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"Los nuevos príncipes mendigos" o el problema del paro ya no tan juvenil

"Los nuevos príncipes mendigos" o el problema del paro ya no tan juvenil Por Gabriela Zayas

Hace tiempo que vengo observando cómo algunos ya no tan jóvenes, especialmente hombres, dependen cada vez más de sus padres a edades ya muy tardías. Mis hijos o yo misma, y creo que la gran mayoría de la gente, comienzan, comenzamos a trabajar a los 19-20 años. Empezamos por cualquier cosa: trabajando de camareros/as, de repartidores de pizzas, de descargadores de camiones, de peones de albañil, de jardineros, generalmente los veranos o los fines de semana, para hacer un dinerillo. Nos acostumbramos, así, a trabajar y nos enteramos de lo que "vale un peine".
Pero cada vez más, hay un grupo de jóvenes licenciados, con una o dos carreras a sus espaldas, que no han trabajado nunca, que no trabajan, que continúan viviendo con sus padres, que se sienten molestos cuando se pronuncia la palabra "trabajo" e indignados si se menciona la frase "cualquier trabajo". Muchos son hijos de obreros. Sus madres son mujeres poco cultas, dedicadas desde siempre a las labores del hogar. Familias humildes que tienen un pisito de 90 metros, tal vez una casita en malas condiciones en el pueblo natal y un Seat Toledo de diez años de antigüedad. Los padres de estos príncipes modernos han terminado a duras penas la primaria y han comenzado a trabajar antes de los 14 años. Paradójicamente, sus hijos son aún más pobres, porque a los 25 ó 26 años aún no tienen nada. Todo proviene de los papás. Y esperan, un poco indolentemente ante la cerveza sabatina en el bar de su barrio, el partido de fútbol e internet, que algún magnífico trabajo caiga del cielo; un trabajo, naturalmente, a la altura de sus cualificaciones universitarias en carreras "de futuro" como audiovisuales, informática o telecos. Pero el gran trabajo no baja del cielo. Y nuestros príncipes mendigos languidecen, enfadados, pero eso sí, finos, muy finos, disfrutando la tortilla casera, la ropa planchada, la mesa puesta, la cama hecha por la mamá y padeciendo el áspero desprecio y el exiguo "donativo" forzoso del padre para que el "nene" salga con los amigos al menos dos veces por semana.
La película francesa "Tanguy" llevaba esta situación al límite del humor negro al contarnos la historia de dos padres -que como franceses ¡naturalmente! son cultivados- desesperados porque el hijo no quiere salir del nido. Y nos cuenta sus fallidos intentos y sus sucias triquiñuelas para librarse de su incómoda presencia en el hogar, hasta llegar a un intento de asesinato del "niño grande" que se ha convertido en un verdadero tormento. Un buen día consiguen para el nene un doctorado en China y se deshacen de él. Y es entonces cuando, conmovidos por la distancia, por fin pueden querer a su hijo, echarlo de menos.
No dudo que muchos padres españoles, si pudiesen prescindir de esa férrea dictadura impuesta por la moral judeo-cristiana, se sentirían perfectamente reflejados en estos padres franceses y desearían para sus cultos y preparados, improductivos príncipes mendigos, un doctorado en el culo del mundo para poder, por fin, comenzar a liberarse y volver a vivir sin esa piedra colgada al cuello, sin esa vergonzante presencia de niño-adulto-parásito en la sala de estar o frente a la pantalla del ordenador.

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