Clint Eastwood y su "Million Dollar Baby"
Web oficial de la película
Enlace a la crónica de los Oscar 2004
"Y no sabemos que el ardor de nuestra sangre/ es sólo su añoranza de
la tumba" escribió William Butler Yeats, poeta que Frankie Dunn, el
último héroe melancólico interpretado por Clint Eastwood, lee
compulsivamente en la nueva obra maestra con la que el actor y
director norteamericano acaba de golpear el estómago -y el corazón-
de un público desprevenido. Como evocando estos versos, "Million
dollar baby" se balancea entre el vertiginoso batir de una sangre
juvenil y excesiva, y la intuición oscura del súbito reposo en que
todo cuerpo humano encuentra origen y destino.
Es, sin embargo, la cita a otro famoso poema del autor irlandés, "The
Lake Isle of Innisfree", la que sirve a Eastwood para hacer presente
el recuerdo fordiano de "El hombre tranquilo", filme sobre boxeadores
homéricos cuyos momentos de amor más emotivos tienen lugar, como
bien ha explicado Núria Bou en un libro reciente, entre antiguas
tumbas y vestigios de muerte. Pero si Ford narraba un melodramático
viaje hacia la redención del pasado, Eastwood sigue fiel al latido
trágico de sus últimas obras, y vuelve a convertir la errancia
nihilista en el reducto final de su héroe atormentado, ese
desesperanzado entrenador que acumula las cartas sin abrir devueltas
por su hija, que va a misa diariamente para purgar culpas nunca
confesadas, y que pasa sus numerosas horas de tedio estudiando
gaélico.(Por cierto, he de recordar también esa magnífica película
"maldita" del cine catalán - o español- que es "Innisfree", de José
Luis Guerin, en que vuelve a la mítica localidad de rodaje fordiano,
en un ejercicio de maravillosa naostalga y sentimiento que jamás cae
en el sentimentalismo).
Antes de llegar a su clímax de trágica irreversibilidad, "Million
dollar baby" se ha ido construyendo, con una impostación casi
hawksiana, como el modélico retrato de un grupo de profesionales del
boxeo que ve turbada su cotidianidad por la intromisión de una joven
decidida que desea que el escéptico entrenador acepte trabajar con
ella. Hay, en esos primeros minutos de descripción de la vida
cotidiana en el gimnasio, el brío narrativo con que el mejor cine
clásico supo crear un clima de complicidad familiar respecto a sus
personajes. El boxeo es el ámbito dramático en que transcurre la
historia, pero esa cordialidad emprendedora sería la misma si
estuviéramos en un mundo de aviadores o pilotos de carreras, pues
Eastwood no sigue en absoluto las convenciones del género:no se
entretiene en críticas aun entorno mafioso, no busca un discurso
moralizante, no habla de los sacrificios y ni tan sólo celebra el
ego del estrellato, sino que,más bien, a medida que su heroína
femenina va ascendiendo, retrata la espontaneidad casi animal del
triunfo, y elabora un simple canto a la acción, coreografiada como
si se tratara de un musical legendario. Por ello, aunque se hable
mucho de boxeo, a través de la voz en off del narrador Morgan
Freeman, siempre tenemos la impresión de que se está hablando más
bien de cine. Cuando se explica, por ejemplo, que a veces es
necesario alejarse para golpear mejor, pero nunca alejarse tanto
como para abandonar la pelea, se diría que nos explica el sistema
expresivo del director, su capacidad de filmar las cosas desde una
distancia prudente y justa, ni enfática ni indiferente.
Asistimos, pues, desde el inicio de "Million dollar baby", a una
deslumbrante apropiación de la escritura clásica en toda su generosa
capacidad de convocar un universo armónico. Pero el clasicismo tiene
siempre su reverso oscuro y, muy sutilmente, la puesta en escena de
su director va sembrando pistas que han de advertirnos del carácter
terminal de este ejercicio de facilidad narrativa. Así, cuando los dos
viejos socios, Frankie y Eddie (o sea, Eastwood y Freeman) abordan,
en escenas sucesivas, a la aspirante Maggie (Hilary Swank),
sumergida en su obsesivo entrenamiento nocturno, ambos son mostrados
en sendos planos de conjunto, avanzando desde un mismo fondo en
sombras, como revenants de un mundo desaparecido, acaso regresados
del territorio apocalíptico de "Sin Perdón", el filme que reunió por
primera vez a ambos intérpretes.
Puntuando la película con éstas y otras notas de premonitorio
claroscuro (la propia Hillary Swank hace su primera aparición
surgiendo de la oscuridad de un corredor que es metáfora del mundo
desolado del que viene), Clint Eastwood narra la ascensión
prodigiosa de la joven pugilista hasta un estrellato efímero, hecho
de victorias imparables sobre la lona, y de progresivas
complicidades con su admirado entrenador. El esplendor estético de
este tramo de filme deriva de la necesidad de dar forma a la lucha
constante entre ilusión y escepticismo que enfrenta a sus
protagonistas, al tiempo que los lanza, irreversiblemente, a un
hermoso enamoramiento paterno-filial. La atracción que se da entre
ambos personajes anuncia, además, otra clave temática de "Million
dollar baby": la construcción de la familia fuera de la biología, la
herencia sentimental más allá de lo consanguíneo, como se acaba
desprendiendo del uso de la expresión gaélica "Mo chuisle" que
constituye el Rosebud del relato, y cuya libre traducción el héroe
nos revela, en la secuencia tal vez más emotiva, inyectando en
nuestras venas la tristeza de un blues irreversible.
Puede sorprender que un filme que valdría por sí solo en su excelso
canto al triunfo de un cuerpo femenino en movimiento, deba
decantarse, en su sorprendente último acto, por una cita abismal con
la muerte. Con esta poderosa inversión, Clint Eastwood no hace otra
cosa, sin embargo, que rescribir, por enésima vez, la historia de un
jinete pálido que tiene por destino la condena errática de ver
actualizadas una y otra vez sus más infernales pesadillas. El
despoblado y frío pasillo del hospital donde trascurre el último
acto de la película es, en este sentido, el obligado espacio mítico
por el que Eastwood debe entrar y partir, después de realizar el
último y más doloroso acto de amor hacia la joven a quien ha
adoptado, perdiéndose, como un vaquero solitario, en el mismo
horizonte de leyenda de sus mejores westerns. Pero si bien el
destino de su personaje debe seguir siendo el de la desolación más
absoluta, la historia que cuenta "Million dollar baby" tiene, como
toda gran tragedia lanzada a la consecución de la catarsis, un
testigo para contarla. El ojo fiel y testimonial del tuerto que
encarna Morgan Freeman, transforma la catástrofe vivida en legado
narrado, y hace así, del dolor absoluto, un puro y necesario
aprendizaje humano. A lo largo de todo el metraje, su voz nos ha ido
desgranando, en forma de balada intermitente, la historia de una
ascensión y una caída que viene a revelarnos el inevitable lazo
donde, parafraseando a Yeats, el flujo rabioso de los corazones se
une a la voracidad intempestiva de las tumbas.
La música, también de Eastwood ( del propio Clint y de su hijo Kyle)
es también extraordinaria. Posee lirismo y belleza.
Enlace a la crónica de los Oscar 2004
"Y no sabemos que el ardor de nuestra sangre/ es sólo su añoranza de
la tumba" escribió William Butler Yeats, poeta que Frankie Dunn, el
último héroe melancólico interpretado por Clint Eastwood, lee
compulsivamente en la nueva obra maestra con la que el actor y
director norteamericano acaba de golpear el estómago -y el corazón-
de un público desprevenido. Como evocando estos versos, "Million
dollar baby" se balancea entre el vertiginoso batir de una sangre
juvenil y excesiva, y la intuición oscura del súbito reposo en que
todo cuerpo humano encuentra origen y destino.
Es, sin embargo, la cita a otro famoso poema del autor irlandés, "The
Lake Isle of Innisfree", la que sirve a Eastwood para hacer presente
el recuerdo fordiano de "El hombre tranquilo", filme sobre boxeadores
homéricos cuyos momentos de amor más emotivos tienen lugar, como
bien ha explicado Núria Bou en un libro reciente, entre antiguas
tumbas y vestigios de muerte. Pero si Ford narraba un melodramático
viaje hacia la redención del pasado, Eastwood sigue fiel al latido
trágico de sus últimas obras, y vuelve a convertir la errancia
nihilista en el reducto final de su héroe atormentado, ese
desesperanzado entrenador que acumula las cartas sin abrir devueltas
por su hija, que va a misa diariamente para purgar culpas nunca
confesadas, y que pasa sus numerosas horas de tedio estudiando
gaélico.(Por cierto, he de recordar también esa magnífica película
"maldita" del cine catalán - o español- que es "Innisfree", de José
Luis Guerin, en que vuelve a la mítica localidad de rodaje fordiano,
en un ejercicio de maravillosa naostalga y sentimiento que jamás cae
en el sentimentalismo).
Antes de llegar a su clímax de trágica irreversibilidad, "Million
dollar baby" se ha ido construyendo, con una impostación casi
hawksiana, como el modélico retrato de un grupo de profesionales del
boxeo que ve turbada su cotidianidad por la intromisión de una joven
decidida que desea que el escéptico entrenador acepte trabajar con
ella. Hay, en esos primeros minutos de descripción de la vida
cotidiana en el gimnasio, el brío narrativo con que el mejor cine
clásico supo crear un clima de complicidad familiar respecto a sus
personajes. El boxeo es el ámbito dramático en que transcurre la
historia, pero esa cordialidad emprendedora sería la misma si
estuviéramos en un mundo de aviadores o pilotos de carreras, pues
Eastwood no sigue en absoluto las convenciones del género:no se
entretiene en críticas aun entorno mafioso, no busca un discurso
moralizante, no habla de los sacrificios y ni tan sólo celebra el
ego del estrellato, sino que,más bien, a medida que su heroína
femenina va ascendiendo, retrata la espontaneidad casi animal del
triunfo, y elabora un simple canto a la acción, coreografiada como
si se tratara de un musical legendario. Por ello, aunque se hable
mucho de boxeo, a través de la voz en off del narrador Morgan
Freeman, siempre tenemos la impresión de que se está hablando más
bien de cine. Cuando se explica, por ejemplo, que a veces es
necesario alejarse para golpear mejor, pero nunca alejarse tanto
como para abandonar la pelea, se diría que nos explica el sistema
expresivo del director, su capacidad de filmar las cosas desde una
distancia prudente y justa, ni enfática ni indiferente.
Asistimos, pues, desde el inicio de "Million dollar baby", a una
deslumbrante apropiación de la escritura clásica en toda su generosa
capacidad de convocar un universo armónico. Pero el clasicismo tiene
siempre su reverso oscuro y, muy sutilmente, la puesta en escena de
su director va sembrando pistas que han de advertirnos del carácter
terminal de este ejercicio de facilidad narrativa. Así, cuando los dos
viejos socios, Frankie y Eddie (o sea, Eastwood y Freeman) abordan,
en escenas sucesivas, a la aspirante Maggie (Hilary Swank),
sumergida en su obsesivo entrenamiento nocturno, ambos son mostrados
en sendos planos de conjunto, avanzando desde un mismo fondo en
sombras, como revenants de un mundo desaparecido, acaso regresados
del territorio apocalíptico de "Sin Perdón", el filme que reunió por
primera vez a ambos intérpretes.
Puntuando la película con éstas y otras notas de premonitorio
claroscuro (la propia Hillary Swank hace su primera aparición
surgiendo de la oscuridad de un corredor que es metáfora del mundo
desolado del que viene), Clint Eastwood narra la ascensión
prodigiosa de la joven pugilista hasta un estrellato efímero, hecho
de victorias imparables sobre la lona, y de progresivas
complicidades con su admirado entrenador. El esplendor estético de
este tramo de filme deriva de la necesidad de dar forma a la lucha
constante entre ilusión y escepticismo que enfrenta a sus
protagonistas, al tiempo que los lanza, irreversiblemente, a un
hermoso enamoramiento paterno-filial. La atracción que se da entre
ambos personajes anuncia, además, otra clave temática de "Million
dollar baby": la construcción de la familia fuera de la biología, la
herencia sentimental más allá de lo consanguíneo, como se acaba
desprendiendo del uso de la expresión gaélica "Mo chuisle" que
constituye el Rosebud del relato, y cuya libre traducción el héroe
nos revela, en la secuencia tal vez más emotiva, inyectando en
nuestras venas la tristeza de un blues irreversible.
Puede sorprender que un filme que valdría por sí solo en su excelso
canto al triunfo de un cuerpo femenino en movimiento, deba
decantarse, en su sorprendente último acto, por una cita abismal con
la muerte. Con esta poderosa inversión, Clint Eastwood no hace otra
cosa, sin embargo, que rescribir, por enésima vez, la historia de un
jinete pálido que tiene por destino la condena errática de ver
actualizadas una y otra vez sus más infernales pesadillas. El
despoblado y frío pasillo del hospital donde trascurre el último
acto de la película es, en este sentido, el obligado espacio mítico
por el que Eastwood debe entrar y partir, después de realizar el
último y más doloroso acto de amor hacia la joven a quien ha
adoptado, perdiéndose, como un vaquero solitario, en el mismo
horizonte de leyenda de sus mejores westerns. Pero si bien el
destino de su personaje debe seguir siendo el de la desolación más
absoluta, la historia que cuenta "Million dollar baby" tiene, como
toda gran tragedia lanzada a la consecución de la catarsis, un
testigo para contarla. El ojo fiel y testimonial del tuerto que
encarna Morgan Freeman, transforma la catástrofe vivida en legado
narrado, y hace así, del dolor absoluto, un puro y necesario
aprendizaje humano. A lo largo de todo el metraje, su voz nos ha ido
desgranando, en forma de balada intermitente, la historia de una
ascensión y una caída que viene a revelarnos el inevitable lazo
donde, parafraseando a Yeats, el flujo rabioso de los corazones se
une a la voracidad intempestiva de las tumbas.
La música, también de Eastwood ( del propio Clint y de su hijo Kyle)
es también extraordinaria. Posee lirismo y belleza.
3 comentarios
Marta -
Me encanto la pelicula, buen articulo.
Un saludo.
Firma:Marta
Marta -
Ramon Balcells -
MUCHOS SALUDOS.