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Pier Paolo Pasolini a 30 años de su muerte

Pier Paolo Pasolini a 30 años de su muerte Amé primero su cine: "Teorema" me descubrió a la fascinante Mangano, entonces en la plenitud de su elegante madurez, y a Terence Stamp, ángel diabólico, moderna representación de Eros que corrompe con su inocencia y su seductora mirada a todos los miembros de la familia burguesa. Padre, madre, hijo, hija. Todo lo aparente se desmorona ante el deseo. El cuerpo, viene a decir Pasolini, pasa por encima de todo para imponer su terrible tiranía.
Luego "Edipo Re". Todavía me escuece la mirada de ese desierto flameante. Esas vestiduras rudas, ese broche con el que Edipo se saca los ojos. Y la casa en la campiña italiana, la nueva morada del niño eterno. Tiresias, la maldición, el destino. Qué gran película y qué sobriamente nos enseña: nada se puede hacer para desviar el camino o para salir de él a tiempo. De nuevo, la Mangano, deslumbrante.
Para mí son las dos grandes obras de Pasolini.
Luego, amé su poesía, "LAs cenizas de Gramsci","Poesía en forma de rosa", "Una vida violenta" o "Mi juventud"
Y lloré su muerte (como la de Cortázar o la de Allende: forman parte de mis muertos).
Un fragmento de su poema, "Testamento", un recuerdo emocionado a los 30 años de su desaparición.

Versos del Testamento de Pier Paolo Pasolini

La soledad; hay que ser muy fuertes
para amar la soledad; hay que tener buenas piernas
y una resistencia fuera de lo normal: no hay que exponerse
a resfriados, gripe o dolor de garganta: no hay que temer
a atracadores ni a asesinos; si es preciso caminar
toda la tarde o, tal vez, toda la noche
es preciso saberlo hacer sin darse cuenta; no hay dónde sentarse;
especialmente en invierno, con el viento que sopla sobre la hierba mojada,
y con las rocas entre la basura, húmedas y fangosas;
no hay ningún consuelo, de eso no hay duda,
además del de tener por delante todo un día y una noche
sin deberes ni límites de ningún tipo.
El sexo es un pretexto. Por muchos que sean los encuentros
-hasta en invierno, por las calles abandonadas al viento,
entre los montones de basuras contra los edificios lejanos,
son muchos- no son más que momentos de la soledad;
cuanto más cálido y vivo es el cuerpo gentil
que mancha de semen y se va,
más frío y mortal es en derredor el amado desierto;
es él el que llena de alegría, como un viento milagroso,
no la sonrisa inocente ni la turbia prepotencia
del que luego se va; él se lleva consigo una juventud
enormemente joven; y en esto es inhumano,
porque no deja huellas o, mejor dicho, deja una sola huella
que siempre es la misma en todas las estaciones.
Un muchacho en sus primeros amores
no es más que la fecundidad del mundo.
Es el mundo que así llega con él; aparece y desaparece,
como una forma que cambia. Quedan intactas todas las cosas,
y tú podrás recorrer media ciudad y no lo volverás a encontrar;
el acto está cumplido, su repetición es un rito. Así pues,
la soledad es aún mayor si toda una muchedumbre
espera su turno: en efecto, crece el número de las desapariciones-
irse es huir- y lo que sigue se cierne sobre el presente
como un deber, un sacrificio que hacer al deseo de muerte.
Pero al envejecer el cansancio empieza a hacerse notar,
especialmente en el momento en que acaba de pasar la hora de la cena,
y para ti nada ha cambiado; entonces, por poco no gritas ni lloras;
y eso sería enorme si no fuera, precisamente, nada más que cansancio,
y, si acaso, algo de hambre. Enorme porque querría decir
que tu deseo de soledad ya no podría satisfacerse,
y entonces, ¿qué te queda, si lo que no se considera soledad
es la soledad auténtica, la que no puedes aceptar?
No hay cena ni almuerzo ni satisfacción del mundo
que valga una caminata sin fin por las calles pobres,
donde es preciso ser desgraciados y fuertes, hermanos de los perros.

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