Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas
Editorial Anagrama, 2004.
Siempre he disfrutado con Enrique Vila-Matas. Después de leer a Auster, que siempre me deja agotada, necesitaba un poco de aire fresco. Ayer de nuevo visité La Central y me traje un botín variopinto: Las partículas elementales de Michel Houellebecq, Las palabras y las cosas del gran Foucault, que en una de mis muchas mudanzas se perdió, o se lo llevó mi amado ex (pero no lo creo, porque él lo tenía en francés), y que estuvo mucho tiempo agotado, y este Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas al que me dediqué inmediatamente, ya en el Metro del Vallès que me traía hasta casa.
La escritura de Vila-Matas tiene la prodigiosa levedad y aérea gracia de un pétalo de flor. No por ligera es menos profunda. A veces pienso que su alma de artista es similar a la de un prestidigitador o un mago del siglo XIX, pero no uno circense, sino uno verdadero, al estilo del que hizo desaparecer para siempre a Lady Mildred Chaunce en aquella histórica sesión de espiritismo y magia a la que asistió sir Arthur Conan Doyle en el castillo de Kilkenny en una tormentosa noche de invierno. Que el mago desapareciese también no quita verosimilitud al relato.
Bartleby y compañía trata de todos aquellos no escritores o escritores interruptus que han existido. Aquellos que, como Rimbaud o Rulfo, dejaron de escribir tras la publicación de sus obras maestras. Aquellos que nunca escribieron, como Sócrates o como Clément Cadou, que tras conocer a Witold Gombrowicz (a quien admiré mucho en mis juveniles años), decidió no escribir nunca y sólo fue autor de su epitafio, que pasó así a ser su opera omnia.
Es un tema que a mí me ha gustado mucho, éste del silencio y de la palabra. Y he meditado mucho y creo que tdos los amantes de las palabras sabemos, con un conocimiento que nos llega a herir, que las palabras son algo muy peligroso. Armas de dos filos, elementos casi vivos, que como los hombres y las mujeres, halagan, aman y traicionan y matan. Palabras que matan o que mueren, o si no son dichas, su enverso, su no existencia, dice también, a veces. El silencio también habla, inspira o sugiere.
Yo creo que toda persona que haya tratado con ellas largamente sabe que las palabras no son suficientes nunca, y en ese sentido, todos nos hemos planteado alguna vez el porqué de seguirlas enlazando, dándoles un sentido a través de la sintaxis o del discurso, o tratando de buscar un sentido a algo que quizá no lo tiene. Al mismo tiempo ¿qué seríamos sin ellas? ¿o cómo nos reconoceríamos? Y todos los que hemos escrito, profesionalmente o por amor a las palabras nos hemos preguntado muchas veces si vale la pena escribir, si no es más normal simplemente leer. No a todos las palabras leídas les convocan unas palabras escritas. Y no todo a los que les dirgimos las palabras tienen a bien contestarnos, dejando así, un vacío, una frustración inetrna en nuestra alma. Una herida. Una herida que no tiene cura.
Así que el libro de Vila-Matas, Bartleby y compañía, nos remite a esos escritores del "No", como él los llama, a los que han renunciado a la escritura (con pretexto o sin él) y también a la posibilidad de que esos libros en realidad no escritos, floten o estén en estado latente en el mundo, hasta que alguien los encuentre y los escriba. Habla también Vila-Matas de una biblioteca de libros no publicados en Burlington, Vermont (USA), en donde aquellos libros escritos, pero no leídos, son mimados, guardados y cuidados con esmero, a la espera de lector.
Hombres que han amado tanto las palabras, de una manera tan sublime, que se han pasado la vida buscando la forma de hilvanarlas, como el español exiliado en México, Pedro Garfias (que se pasaba meses en busca de un adjetivo), o el ilustrado Joseph Joubert. "Locos", que han terminado sus días en un psiquiátrico o en una oscura oficina portuaria como Robert Walser, Samuel Beckett, o desaparecidos en las aguas de México como Arthur Cravan. Personas que nunca han podido comenzar a escribir, aterradas por el ¿Por dónde empezar? (que también leí, en la facultad) de Barthes o que mueren sin haber dado a la luz sus escritos, olvidados tal vez en algún cajón que se llevará la basura un día, cuando la casa donde ellos han vivido desaparece, cuando se vende la casa, cuando los muebles se cambian por otros más modernos. Libros escritos y olvidados, libros ocultados, libros no escritos pero pensados, anhelados quizá, pero no encontrados en ningún sitio. Atxaga dice que después de 25 años de escribir empieza a no querer escribir: síntomas de la enfermedad de Bartleby: escritores que quieren dejar de escribir.
Podría parecer que éste es un libro triste. No lo es. Es un libro escrito sobre los que no escriben, no han escrito o ya no escribirán. Pero no es triste. Es hermoso y está lleno de historias, que son, como todos sabemos, las semillas de la escritura.
Siempre he disfrutado con Enrique Vila-Matas. Después de leer a Auster, que siempre me deja agotada, necesitaba un poco de aire fresco. Ayer de nuevo visité La Central y me traje un botín variopinto: Las partículas elementales de Michel Houellebecq, Las palabras y las cosas del gran Foucault, que en una de mis muchas mudanzas se perdió, o se lo llevó mi amado ex (pero no lo creo, porque él lo tenía en francés), y que estuvo mucho tiempo agotado, y este Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas al que me dediqué inmediatamente, ya en el Metro del Vallès que me traía hasta casa.
La escritura de Vila-Matas tiene la prodigiosa levedad y aérea gracia de un pétalo de flor. No por ligera es menos profunda. A veces pienso que su alma de artista es similar a la de un prestidigitador o un mago del siglo XIX, pero no uno circense, sino uno verdadero, al estilo del que hizo desaparecer para siempre a Lady Mildred Chaunce en aquella histórica sesión de espiritismo y magia a la que asistió sir Arthur Conan Doyle en el castillo de Kilkenny en una tormentosa noche de invierno. Que el mago desapareciese también no quita verosimilitud al relato.
Bartleby y compañía trata de todos aquellos no escritores o escritores interruptus que han existido. Aquellos que, como Rimbaud o Rulfo, dejaron de escribir tras la publicación de sus obras maestras. Aquellos que nunca escribieron, como Sócrates o como Clément Cadou, que tras conocer a Witold Gombrowicz (a quien admiré mucho en mis juveniles años), decidió no escribir nunca y sólo fue autor de su epitafio, que pasó así a ser su opera omnia.
Es un tema que a mí me ha gustado mucho, éste del silencio y de la palabra. Y he meditado mucho y creo que tdos los amantes de las palabras sabemos, con un conocimiento que nos llega a herir, que las palabras son algo muy peligroso. Armas de dos filos, elementos casi vivos, que como los hombres y las mujeres, halagan, aman y traicionan y matan. Palabras que matan o que mueren, o si no son dichas, su enverso, su no existencia, dice también, a veces. El silencio también habla, inspira o sugiere.
Yo creo que toda persona que haya tratado con ellas largamente sabe que las palabras no son suficientes nunca, y en ese sentido, todos nos hemos planteado alguna vez el porqué de seguirlas enlazando, dándoles un sentido a través de la sintaxis o del discurso, o tratando de buscar un sentido a algo que quizá no lo tiene. Al mismo tiempo ¿qué seríamos sin ellas? ¿o cómo nos reconoceríamos? Y todos los que hemos escrito, profesionalmente o por amor a las palabras nos hemos preguntado muchas veces si vale la pena escribir, si no es más normal simplemente leer. No a todos las palabras leídas les convocan unas palabras escritas. Y no todo a los que les dirgimos las palabras tienen a bien contestarnos, dejando así, un vacío, una frustración inetrna en nuestra alma. Una herida. Una herida que no tiene cura.
Así que el libro de Vila-Matas, Bartleby y compañía, nos remite a esos escritores del "No", como él los llama, a los que han renunciado a la escritura (con pretexto o sin él) y también a la posibilidad de que esos libros en realidad no escritos, floten o estén en estado latente en el mundo, hasta que alguien los encuentre y los escriba. Habla también Vila-Matas de una biblioteca de libros no publicados en Burlington, Vermont (USA), en donde aquellos libros escritos, pero no leídos, son mimados, guardados y cuidados con esmero, a la espera de lector.
Hombres que han amado tanto las palabras, de una manera tan sublime, que se han pasado la vida buscando la forma de hilvanarlas, como el español exiliado en México, Pedro Garfias (que se pasaba meses en busca de un adjetivo), o el ilustrado Joseph Joubert. "Locos", que han terminado sus días en un psiquiátrico o en una oscura oficina portuaria como Robert Walser, Samuel Beckett, o desaparecidos en las aguas de México como Arthur Cravan. Personas que nunca han podido comenzar a escribir, aterradas por el ¿Por dónde empezar? (que también leí, en la facultad) de Barthes o que mueren sin haber dado a la luz sus escritos, olvidados tal vez en algún cajón que se llevará la basura un día, cuando la casa donde ellos han vivido desaparece, cuando se vende la casa, cuando los muebles se cambian por otros más modernos. Libros escritos y olvidados, libros ocultados, libros no escritos pero pensados, anhelados quizá, pero no encontrados en ningún sitio. Atxaga dice que después de 25 años de escribir empieza a no querer escribir: síntomas de la enfermedad de Bartleby: escritores que quieren dejar de escribir.
Podría parecer que éste es un libro triste. No lo es. Es un libro escrito sobre los que no escriben, no han escrito o ya no escribirán. Pero no es triste. Es hermoso y está lleno de historias, que son, como todos sabemos, las semillas de la escritura.
2 comentarios
Gabriela -
Besos. (No había visto el post)
emejota -