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Juan Rulfo

Rulfo como fotógrafo

La interpretación de la realidad mexicana de Rulfo coincide tanto en sus textos del Llano en llamas o Pedro Páramo como en sus fotografías.

Rulfo tiene una visión del mundo senequista y ascética.  El estilo de Rulfo es poético por antiretórico. Y así son sus fotos. El México que retrata, para mí, está tan lejano como la ominosa Cartago de la Salambó de Flaubert. Generalmente retrata el campo, el ámbito de lo rural, pero también en la ciudad sus espacios están callados. Lo orgánico parece humano, y lo inanimado parece dotado de una vitalidad sin duda misteriosa.

                                                  

                                                       

En su obra literaria como en sus fotografías, el mundo parece tener sólo dos círculos: el del Purgatorio y el del Infierno y carecer de Cielo. No hay lugar aquí para la felicidad, aunque sí para la belleza. Esta belleza no es sensual o tentadora: es austera y grave. Pesa. Así debía ser la habitación antigua de Medea. Así es, porque lo he visto, la antigua Micenas.  

Los fantasmas conviven con los vivos, en un tiempo-no-tiempo en el que la distancia no se mide, sino que se recorre internamente. Significativamente, las fotos de Rulfo están hechas en blanco y negro. México es el país del color para  los fotógrafos internacionales que inmortalizan los hermosos azulejos, las telas policromas, la exuberancia de los mercados, la lujuriosa humedad de los jardines y las albercas; Rulfo, conciso, saca su Leica. Aquí el muro que separa sinuoso y habla como serpiente azteca. Ahí, el otro muro, orgánico, de cactus erguidos, antropomórficos. Rulfo va a la fiesta mestiza y hace brillar sus matices soberbios en el momento del silencio. La mirada de Rulfo nos hace escuchar la música callada. La música en su ausencia.

Muchos antropólogos han pensado la fiesta como el lugar del individuo en la masa: encuentro del imaginario colectivo. Regeneración de lo colectivo como existencia. Para Rulfo ese ser colectivo no existe.  Quizá la causa de que el  mundo de Rulfo sea un aislamiento que lo puebla (valga la contradicción) pueda encontrarse en su solitaria infancia. El caso es que su mundo está atomizado, lleno de elementos que existen por sí solos, sin relación entre sí, o sin diálogo, como monologando siempre, o siempre existiendo como si estuvieran en la nada.

 

La fotografía de Rulfo no se parece a la más arquitectónica y narrativa de Manuel Álvarez Bravo. Tampoco a la de Tina Modotti, repoteril o esteticista, según retrataba espléndidamente a sus amigos o buscaba esquinas de iglesias o flores entrecruzadas. Tampoco le debe nada a la visión que transforma el mundo indigenista de Gabriel Figueroa en un espacio estilizado, que busca la belleza metamorfoseando la realidad en mito.

Yo creo que Rulfo retrata la soledad. La soledad nuestra. Soledad que no es solamente mexicana pero que es muy mexicana. Reservados, sabemos que aún en compañía no estamos del todo con los otros. Ya Octavio Paz escribió aquel ultracitado ensayo El laberinto de la soledad, y este México que fotografía y escribe Rulfo está así, solo, silencioso, perdido en un no tiempo eterno. Sin posible redención, pero sereno. Si Rulfo hubiera sido griego... 

El único momento en el que el Rulfo fotógrafo se suelta, se vuelve festivo, alegre y sensualista es cuando retrata la belleza auroral de Clara Aparicio, la novia encontrada cuando ella tenía sólo 13 años y no podía corresponderle. Imposible encontrar una mujer con un  nombre más simbólico de lo que ella va a significar en la vida del taciturno tapatío. Rulfo, enamorado, deja a su cámara libremente feliz para retratar la inocente, bellísima mirada. Ella sí es real.

                                                             

 

(México, Juan Rulfo: fotógrafo, ed. Lunwerg, Barcelona 2001. Y Juan Rulfo, Aire de las Colinas. Cartas a Clara, ed. Debate, Madrid, 2000)

Si queréis ver más fotos de Rulfo pinchad aquí o en los enlaces que me ha enviado gentilmente Loriana:

http://www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/juanrulfo/rulfofotografo.htm

http://www.emboscados.com/foro/viewtopic.php?TopicID=997&page=0#8684

Antonio Alatorre sobre Rulfo.

Antonio Alatorre sobre Rulfo. Como he dicho antes, Antonio Alatorre posee una fina ironía. Me apetece colgar aquí un fragmento de un artículo suyo sobre Juan Rulfo y la invención de su personaje público, que se refiere concretamente a la influencia de Faulkner en su Pedro Páramo y a la estructura de la novela. Creo que es un fragmento interesantísimo, que posee la gracia, la agudeza y la precisión de la que siempre hace gala Antonio. He aquí el fragmento:

He dicho que Juan era lector de novelas norteamericanas, y esto me da pie para hablar de una mentira mucho menos trivial. Inmediatamente después de publicado Pedro Páramo en 1955, hubo críticos que detectaron en la novela -así como en varios de los cuentos, por ejemplo “Macario”- la huella inconfundible de William Faulkner. El primero que lo dijo en letras de imprenta parece haber sido Mario Benedetti en un artículo publicado en Marcha, de Montevideo, en noviembre del propio año de 1955. Y en 1956 defendió James Irby su tesis sobre La influencia de Faulkner en cuatro narradores hispanoamericanos, uno de ellos Juan Rulfo (Irby 132-163). No sé si Juan leyó esta tesis, pero sin duda supo de su existencia, pues la república literaria de México era pequeña en 1956. El caso es que el 15 de marzo de 1985, cuando se celebraban los treinta años de la primera edición de Pedro Páramo, Juan publicó en Excélsior unas declaraciones de tono solemne, especie de” last will and testament”, para dejar asentada la “verdad histórica” en cuanto al proceso de elaboración y las circunstancias de publicación de su muy aplaudida novela. No he vuelto a leerlas, pero tengo la impresión de que Juan las hizo sobre todo para negar, y muy categóricamente, cualquier huella faulkneriana en su obra: “Cuando escribí Pedro Páramo yo aún no leía a Faulkner”.Como antes dije, yo estudié en una orden religiosa, y de allí salí a los 20 años hecho un perfecto imbécil en cuestión de literatura, sobre todo la moderna. Mi introductor a la lengua española (García Lorca, Neruda, Gorostiza) y a la francesa (Claudel, Cocteau, Duhamel) fue Juan José Arreola. Y mi introductor a la norteamericana fue Juan Rulfo. Por él supe de la existencia de John dos Passos, de Willa Cather, de John Steinbeck, de Hemingway. Estuve varias veces en su casa, casa de gente acomodada; Juan tenía un buen tocadiscos, y música clásica (lujo inalcanzable para Arreola y para mí; y tenía, limpiamente ordenados en la estantería, muchos libros, de los cuales recuerdo en especial las novelas norteamericanas, en traducciones impresas en Buenos Aires y Santiago de Chile. Él trataba de contagiarme su enorme afición a esas novelas, pero yo, la verdad, bastante quehacer tenía con los contagios de Arreola. Como para facilitarme la entrada en ese mundo nuevo, Juan me prestó una novela sencilla, God’s little acre, de Erskine Caldwell (La chacrita de Dios, en la traducción argentina). Y, sobre todo, me puso por las nubes las novelas de Faulkner, que él estaba dispuesto a prestarme. El resultado fue que inmediatamente me eché a leer una de ellas, Santuario. Si en 1985 mi trato con Juan hubiera sido como el que tuvimos cuarenta años antes (creo que la última vez que lo vi fue a fines de 1981), le hubiera dicho: “Juan, ¿pero por qué dices eso, si tú y yo y Arreola sabemos que no es verdad?” Pero es claro que el Rulfo de 1985 no era el de 1945. Era otro. Y me doy esta explicación: consciente -y orgulloso- de la originalidad de Pedro Páramo, tan subrayada además por la crítica, Juan tiene que haber sentido que quienes hablaban de lo faulkneriano estaban achicando esa originalidad. Los hombres famosos suelen volverse muy susceptibles. La responsabilidad de esa flagrante mentira no recae sobre Juan, sino sobre su gigantesca fama. Y si en 1985 hubiera tenido un trato más o menos asiduo con él, también le hubiera dicho: “Puesto que el objeto de tus declaraciones es decir cómo se hizo Pedro Páramo, ¿por qué no mencionas la ayuda que te dio Arreola en un momento en que mucho la necesitabas?” En efecto, esta es otra mentira ex silentio, como la del paso por el seminario. He aquí mi testimonio: Una vez, pocos meses antes de que saliera Pedro Páramo a la luz, me contó Arreola, en esencia, lo siguiente: El otro día estuve en casa de Rulfo porque me pidió ayuda. Estaba en un atolladero, realmente angustiado por el plazo de entrega de su novela,y quería que le ayudara a hilvanar los pasajes que tiene escritos. Yo le dije: “Mira, tu novela es como es, hecha de fragmentos, y así funciona muy bien. El orden es lo de menos”. Entonces puse la mesa del comedor los distintos montoncitos de cuartillas, y comenzamos a acomodarlos mientras yo le decía esto aquí, esto quizá después, esto mejor hacia el comienzo. Tardamos varias horas, pero al final Juan estaba ya tranquilizado. Eso que me contó Arreola, y que resumo con la mayor honradez, se me quedó muy grabado por la sencilla razón de que yo tenía unas ganas enormes de leer la novela de Juan desde que me topé en la revista Universidad de México, en junio de 1954, con el maravilloso “Fragmento de la novela Los murmullos”. A fines de 1988, al recordar Arreola y yo este episodio en un diálogo público, durante el gran simposio rulfiano celebrado en la Feria Internacional del Libro en Guadalajara, él dijo (Homenaje 208-209) que fueron dos las sesiones, y añadió algo que yo no recordaba. Lo cito: “Mira, en realidad no nomás estaba hecho todo Pedro Páramo, sino que hubo Pedro Páramo de más, que no conocimos nunca. Cuando yo llegué, esa tarde, ya había un cesto con muchas cuartillas rotas y él estaba en trance de seguir rompiendo”. Arreola no lo dice expresamente, pero da a entender que él moderó esa furia destructora, tan de Rulfo. Y, como para quitarle trascendencia a su intervención, añade esto: “Yo creo que cualquiera que fuera el orden que se diera a los fragmentos, existiría Pedro Páramo igual, dejando sólo la parte final exacta como está” (o sea que allí no hubo problema alguno: el final fue siempre el final) ¿Por qué este espeso silencio de Rulfo? Seguramente, me digo yo, por la misma razón tan sin razón que lo llevó a negar la lectura de Faulkner. ¡La fama, la maldita fama! Todos los que han escrito sobre Pedro Páramo habrán estudiado, quién más, quién menos, la disposición del texto, la secuencia narrativa, las rupturas…, en una palabra, la estructura novelística. Y ciertamente hay abundante material de análisis, abundantes oportunidades para que los rulfistas se luzcan, sobre todo si poseen un buen bagaje de doctrinas “narratológicas”. Pero no sería superfluo para los rulfistas saber que, más que obediencia a un exquisito plan artístico que se hubiera trazado Rulfo, la estructura del Pedro Páramo que conocemos no es sino el resultado de las horas que empleó Arreola en sacar del atolladero a su amigo.

Juan Rulfo

Por Gabriel García Márquez                                                                                                                          

El descubrimiento de Juan Rulfo -como el de Franz Kafka- será sin duda un capítulo esencial de mis memorias. Yo había llegado a México el mismo día en que Ernest Hemingway se dio el tiro de muerte -2 de julio de 1961-, y no sólo no había leído los libros de Juan Rulfo, sino que ni siquiera había oído hablar de él. Era muy raro. En primer término, porque en aquella época yo me mantenía muy al corriente de la actualidad literaria, y en especial de la novela en las Américas. En segundo término, porque los primeros con quienes hice contacto en México fueron los escritores que trabajaban con Manuel Barbachano Ponce en su castillo de Drácula de las calles de Córdoba, y con los redactores de suplemento literario de Novedades, que dirigía Fernando Benítez. Todos ellos conocían muy bien a Juan Rulfo, por supuesto. Sin embargo, pasaron por lo menos seis meses sin que alguien me hablara de él. Tal vez porque Juan Rulfo, al contrario de lo que ocurre con los clásicos grandes, es un escritor que se lee mucho pero del cual se habla muy poco.

Yo vivía en un apartamento sin ascensor en la calle Renán, en la colonia Anzures, con Mercedes y Rodrigo, que entonces tenía menos de dos años. Teníamos un colchón doble en el suelo del dormitorio grande, una cuna en el otro cuarto, y una mesa de comer y escribir en el salón, con dos sillas únicas que servían para todo. Habíamos decidido quedarnos en esta ciudad que todavía conservaba un tamaño humano, con un aire diáfano y flores de colores delirantes en las avenidas, pero las autoridades de inmigración no parecían compartir nuestra dicha. La mitad de la vida se nos iba haciendo colas inmóviles, a veces bajo la lluvia, en los patios de penitencia de la Secretaría de Gobernación. En las horas que me sobraban escribía notas sobre la iteratura colombiana que transmitía de viva voz por la Radio Universidad, dirigida entonces por Max Aub. Eran unas notas tan sinceras, que el embajador de Colombia llamó un día por teléfono a la emisora para sentar una protesta formal. Según él, las mías no eran notas sobre la literatura colombiana, sino contra la literatura colombiana. Max Aub me llamó a su despacho, y yo pensé que aquél era el final del único medio de supervivencia que había logrado conseguir en seis meses. Pero ocurrió lo contrario.
-No he tenido tiempo de oír el programa -me dijo Max Aub-. Pero si es como dice tu embajador, debe ser muy bueno.

Yo tenía treinta y dos años, había hecho en Colombia una carrera periodística efímera, acababa de pasar tres años muy útiles y duros en París, y ocho meses en Nueva York, y quería hacer guiones y cine en México. El mundo de los escritores mexicanos de aquella época era similar al de Colombia, y me encontraba muy bien entre ellos. Seis años antes había publicado mi primera novela, La hojarasca, y tenía tres libros inéditos: El coronel no tiene quien le escriba, que apareció por esa época en Colombia; La mala hora, que fue publicada por la Editorial Era poco tiempo después a instancias de Vicente Rojo, y la colección de cuentos de Los Funerales de la Mamá Grande. Sólo que de este último no tenía sino los borradores incompletos, porque Alvaro Mutis le había prestado los originales a nuestra adorada Elena Poniatowska, antes de mi venida a México, y ella los había perdido. Más tarde logré reconstruir todos los cuentos, y Sergio Galindo los publicó en la Universidad Veracruzana a instancias de Alvaro Mutis.
De modo que era ya un escritor con cinco libros clandestinos. Pero mi problema no era ése, pues ni entonces ni nunca había escrito para ser famoso sino para que mis amigos me quisieran más, y eso creía haberlo conseguido. Mi problema grande de novelista era que después de aquellos libros me sentía metido en un callejón sin salida, y estaba buscando por todos lados una brecha para escapar. Conocía bien a los autores buenos y malos que hubieran podido enseñarme el camino, y , sin embargo, me sentía girando en círculos concéntricos. No me consideraba agotado. Al contrario: sentía que aún me quedaban muchos libros pendientes, pero no concebía un modo convincente y poético de escribirlos. En ésas estaba, cuando Alvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi caa con un paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa:
-¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!
Era Pedro Páramo.
Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca, desde la noche tremenda en que leí la Metamorfosis de Kafka en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá -casi diez años atrás-, había sufrido una conmoción semejante. Al día siguiente leí El Llano en llamas, y el asombro permaneció intacto. Mucho después, en la antesala de un consultorio, encontré una revista médica con otra obra maestra desbalagada: La herencia de Matilde Arcángel. El resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor, porque todos me parecían menores.
No había acabado de escapar al deslumbramiento, cuando alguien le dijo a Carlos Velo que yo era capaz de recitar de memoria párrafos completos de Pedro Páramo. La verdad iba más lejos: podía recitar el libro completo, al derecho y al revés, sin una falta apreciable, y podía decir en qué página de mi edición se encontraba cada episodio, y no había un solo rasgo del carácter de un personaje que no conociera a fondo.
Carlos Velo me encomendó la adaptación para el cine de otro relato de Juan Rulfo, que era el único que yo no conocía en aquel momento: El gallo de oro. Eran dieciséis páginas muy apretadas, en un papel de seda que estaba apunto de convertirse en polvo, y escritas con tres máquinas distintas. Aunque no me hubieran dicho de quién era, lo habría sabido de inmediato. El lenguaje no era tan minucioso como el del resto de la obra de Juan Rulfo, y había muy pocos recursos técnicos de los suyos, pero su ángel personal volaba por todo el ámbito de la escritura. Más tarde, Carlos Velo y Carlos Fuentes me invitaron a hacer una revisión crítica de la primera adaptación de Pedro Páramo para el cine.
Menciono estos dos trabajos -cuyo resultado final estuvo muy lejos de ser bueno-, porque ellos me obligaron a profundizar todavía más en una obra que sin duda ya conocía mejor que el propio autor. A quien, por cierto, no conocí en persona sino varios años después. Carlos Velo había hecho algo sorprendente: había recortado los fragmentos temporales de Pedro Páramo, y había vuelto a armar el drama en un orden cronológico riguroso. Como simple recurso de trabajo me pareció legítimo, aunque el resultado era un libro distinto: plano y descosido. Pero me fue muy útil para una comprensión mejor de la carpintería secreta de Juan Rulfo, y muy revelador de su insólita sabiduría.
Había dos problema esenciales en la adaptación de Pedro Páramo. El primero era el de los nombres. Por subjetivo que se crea, todo nombre se parece de algún modo a quien lo lleva, y eso es mucho más notable en la ficción que en la vida real. Juan Rulfo ha dicho, o se lo han hecho decir, que compone los nombres de sus personajes leyendo lápidas de tumbas en los cementerios de Jalisco. Lo único que se puede decir a ciencia cierta es que no hay nombres propios más propios que los de la gente de su libro. A mí me parecía imposible -y me sigue pareciendo- encontrar jamás un actor que se identificara sin ninguna duda con el nombre de su personaje.
El otro problema -inseparable del anterior- era el de las edades. En toda su obra, Juan Rulfo ha tenido el cuidado de ser muy descuidado en cuanto a los tiempos de sus criaturas. Narciso Costa Ros ha hecho hace poco una tentativa fascinante de establecerlos en Pedro Páramo. Yo siempre había pensado, por pura intuición poética, que cuando Pedro Páramo logró por fin llevar a Susana San Juan a su vasto reino de la Media Luna, ella era ya una mujer de sesenta y dos años. Pedro Páramo debía ser unos cinco años mayor que ella. En realidad, el drama me parecía más grande, más terrible y hermoso, si se precipitaba por el despeñadero de una pasión senil sin alivio. Las edades establecidas para ambos por Costa Ros no son las mismas, pero no están muy lejos de las que yo había supuesto. Semejante grandeza poética era impensable en el cine. En las salas oscuras, los amores de ancianos no conmueven a nadie.
Lo malo de esos preciosos escrutinios es que las razones de la poesía no son siempre las mismas de la razón. Los meses en que ocurren ciertos hechos son esenciales para el análisis de la obra de Juan Rulfo y yo dudo de que él fuera consciente de eso. En el trabajo poético -y Pedro Páramo lo es en su más alto grado- los autores suelen invocar los meses por compromisos distintos del rigor cronológico. Más aún: en muchos casos se cambia el nombre del mes, del día y hasta del año, sólo por eludir una rima incómoda, o una cacofonía, sin pensar que esos cambios pueden inducir a un crítico a una conclusión terminante. Esto ocurre no sólo con los días y los meses, sino también con las flores. Hay escritores que se sirven de ellas por el prestigio puro de sus nombres, sin fijarse muy bien si corresponden al lugar o a la estación. De modo que no es raro encontrar buenos libros donde florecen geranios en la playa y tulipanes en la nieve. En Pedro Páramo, donde es imposible establecer de un modo definitivo dónde está la línea de demarcación entre los muertos y los vivos, las precisiones son todavía más quiméricas. Nadie puede saber, en ralidad, cuánto duran los años de la muerte.

He querido decir todo esto para terminar diciendo que el escrutinio a fondo de la obra de Juan Rulfo me dio por fin el camino que buscaba para continuar mis libros, y que por eso me era imposible escribir sobre él sin que todo pareciera sobre mí mismo. Ahora quiero decir también que he vuelto a releerlo completo para escribir estas breves nostalgias, y que he vuelto a ser la víctima inocente del mismo asombro de la primera vez. No son más de trescientas páginas, pero son casi tantas, y creo que tan perdurables, como las que conocemos de Sófocles.

Tomado de Araucaria de Chile. Nº 33 - 1986