Georges de La Tour
Cuando yo tenía 23 años, el Louvre no tenía el aspecto que tiene actualmente. No existía la famosa pirámide, ni el gran vestíbulo...Se accedía por la puerta del Carrousel y se atravesaba una gran galería subterránea con las esculturas griegas, romanas y etruscas hasta llegar a la gran escalinata principal que coronaban la Victoria de Samotracia y la Venus de Milo. Era una visión de ésas que quitan el hipo, pero decimonónica.
En la Gran Galería de pintura, un cuadro llamó poderosamente mi atención. Qué rarita he sido siempre: no se trataba de la Gioconda, ni de ninguna obra de Rafael, ni siquiera de Frans Hals, aunque su pequeño retrato sonriente también me daba la bienvenida a la Gran Galería: era un cuadro de Georges de La Tour. Un enigma. Ese cuadro me ha llamado siempre. Por su expresividad, por la historia que se adivina detrás de las caras, por su composición, por su colorido, por la relación que se adivina entre los personajes, por el sentido del humor, y (last but not least), por la luz cambiante que ilumina o ensombrece los rostros y las figuras del cuadro. Las miradas establecen la dirección de la mirada del espectador y van desde el centro ocupado por la dama que mira de reojo al jugador tramposo, a la criada que escancia el vino y mira, también de reojo, al jugador absorto de la derecha y sólo después, al final de las miradas, nos detenemos en el detalle del jugador que nos da la espalda y que oculta el as de diamantes. La intención es didáctica, el color, lúdico, como el tema: la partida de cartas, mil veces representada. El fondo es oscuro pero una misteriosa luz les ilumina a todos, sólo la cara del tramposo queda en penumbra, como su gesto, para los demás jugadores. Sin embargo, dos de esas personas saben ¡Cómo lucen los pechos femeninos, los hombros, los tocados las plumas, la manga del joven absorto. Hay un engaño y hay una complicidad. Hay una zona de luz y otra de sombra. Rojos, naranjas, bermellones y ocres sobre esa oscuridad uniforme de la escena que no está en ningún lugar, como dice Racine. Y seguramente, son las ocho de la tarde.
Me compré en Laie -esa buena librería barcelonesa de la Via Layetana-, un ensayo de Pascal Quignard sobre él. Quizá su nombre no os diga nada, pero si os digo que es el autor de la novela (que en realidad no es una novela) en que se basó la película de Alain Corneau Tous les matins du monde (Todas las mañanas del mundo) lo recordaréis.
He comentado a veces mi devoción por la prosa francesa que bebe en las fuentes de la sobriedad neoclásica. Mi fascinación por el jansenismo se reflejó en mi tesis doctoral. El jansenismo es una doctrina cristiana que busca volver a las fuentes de la religiosidad y si me permitís, de la ética cristiana. El jansenismo quiere volver a la sobriedad y a la austeridad fundacionales, a la autenticidad de los tiempos carentes de pompa y circustancias, ajenos todavía al boato ceremonial e iconográfico, al estallido del lujo del espectáculo eclesial. Su filiación es problemática, pues muchos lo confundieron con el protestantismo. Fue considerado peligroso, cercano a la herejía, cuando no era más que una vuelta a la raíz. Por supuesto, esa fidelidad a la raíz era una traición a la Iglesia. Y más todavía a la iglesia del Barroco, pura plasticidad, puro lujo, puro oro y puro espectáculo. Quignard, que escribe en los siglos XX y XXI es uno de sus estudiosos más lúcidos y uno de sus penúltimos amantes. Él describe a Georges de La Tour como el pintor del barroco jansenista, opuesto a la eclosión suntuosa de un Poussin o de un Le Nain. Acierta, por supuesto. Ninguna pintura es más sobria que la de La Tour, está despojada la escena del no-lugar; es el instante del silencio, la búsqueda de lo interior, sea abandono del mundo y de los placeres, como en sus Magdalenas, sea en el momento de la trampa, como en El as de diamantes o en el de La adivinación de la fortuna.
Su breve ensayo sobre de La Tour comienza con una referencia a Racine, que traduzco libremente: Racine dice que la escena es un lugar inexistente, en un tiempo ignoto, a las ocho de la tarde, iluminado por la luz de las velas y que nunca se encuentra al alba, por mucho que uno se esfuerce en buscar el más lejano rincón de las calles de la ciudad donde uno vive.
En 1600, en Vic, dice Quignard, un nene i( de La Tour) ignora que pasará la vida buscándose a sí mismo a la luz de una vela...Sus cuadros son la expresión del instante detenido, en medio del silencio, a la luz de esa vela. La luz de la vela ilumina la noche, la oscuridad y el silencio, pero se trata de una luz íntima, no de una luz cegadora. En la luz que ilumina esa sombra, uno se pregunta por el sueño, por la realidad, por la verdad. Todos los personajes de La Tour buscan su propia historia. La Magdalena dice adiós a los fantasmas de su voluptuosidad. No es rubia, no es perceptible (sólo se adivina) su belleza. Su largo cabello negro es ya una renuncia. Se despide de todos los placeres de su cuerpo a la luz de esa vela.
El jansenismo, dice Quignard, va en busca de un destino que llega más allá de su tiempo, escapando de la doctrina clásica. Su fundamento es el estupor ante la muerte (Sobre el jansenismo, ningún libro mejor que el de Lucien Goldmann, Le dieu caché - El dios oculto-). El tiempo, el abandono, el terror, la sexualidad forman parte de esa familia del nuevo hombre, que está solo ante ellas, no acompañado por Dios. El mundo sólo puede ser asido a través de la nada. La negación es la llave de la vida. La muerte abre, por fin el misterio de la vida; la vida sólo existe si se niega. Dice San Juan de la Cruz: La completa oscuridad de la noche oscura es el único amanecer que puede conocer el alma.
La Magdalena que no contempla la vela o la calavera, sino su propia reverberación interior duplicada por esa llama que incendia en el espejo, para oscurecer mejor el mundo... La lección de lectura, en que una niña se asoma al misterio de la letra a la luz de la candela...El San José, preguntándose también si esa luz es la que iluminará el camino de ese niño que prometerá a otros la vida eterna, mientras pierde la suya, crucificado. La ternura en la mirada del padre carpintero se posa en la carita de ese niño para, entre las sombras, iluminar su triste calvario con su amor. La mirada lo dice todo. La luz, también. Y en el instante del misterioso nacimiento de ese mismo niño salvador nada perturba nuestra vista que no sea lo esencial. Las pinturas de Georges de La Tour son enigmas. Misterios interiores, silenciosos.
Amo el silencio, amo la pintura silenciosa de Georges de La Tour, amo la literatura callada de Pascal Quignard, que dice: Ante La Tour, el Verbo mismo se queda en silencio. El silencio se convierte en la verdadera Pasión. Es el último silencio.
Pascal Quignard, Georges de La Tour, ed. Galaxie, Paris, 2004.
9 comentarios
paula andrea rendon -
Gabriela -
Un saludo.
MARIA -
Gabriela Zayas De Lille -
Gabriela -
Gabriela Zayas De Lille -
Alberto -
El Enigma -
Saludos y buen año.
El Enigma
Nox atra cava circumvolat umbra
Diana Carolina -
Feliz año Gabriela, sabes que te tengo en gran estima y deseo lo mejor para ti.
Un fuerte y cariñoso abrazo!!!