estas ‘nuevas’ disquisiciones y medidas. Es el de los criollos: preocupa la creciente influencia que los párrocos criollos ejercen sobre los indígenas a través de su conocimiento de los idiomas vernáculos. Esto nos indica que la pugna entre los diferentes estamentos dentro de una misma institución (clero regular contra clero secular) dio paso, en la época que nos ocupa, a una pugna de clase o de casta (clero criollo contra clero español). No olvidemos que años después, en 1810, es el clero criollo el principal motor de la Independencia, hecho que comenzaron a presentir los ilustrados españoles en Nueva España a partir de 1770.

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La población criolla había crecido, mientras que la indígena había padecido una espectacular caída: En 1521, a la llegada de Hernán Cortés, la población de Nueva España se calcula en 25 millones de individuos. Hacia 1650, en una espectacular caída poblacional que se inició con la epidemia de 1576-1579, sólo quedaban un millón trescientos mil indígenas. Algunos investigadores atribuyen a este número un falso incremento, dado que se pudieron incluir también muchos mestizos. En otras palabras, México había perdido en  un siglo y cuarto de conquista y colonización el 94% de su población nativa. 

Hubo muchas razones, sobradamente conocidas para esta terrible, trágica disminución: la sobreexplotación de razas delicadas en trabajos que superaban con mucho s capacidad, la separación de las familis indígenas que se levó a cabo concienzudamente, las guerras, las enfermedades importadas por los españoles, el destrozo de sus civilizaciones en todos sus aspectos.

Recordemos que Juan de Solórzano y Pereira, autor de la Política Indiana, lo atribuyó poco más o menos a la justicia divina, sinq ue dj de mencionar otras razones más 'reales': Miradas las cosas con ojos desapasionados, en muchas partes dieron ocasiones bastantes los indios para ser guerreados y maltratados, o ya por sus bestiales y fieras costumbres, o por los graves excesos y traiciones que cometían e intentaban contra los nuestros (…) En otras, no los han acabado y consumido los españoles sino sus vicios y borracheras, terremotos, graves enfermedades y pestes repetidas de viruelas y otras con que Dios con sus secretos juicios se ha servido de apocarlos.

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En todo caso, el cambio radical tardío en la política lingüística que se da en el último tercio del siglo XVIII en Nueva España se debe tanto al incremento poblacional de los criollos y su creciente influencia sobre los naturales, que se deseaba ( y casi se necesitaba) evitar, como a la caída poblacional de éstos y a los nuevos elementos también inquietantes, que son la subsistencia de las culturas, religiones e ideologías indígenas que poco a poco se van descubriendo, junto con las crecientes rebeliones de los naturales contra sus colonizadores.

Todo esto pone en guardia a las autoridades, tanto civiles como religiosas, y hace necesaria una reconsideración de las bases de la colonización de Nueva España y la asunción de nuevas medidas.

            

Problemas de la colonización en Nueva España: religión y castellanización de indios ( 1 )

Problemas de la colonización en Nueva España: religión y castellanización de indios ( 1 )

Inicio la publicación de un nuevo tema con estos fragmentos extraídos de mi tesis doctoral (1990) Introducción a la Oratoria Sagrada Novohispana en la segunda mitad del Siglo XVIII. Un tema que nunca ha dejado de interesarme es el de la colonización y el postcolonialismo. Espero que os resulte atractivo.   

 

La Colonia fue durante toda su historia un espacio en el que pervivió de manera destacada un sistema de vida feudalizante, pues las diversas formas de posesión de la tierra como la encomienda, la hacienda, el repartimiento de indios o las congregas se asemejaban bastante al sistema de vasallaje, aunque no tenían sus ventajas.  Este sistema, la labor de los peones en el obraje y la jerarquización estricta de la sociedad, más la diversificación productiva de las diversas regiones mexicanas, dividieron claramente a la población. Además de existir la diferencia entre españoles, criollos, indios y castas, la diferencia entre habitantes del campo y de la ciudad fue una constante cuyas consecuencias aun hoy pueden observarse.En el mundo colonial la religión venía  a ser un fundamento indispensable para todo acto de vida, y en función de ella se juzgaban todos los acontecimientos. Sin embargo, en esa sociedad encontramos diversos planos religiosos. El hegemónico está representado por el clero español y criollo y por la sociedad dominante y colonialista: su espacio natural es el urbano. Pero existe también una religión sincrética cuya presencia es asimismo importantísima, sólo que en el ámbito rural. Ésta, que llamaremos ‘religión popular’ no es privativa de ninguna manera de la Colonia , pero el sincretismo mexicano es más reciente y por tanto, más evidente

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En 1766, Francisco Antonio de Lorenzana tomó posesión de la diócesis más rica y más importante de la América conquistada: la de México. Tres años después, el arzobispo publicó una Carta pastoral instando a los párrocos y a los vicarios de la Colonia para que  extendiesen el uso del castellano entre los indios. Respondiendo a esta Carta, Carlos III envió una Real Cédula (1769), refrendando todos los puntos expuestos por el arzobispo. Al presentarla, Lorenzana añadía que el castellano no sólo podía ser implantado por medios persuasivos, sino también por la fuerza.

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Volviendo la mirada atrás, diremos que lo que algunos llaman ‘la primera etapa misionera’ duró escasamente 20 años, en los inicios de la Conquista. En la segunda etapa (que se suele identificar entre los años de 1565 hasta mediado el siglo XVIII), el clero abandonó la evangelización y se identificó totalmente con las premisas del poder, bajo el supuesto de que los primeros evangelizadores habían conseguido una absoluta conversión. ¿Es posible que lo creyeran verdaderamente, o tal vez les convenía creerlo así para actuar en consecuencia?

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La Inquisición nunca tuvo fuero con los indígenas. Por un lado, este hecho puede valorarse positivamente. Por otro, es evidente que se juzgó que si los indios eran herejes esto no constituía ningún prejuicio para la corona, ni económica, ni políticamente. Los indios estaban completamente marginados de la sociedad novo-hispana y por tanto sus supuestos pecados quedaban circunscritos a su entorno circular cerrado. Esto facilitó la práctica sincrética.

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La Carta Pastoral V reafirmaba la política del gobierno eclesial de la Colonia para conseguir la homogeneidad lingüística de la población nativa: tanto la carta como la cédula carolina exponen con toda claridad las disensiones y resistencias activas y pasivas de los nativos ante la conquista y la colonización.

Lorenzana se queja: ‘ En dos siglos y medio de hecha la conquista de este reino estamos aún llorando y sintiendo que, como si fuésemos el mismísimo esclarecido conquistador Hernán Cortés, necesitamos intérpretes de lenguas e idiomas de los naturales'.

Las lenguas indígenas pervivieron durante todo el proceso de la colonización. Aunque algunas lenguas minoritarias sucumbieron, las principales lograron conservarse. Una vez cumplida la primera fase de la conquista (1521), la castellanización del indio se vio entorpecida por esa enorme diversidad lingüística del sustrato, y sobre todo por la división de intereses de cada una de las instituciones gobernantes.                          

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La Iglesia y el Estado mantuvieron posturas muy distantes sobre el destino de la población nativa y además, dentro del seno de cada una de ellas, también había propuestas y posturas contradictorias. De ahí que la política con relación a los indios ( y con ella, la política lingüística), fuese perpetuamente vacilante.

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Durante el siglo XVI, la corona expidió multitud de Cédulas Reales y decretos dirigidos a virreyes y obispos ordenando la enseñanza de la lengua española a los indígenas. Cédulas y decretos que fueron letra muerta mientras los franciscanos y otras órdenes religiosas se hicieron cargo de los curatos y de la evangelización, es decir, hasta 1572.

Carlos III escribe al respecto en la Cédula: ‘ Al principio los regulares vincularon en sí los curatos, manteniendo los idiomas (de los indios) y después que lo seculares lo han aprendido, ha sido trascendental el prejuicio, procediendo en esto contra la práctica de los conquistadores, como los romanos introdujeron su lengua en las naciones conquistadas.’

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Un rasgo característico de este tipo de documentos (pastorales, cédulas, etc.), es que dicen una verdad mientras callan otras.

Es evidente que a Lorenzana le interesaba destacar únicamente el control que consiguieron los frailes sobre la población indígena por medio del aprendizaje de sus lenguas. Pero no es menos cierto que no fue exclusivamente el ansia de poder lo que les llevó a rechazar la castellanización. Había otras razones: una era que el Reino de Dios en la tierra, una de cuyas formas podía ser la utopía católica, estaba en condiciones de materializarse por medio de la Conquista. El mantenimiento de las lenguas indígenas era condición sine qua non para poder llevar a cabo ese sueño utópico. Los indios se mantendrían en un estado incontaminado, ajenos a los conquistadores sedientos de poder y de oro, llenos de ambición y de pecados mundanos: poseedores de todos los defectos de la civilización, y muy a menudo completamente corrompidos.

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