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Patrice Leconte:" Confidencias muy íntimas"

Patrice Leconte:" Confidencias muy íntimas" "Mi marido ya no me toca. Prefiero eso a ser una mujer abandonada.-

El cine de Patrice Leconte es romántico. En la mayoría de sus films prevalece el sentimiento sobre la razón. El amor sobre los propios instintos o el propio carácter (como en “La chica del puente”). El amor es un encuentro fortuito y sin embargo, un destino, como en “El marido de la peluquera” que trae la felicidad o que lleva a la muerte (“La viuda de Saint Pierre”). Hábil cineasta y maestro de los travellings ascendentes, Leconte se rodea de los mejores para llevar a cabo sus proyectos: Daniel Auteuil, Juliette Binoche, Jean Rochefort, y en “Confidencias muy íntimas”, Fabricio Luchini y Sandrinne Bonnaire. Leconte gusta de forzar su esteticismo, impone su tono visual. No lejos aquí de “Monsieur Hire” ese magnífico drama más amoroso que policial, más psicoanalítico que sociológico, nos lleva a explorar un fatalismo ante la propia soledad, que cae hecho añicos ante el descubrimiento súbito del amor más fulgurante, más evidente, más inesperado y más abismal. En “Confidencias muy íntimas”, tenemos esos mismos elementos: la música es dramática y omnipresente hasta la saturación, los planos son primeros planos (de los rostros, de los pies que llevan a Anne a la consulta del que ella cree que es un psiquiatra y resulta ser un gris asesor financiero que usa el despacho como vivienda: un despacho y una vivienda que ha heredado de su padre.
Desde el primer momento, cuando seguimos los pies enfundados en las botitas de Bonnaire, cuando escuchamos la música, sabemos que algo extraño pasará, algo inusual, algo que no nos esperamos. Tal vez un crimen. La luz ilumina los grises, los azules y los verdes y sólo destaca el naranja oscuro del abrigo de Bonnaire en ese mar de tonalidades oscuras y solemnes, de ese mar de soledad cromática. El mobiliario, la puerta acolchada, las lámparas del despacho del “psiquiatra”, el cuadro, borroso, en la pared: todo nos habla de soledad, de desilusión, de tiempo caducado y perdido. Todo es inquietante y angustioso hasta que ese torrente de palabras sale de la boca de ella, hasta que vemos la cara de asombro de él, su silencio, su desvalimiento ante la sinceridad de ella. Todo es angustioso y a la vez atrayente. Sabemos que hay un misterio ¿pero qué misterio? Como en “El hombre del tren”, el misterio se irá desvelando y aparecerán otros, otras dudas: ¿Es él un “fisgón”? ¿Es ella una mentirosa? ¿Es todo falso? Y si lo es ¿qué busca ella? ¿Qué busca él (en ella)?
La obra se mueve en un constante ir y venir de sensaciones y de palabras y silencios entre los dos personajes. Cerrado en sus propios límites, el drama sólo puede acoger a una tercera persona: el marido. Y ocurre ante los ojos de una testigo: la secretaria, también heredada de la época del padre. Las confidencias son pudorosas, ocultan y desvelan, con muy pocas palabras, toda una historia del desamor. Y sin embargo, es un film realista. La poética se desprende de él y nos envuelve, pero no por idealización, sino por decoro del dolor, de las lágrimas, del ansia de amar. Pero todo es silencioso. Paradójicamente, todo el subsuelo de la película es silencioso, no elocuente. Y ésa es su poesía, como en “El marido de la peluquera” el amor que vemos surgir , la necesidad del otro, ocurre en silencio ante nuestros ojos, sin ser mancillado por las palabras banales, o por los gestos innecesarios. Los gestos son mínimos: nos encontramos ante dos personas, dos personajes, dos actores. El interés reside en ese dueto clásico: el de un hombre y una mujer que se relacionan con palabras, con silencios, con expectativas y con dudas. El drama interior reducido a la mínima expresión ¿o a la máxima?
Sandrinne Bonnaire y Fabricio Luchini. Ella, dura y seductora, irritada o nerviosa, solitaria y buscando consuelo. Bella sin hermosura. La que con su confusión derecha-izquierda irrumpe en la vida de William para transformarla. Y Luchini, atónito, molesto, inseguro, desvalido, expectante, desconfiado, maniático, depresivo, triste, que se pone en marcha en el momento en que regala el cuadro heredado a su exmujer, Jeanne. Con el cuadro, se desprende de todo su pasado y del pasado del padre. Comienza a avanzar. Y avanza hacia ella cuando ella se marcha. Porque ahora, la vida de él es ella. Y para encontrarla debe dejarlo todo, incluso a sí mismo, a ese yo inmóvil, serio, infantil, resignado.
La película no trata tanto de las confidencias de Anne, como de la transformación de William.
La luz gris azulosa de la primera parte del film se debe tornar luz radiante, blanca, amarilla. Los abrigos e impermeables deben dejar paso a la ligereza de los vestidos y camisas del verano. El París triste y lluvioso debe dejar paso al Mediodía. El despacho y lo que significa debe ser abandonado: una nueva vida. Para los dos. Eduardo Serra imprime estilo en este cambio de escenario, con su cambio de luz, su cambio anímico, subrayando con la luz y el color el paso de la soledad a la compañía, de la duda a la certeza, de la desesperanza a la esperanza. Pero no hay un guiño al erotismo: hablamos de algo más profundo. El abrazo se superpone a los créditos finales, pudoroso. La historia que se quería contar era una historia interior. Y lo que viene ya es otra película."

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